Documento de identidad
No sé en qué trámite u oficina,
junto a qué teléfono
público, se me ha perdido el
documento
de identidad. Para tales casos la
ciudad prescribe
lo que se debe hacer, apenas una
tarde de colas
y de dedos entintados, y ya se
tiene uno nuevo.
Nadie percibe que con esa
pérdida tan ínfima
se fueron años enteros de mi
vida: mi foto
de adolescente sin barba, cuando
el mundo me abría
sonriente sus rutas; mi firma
que hasta entonces
sólo había rubricado versos,
inocencias; el registro
de mi año de soldado; y las
constancias
de muchas votaciones: someras
esperanzas
de algo mejor, en general
defraudadas. Este flamante
documento que ahora llevo, con
mi imagen
avejentada, no conoce –como el
otro–
las lluvias de Córdoba, los
latidos de mi pecho
cuando pasaba el escuadrón
militar, la cercanía
de otros cuerpos de mujer: no
conoce
el miedo antiguo ni el
tempestuoso amor,
es apenas un carnet que identifica
a un hombre que ha nacido viejo,
al que amputaron
–aunque sea en efigie– la mitad
de su vida.
Las ratas
Nunca pude ver tan de cerca a las ratas
como en las noches de mi año de soldado,
si me dormía apoyado en mi fusil
debajo de un gran farol, en ese puesto
cercano a las barracas, entre los vahos
de comida descompuesta... Era entonces
cuando en silencio salían a mirarme
acorralándome en círculo, esperando
que también a mí se me abriesen los ojos.
Jamás me hicieron daño, pero llegaban
a observarme en el minuto de flaqueza
en que el sueño me vencía... Es extraño
que con el tiempo no volviesen las ratas
a atormentarme en las noches, que hoy evoque
esa imagen de miseria como si a otro
le hubiera acontecido. Yo mismo a veces
las llamo en medio de un instante de dicha:
a que me recuerden qué frágil resulta
la felicidad, qué cerca de los sueños
acechan siempre sus hocicos en punta
Ars legendi
Sobre la mesa de luz se me han ido juntando
los libros que leí desde un año a esta parte.
Ya está cerca la Navidad y puedo
borronear mis memorias. –Más que mis ojos, las páginas
delatan mis pasiones, mis proyectos inconclusos,
el pavor a la nada de mis
noches–.
Lectura, mi amor primero: si yo hubiese guardado
año tras año esos títulos, hoy podría escribir
mi exacta autobiografía –mucho más elocuente
que los premios y ediciones que anoto con pudor
en las solapas de mis propios
libros–.
Ahora que vuelvo a verlos, desde abajo hacia arriba,
pienso en Rilke una mañana de invierno en la estación,
la historia de la lengua en el
inicio
de otro ciclo lectivo, los poetas españoles
del próximo seminario:
todo lo que la muerte
como una fría empleada doméstica,
acomodará por fin un día en los estantes.
Bayas de humilde
color
Fue un mediodía de invierno en Provenza:
íbamos de Barcelona hacia Niza,
buscando un parador para almorzar.
Y de improviso –igual que si brotasen
de un recuerdo– surgieron en la rambla
que partía la ruta esos arbustos:
achaparrados, de bayas rojizas
y ramas espinosas, tan idénticos
a los que veíamos en los cercos
de nuestra infancia en el país del sur...
Nunca hubiera creído que esas plantas
con sus bolitas de lánguido rojo
pudiesen encerrar tanta nostalgia
de patria; que en tan poca cosa entrase
algo que duele y se ama en extremo
como es la tierra en que se nace y crece...
Bayas de humilde color en la tarde
de Provenza: vieja herida que late
sordamente en la sangre, hasta que un día
se revela transformada en palabras.
Marsella, 9 de mayo
de 1891
Aquélla –mi pierna derecha– cuántas
ciudades recorrió, cuántos países...
Juntos cruzamos los Vosgos a pie;
fuimos tras un circo ambulante desde Hamburgo
hasta Suecia; más tarde a las canteras
de Chipre y a los puertos del Mar Rojo.
Y nunca pensé en ella hasta esa noche
en que el tumor me dijo que no iba a seguirme
ya más, en que entendí que se me haría
desde entonces cada vez más extraña,
del tiempo del ajenjo y de las letras.
Como un paraguas que por torpeza se olvida
al terminar la lluvia, así la veo
ahora solitaria en esa mesa
del quirófano de la Concepción,
envuelta en unos trapos manchados de sangre,
pálida en la borrachera del éter
y empolvada de sol. Quizá una hermana
de hábito blanco más tarde vendrá
para llevarla al crematorio. Poco vale
aquí la pierna cancerosa de un francés
que vivía del comercio en el África.
Fuente: Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se
ama, Guillermo Pilía, Casa de Papel, Buenos Aires, 2011.
Guillermo Pilía nació en La Plata en 1958. Es egresado en Letras de
la Universidad Nacional de La Plata, entidad de la que fue profesor y en la que hoy dirige la Cátedra Libre de Cultura Andaluza. Sus trabajos literarios (poesía,
narrativa y ensayo) le reportaron premios nacionales y también en España,
Francia, EE.UU. y Ecuador. “La poesía de Guillermo Pilía –escribió Rafael
Felipe Oteriño– nace para suturar una herida: la del paso del tiempo. Pero,
asimismo y por oposición a esto último, para celebrar una labor: la escritura.
Tiene, pues, dos fuentes: la mirada de quien ve pasar seres y cosas, la propia
vida junto a ellas, y cuyo dominio es de tono elegíaco, y el alborozo por el
descubrimiento de que esos seres y cosas, el caudal entero de la memoria,
pueden ser rescatados a través del canto”. Obra poética publicada: Arsénico (Nuevas Voces, Buenos Aires,
1979), Enésimo Triunfo (Extramuros, San
Fernando, 1980), Río Nuestro
(Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, 1988), Río Nuestro / Cazadores Nocturnos (Fundación Museos Argentinos, La
Plata, 1990), Huesos de la Memoria
(Círculo de Poesía, La Plata,1996), Viento
de lobos (Sudestada, La Plata, 2000), Visitación
a las islas (Sudestada, La Plata, 2000), Caballo de Guernica (Al Margen, La Plata, 2001), Ópera flamenca (Hespérides, La Plata, 2003)
Herido por el agua (Vinciguerra, Buenos
Aires, 2005), La pierna de Rimbaud
(Cuadrícula, La Plata, 2011) y Ojalá el
tiempo tan sólo fuera lo que se ama (Casa de Papel, Buenos Aires, 2011).
Foto: Guillermo Pilía. Fuente: Gentileza
de Guillermo Pilía.
Guillermo Pilía, un grande de la poesía argentina a quien tengo el gusto de leer desde hace años y sobre el que he publicado un ensayo, "Guillermo Pilía en la poesía española", en un volumen en el que aparecen también Horacio Castillo, Rafael Oteriño y Horacio Preler, a los que ahora conozco no ya como ensayistas, sino como poetas. Llama la atención lo poco que conocemos aquí en España a los poetas argentinos actuales, que son de un alto nivel. Felicitaciones por publicar no sólo estos poemas de Guillermo Pilía, sino también por permitirme descubrir a otros grandes vates de Argentina. Un saludo afectuoso.
ResponderEliminarCarles Martín Gaite - Barcelona - España
cmartingaite@yahoo.es
Yo, cómo española, también acabo de descubrir a Guillermo Pilía, Carlos Martín Gaite y estoy emocionada con el encuentro. ¡Me gusta!!
ResponderEliminarLa poesía está en mi vida desde siempre, desde qué, a los pocos años, mi padres me recitaba a Quevedo, Góngora, Bécquer, Lorca y muchos más y cuando los descubrí en los libros, me sentí una personita importante.
La buena poesía es el camino hacia uno mismo, aunque la escriba otro, yo siempre me identifico en sus versos y vivo su contenido cómo propio, por ese motivo la canto.
Gracias amigo poeta!!