lunes, 14 de diciembre de 2015

Gustavo García Saraví


Memorandum

Ayer cumplí fielmente con mis obligaciones
sin olvidarme –creo– de ninguna.
Pagué las cuotas del televisor,
la heladera y el banco,
el amoroso banco donde opero, que tiene
música funcional e ikebanas. Le puse
aceite al auto,
le di propina al gran rufián que cuida
(y descuida) mi planta baja "A",
compré un billete
de lotería
(que no me engañará, seguramente), me hice
varios análisis clínicos (todos bien)
para llegar
a los 200 años, puse al día mis cartas
y comencé a pensar en la paella
del domingo.

Claro que me olvidé de ir a la misa
que le rezaban a mi madre
(sería conveniente que nadie se enterara)
al cumplirse el primer inolvidable,
inolvidable,
inolvidable,
inolvidable
aniversario de su muerte.


Domingo

Los padres separados
y las joviales divorciadas
pasean los domingos con sus hijos.
(Y algunas fiestas de guardar).
Van a Palermo, a parques
de diversiones poco divertidos,
a cines suburbanos donde exhiben películas
obscenas para niños o al Zoológico,
en el que mueren diariamente
las últimas jirafas y osos panda del mundo.
A veces llevan a sus cocker
(que podrían, llegado el caso, reemplazar
económicamente al muy dudoso
amor filial), novelas, máquinas fotográficas
y barriletes.
Sin embargo,
no parecen felices, como si el día fuera
más largo que los otros, o estuviesen nerviosos
esperando su whisky nocturno o los horribles
chiquillos engendrados
por un horrible cónyuge anterior
en un horrible matrimonio
de su actual mujercita o maridito.
También las criaturas apuran el regreso
para ver un programa especial de T.V.
y a una especie de hermano, hijo de la madrastra
y su penúltimo
esposo o un hermanastro que trajo la cigüeña,
hijo del padre
y una excelente amiga de mamá.
Todos se aburren a montones,
sufren porque la vida es cruel con ellos,
se arrepienten un poco
por lo que hicieron
y por lo que no hicieron,
meditan en los autos chocadores
y piensan que los lunes son profundos, iguales
a verdaderas madres
o abuelos comprensivos y pacíficos.


Recomendaciones para robar en los supermercados

Hay un segundo,
menos aún, una fracción de brisa,
una guiñada del Señor,
un átomo de vidrio, lo que duran
la sístole y la diástole de los bichos de luz,
en el que la mirada de los dueños
de los supermercados se detiene
como con garfios
en las computadoras, y los ojos
de sus fieles gerentes doblan hacia la izquierda,
y a los fornidos detectives
(disfrazados de bolsas de arroz o bordalesas)
les sale una lagaña salvadora.
Hasta los contadores,
subcontadores,                                             
vendedoras y suaves cajeros se distraen,
piensan en la piedad
o van al baño unos minutos,
una evidente imperfección
del organismo que la ciencia
remediará bien pronto.

Entonces hay que estar atentos,
cerca del pan,
el pan nuestro,
el pan oscuro de cada día
dádnoslo hoy, perdónanos
nuestras deudas, cerquita del maíz,
la botella de aceite o vino para alzarse
en el momento exacto con la cuota
de salud, de justicia, de pulmones
que os es debida
y que, por lo común, no consta en los balances.

Atentos, muy atentos os digo porque pueden
aparecer los perros policía,
los policías perro,
las sirenas y alarmas, las cámaras de gas,
los lanzallamas, los terribles misiles
que os dejarían
al descubierto como ladrones, ladronzuelos,
ladridos, latrocinios, ladronísimos,
un estigma inventado
por el obispo Lue y algunos comerciantes
en billeteras.
Os repito:
¡un pestañeo y zas!
sentiréis que el buen Dios ha dado un brinco
hasta vuestro bolsillo
y que es verdad la historia del camello,
la cerradura, el paraíso
y, sobre todo,
la manteca, los huevos, el dulce de membrillo
que deseabais desde la primera
comunión. (Ah! cuidado,
sin embargo, con ciertos orificios
de las paredes
por dónde espían los traidores
y con los pobres
que creen que la miseria es una gracia,
algo así como
la cruz de Hierro o la legión de Honor
vistas del otro lado.)

Cuando llegue el instante, pues,
desde la propaganda de la leche,
desde el último roce
que tendrá con vosotros la esperanza,
desde vuestro apetito de pedradas
y culetazos,
en que dudéis un solo miligramo,
sin llanto, sin vergüenza,
sin curas de la infancia, sin rubor,
sin temblor en los dedos, sin imágenes
de púlpitos o rosas,
sin miedo a los patrones o al infierno,
sin madres que interfieran en la gloria
en la que os iniciáis,
sin mandamientos de la Company
Company and Company,
introducíos
una lata en el saco,
un trozo de comida, una gaseosa,
un poco de maná que no figure como oferta.

Ese día, os reitero, os salvaréis
para siempre y ya para siempre
seréis honestos e inocentes.


La decadencia de las familias

Igual que una humedad, un gusano, una caries,
la decadencia empieza en una célula
íntima y misteriosa del cuerpo, un lugar no
determinado y azaroso: el bazo,
los molares, la tibia,
el legendario timo, las meninges.

Tampoco se conoce exactamente
el momento elegido
por la destrucción para iniciar la tarea,
poner en movimiento microscópicas picas,
tornos, excavadoras, aparatos feroces
para correr cimientos, dignidades, soberbias,
títulos de doctores.

Se sabe, sí,
que aparecen de pronto aunque insensiblemente
y enseguida comienzan
a echar abajo
las limpiezas y honores de la gente.
Es un trabajo lento e incesante
que a veces dura siglos y se hereda de padres
a hijos, sin remedio, igual que aquellas
enfermedades cuyo nombre
no debía decirse frente a las criaturas.

Los síntomas son claros:
una pobreza apenas perceptible
invade las persianas, las comidas,
los trajes de etiqueta, el orgulloso número
de cocineras y lebreles.
Durante un tiempo
nadie percibe
que falta un pobre o sobra algún remiendo
en el tapado de las niñas.
Sigue llegando
dinero desde el campo, desde
las vacas, desde los arrieros, desde
los radiantes trigales.

Después se rompen una
preciosa fuente
de porcelana, una consola,
unos botines de charol
que no se pueden reemplazar,
se descuelgan arañas o tapices
y los sillones
se vuelven amarillos o ruidosos.

Son circunstancias
inesperadas pero fáciles
de remediar, detalles, telas que hay que cambiar
por otras, la sequía,
los chacareros que no pagan,
un mal año que no durará toda
la vida, por supuesto, la Sociedad Rural
manejada por tontos y dipsómanos.

Pero los infartados, las paredes rajadas,
los almohadones continúan cada
día peor,
más cascarudos y gomosos
tal como lo anunciaron las divinas
adivinas: lechuzas en todas partes, cráteres,
Bastillas, pergaminos, vis a vis, incunables
pisoteados
y confundidos.
Ahora existe como un encono de criadas,
de futbolistas, de aparceros
que hasta ayer eran
una montura, un truco,
una larga mateada. Algo sucede,
es innegable, fechorías
del diablo, peronismos, maldiciones,
pereza de los nietos, los turcos, los judíos,
la mala calidad de las cosas de Harrods.

Hasta que ya
en el final, se precipitan
la caspa, los derrumbes,
las borracheras,
los apellidos
que nadie sabe
de donde mierda vienen, las nenitas roñosas.
Es imposible
volver atrás, a Sobremonte,
a las diez mil leguas de pampa,
a la Primera Junta, al coronel Zutano,
glorioso vencedor de los indios desnudos
y sin armas.
Se caen irremediablemente
los cielo-rasos
los guardapelos, los modales,
la honestidad, los libros en francés
y se comprende entonces, no sin cierta tristeza,
que también el país
se cae un poco, se oscurece
igual que cuando se descubre
con vergüenza que nuestros pobres padres
hacían el amor (probablemente mal)
y que nos engañaron y que tenían faltas
de ortografía y, sobre todo
que no eran hermosos o felices.


Primera carta

Como dos islas,
como dos animales de distinta especie,
como una margarita con un sable,
como un trozo de ónix con un álamo,
nunca podremos
reproducirnos,
tener un hijo, una semilla,
algo en común y perdurable, parecido
a lo de todo el mundo: fotografías,
un día semanal para ir al cine,
ciertas costumbres,
modos insustituibles
de hacer (y deshacer) el amor, un espejo.

Existen fuerzas,
circunstancias, océanos, imanes de crueldad
que nos separan
irremediablemente, anclas, cadenas,
emigraciones
de golondrinas
que nos hacen perversos, diferentes,
mutuos devoradores,
especialistas
en vidrios rotos y poemas,
malas palabras y sollozos.

Y sin embargo, cuánta penuria en comprender
que también somos
dos dársenas vacías, dos pedazos de luna,
dos péndulos rabiosos,
oh, mi amada, blancura inolvidable,
última pertenencia,
mi destructora,
mi adorable destruida, mis cenizas.


Decimoquinta carta

Cómo me gustaría echarte encima
–como un tapado de punzones
o una planta carnívora–
todas las culpas
del mundo, las sevicias, los tremendos
pecados, las maldades de la gente,
cargarte igual que a una pequeña
yegua, una llama, un coya silencioso.

Tú serías entonces la única
propietaria del miedo,
las eminentes e inminentes muertes,
la soledad, los duros atavismos
y hasta podrías
asumir tu exclusiva responsabilidad
por los niños espásticos, la extinción de las rosas,
las dos Guerras Mundiales, los gomeros
que no terminan
de florecer, la decisión
de los suicidas, las torcazas
y codornices
yacentes en el campo.
Pero, principalmente, pienso que gozaría
porque he dejado a cargo
de tus espaldas
los instrumentos
de los torturadores, y además
mi niñez, mis sesiones
de psicoanálisis,
mis alcancías rotas
y, sobre todo,
el amor que te tengo.


Última voluntad

...y pido únicamente
que cuando se abra
mi testamento
(hecho en papel de estraza, por supuesto)
y yo me escape de las cosas
y se quiten las tapas de las ollas
y afloren las verdades como
murciélagos tardíos,
mis hijos sepan que no he vivido sólo
para escribir poemas (de confites,
como sostienen
mis buenos enemigos) sino que he trabajado
con rabia a la mañana y a la noche
y al alba y al crepúsculo, a la siesta
y al mediodía, entre papeles
sellados y deudores, jueves y secretarios
y mentiras, coimeros y colegas con faltas
de ortografía
y enanos escondidos
en el sombrero, contratados
para soplarles latinazgos.

Ruego que entiendan que no es fácil
vivir de esta manera, y que a veces costaba
pagar el pan
y pagar un poema
con un domingo.

Y ya que estoy
redactando mis lúcidas últimas voluntades
dejo a Mercedes
mi biblioteca, a Amparo el júbilo que tuve,
a Eleonora mi total
asentimiento para
que junte aplazos
bellos como duraznos
y compañeras que se rían
de los señores profesores
y la Ley de Coulomb.
A Gusty mi estupenda colección
de ilusiones, y a Paula mi legado especial
para que compre
trescientas bicicletas.
Y a mi mujer, la parte que ella elija de mi alma.
Además, finalmente, y tal como se estila
ahora, dono
mi córnea izquierda para un ciego
y la derecha para el primer lince
que aparezca en mi tumba.

Fuente: Obras completas, Gustavo García Saraví (Edición de Sara M. Parkinson de Saz), Empeño 14, Madrid, 1981.

Gustavo García Saraví nació en La Plata el 29 de diciembre de 1920 y murió en Buenos Aires el 19 de mayo de 1994. Durante varios años vivió en Posadas, Provincia de Misiones, ciudad que lo declaró Huésped de Honor en 1992. Fue poeta, escritor y abogado. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poesía: Tres poemas para la libertad (1955), Monografía para mi muerte y otras soledades (1956), Los sonetos, (1958), Los viajes (1960), Sonetos de amor (1963), Con la patria adentro (1964), Del amor y los otros desconsuelos (Prólogo de Jorge Luis Borges, 1968), Libro de quejas (1972), Cuentas pendientes (1975), Cuadernos del Ecuador (1976), Segundas intenciones (1976), Salón para familias (1977), Última instancia (1979), Ensayo general (1980), Escalera de incendio (1981) y Puerta de embarque (1986). Como reconocimiento a su labor poética, la editorial madrileña Empeño 14 dio a conocer en 1981 sus Obras completas. Recibió, asimismo, numerosas e importantes distinciones, entre ellas: Primer Premio de Literatura de la Provincia de Buenos Aires (1952), Premio Internacional de Poesía del diario La Nación (1963), Premio Regional y Nacional de Poesía (1974 y 1977), Premio Internacional de Poesía Leopoldo Panero (1981), Premio José Luis Núñez (1981) y Diploma al Mérito de la Fundación Konex (1984). En 1990, la Municipalidad de La Plata lo designó ciudadano ilustre. De espíritu escéptico, García Saraví cultivó el soneto y el verso libre por igual. Su pluma abordó los temas más diversos, como el amor, la familia, la soledad, el tiempo, la vejez, la muerte, la patria, los héroes, la injusticia social, y lo hizo, unas veces, con dolorido acento y, otras, con ironía impiadosa. Perteneció a la generación neorromántica del 40.

Foto: Gustavo García Saraví. Fuente: Fundación Konex.

jueves, 10 de diciembre de 2015

Gustavo García Saraví


Con alguna frecuencia

Con alguna frecuencia me encamino
hacia mi corazón e intento darme
caza o, al menos, verme, confirmarme,
sentir que soy mi propio peregrino.

A veces doy conmigo, un desatino
absoluto, un bastón, un conformarme
sólo con adjetivos, un llorarme
con excesiva lástima, un camino

en caracol, desierto, inconducente.
Otras veces, no encuentro la manera
de encontrarme, mirarme, de repente,

en lo que creo ser, una persona
común, puro no ser, linfa, madera,
cal, duda, enfermedad que se amontona.


A Roberto Themis Speroni

Adiós poeta, sauce, compañero,
aviador de las sílabas, navío,
adiós laurel, faisán, amigo mío,
inventor de la seda, panadero.

Adiós balcón, atardecer, madero
y redención de la palabra, estío,
honor de la cordura, desvarío,
adiós huemul, ramaje, jazminero,

fundador de las letras, voladura
de la realidad y el mundo, buzo,
niña, rubí, relámpago, blandura

de la dureza. Adiós, única suerte
del hombre, adiós fragilidad, abuso,
poema, llanto, lujo de la muerte.


Habla el último indio

No sé por qué ni cómo sobrevivo
ni cuál es la razón que me sostiene,
ni de dónde proviene y me mantiene
la parte de tristeza que recibo.

Tengo la libertad y soy cautivo,
el corazón me tiene y no me tiene,
vengo desde los dioses y no viene
ningún dios a decirme que estoy vivo.

Apenas si perduro, si comprendo
el triste oficio de seguir latiendo
en mitad del silencio y el despojo.

Dadme al menos un agua y una arena,
una ilusión, una verdad, un ojo.
Quiero mirarme adentro de mi pena.


El soldado de la Independencia

Anduve, desde chico, dando vueltas
por los cuatro costados del coraje
y el miedo, levantando viaje a viaje
derrotas juntas y victorias sueltas.

Desde entonces anduve en las revueltas
de la patria empujada y el gauchaje,
y entre malones y malones, traje
hijos difuntos, lágrimas disueltas,

mi caballo partido en matadura
-un luto galopando- y esta dura
costumbre de aguantarme sin quejido.

Que nadie llegue hasta mi rancho abierto.
Vivo junto a los golpes y al olvido.
Además, hace leguas que estoy muerto.


Malambo

Como un potro de furias, como un viento
óseo y desesperado, como un duro
verano vertical, hosco, inmaduro,
golpea, golpetea el sufrimiento
de la llanura, el cruel advenimiento
del hombre mineral, polen oscuro,
héroe de los caballos y el futuro,
tristemente agobiado y somnoliento.

Pero él golpea el suelo, golpetea
la fría piel del mapa, y danza, crea
su propio sexo, su pasión, su savia,

viola su sombra, estupra su espejismo.
Su mujer, sus amores son él mismo.
Y baila, baila, baila con su rabia.


Van Gogh

Aunque estoy a menudo en la miseria...
                                            Van Gogh

Tal como corresponde a su locura,
trabaja y piensa. Piensa en algo grave,
sin duda, terrorífico: en un ave
que se engulle pintores, o en la impura

elementalidad de la pintura,
de una silla de paja, un blanco, un suave
autorretrato, un amarillo (sabe
Dios con cuál de ellos hizo su impostura

de limoneros, sol, ducados de oro,
insólitos maizales, un tesoro
enterrado en la luz, un cruel taladro

de bondad). Traza trazos, llora. Dice
incongruencias congruentes. Se desdice.
Impreca, sufre. Nunca vendió un cuadro.


Soneto para las iniciales grabadas en un árbol

¿Qué dedos, qué suspiros, qué mensaje,
qué silencio con lilas, qué limpieza,
qué rosado mal gusto, que simpleza
son esta savia dura, este tatuaje?

¿Qué buscados crepúsculo y follaje
con nubes o palabras, qué promesa
de corazón nacido en la corteza,
qué boca y juramento, qué homenaje

son estas cicatrices, esta muerte
de vanas consonantes, esta suerte
definitivamente abandonada?

Letras que el tiempo roe como a un hueso,
máscara vegetal, gastado beso,
endurecida fe, última amada.


Las putas

Como algas lentísimas y fieles,
como ríos de pan, como pedazos
de golondrinas, suben por los brazos
de la melancolía y los paneles,

trepan por el murmullo con sus mieles
feroces y sus pálidos ocasos,
con sus temblores y los cielo-rasos
de la cursilería y los hoteles,

ascienden por los besos, se abandonan
a las monedas del amor, perdonan
nuestra insaciable sed, nuestras impuras

maneras de quererlas, oh! lejanas
y próximas, oh! dulces hermosuras,
oh! silenciosas, húmedas campanas.

Fuente: Obras completas, Gustavo García Saraví (Edición de Sara M. Parkinson de Saz), Empeño 14, Madrid, 1981.

Gustavo García Saraví nació en La Plata el 29 de diciembre de 1920 y murió en Buenos Aires el 19 de mayo de 1994. Durante varios años vivió en Posadas, Provincia de Misiones, ciudad que lo declaró Huésped de Honor en 1992. Fue poeta, escritor y abogado. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poesía: Tres poemas para la libertad (1955), Monografía para mi muerte y otras soledades (1956), Los sonetos, (1958), Los viajes (1960), Sonetos de amor (1963), Con la patria adentro (1964), Del amor y los otros desconsuelos (Prólogo de Jorge Luis Borges, 1968), Libro de quejas (1972), Cuentas pendientes (1975), Cuadernos del Ecuador (1976), Segundas intenciones (1976), Salón para familias (1977), Última instancia (1979), Ensayo general (1980), Escalera de incendio (1981) y Puerta de embarque (1986). Como reconocimiento a su labor poética, la editorial madrileña Empeño 14 dio a conocer en 1981 sus Obras completas. Recibió, asimismo, numerosas e importantes distinciones, entre ellas: Primer Premio de Literatura de la Provincia de Buenos Aires (1952), Premio Internacional de Poesía del diario La Nación (1963), Premio Regional y Nacional de Poesía (1974 y 1977), Premio Internacional de Poesía Leopoldo Panero (1981), Premio José Luis Núñez (1981) y Diploma al Mérito de la Fundación Konex (1984). En 1990, la Municipalidad de La Plata lo designó ciudadano ilustre. De espíritu escéptico, García Saraví cultivó el soneto y el verso libre por igual. Su pluma abordó los temas más diversos, como el amor, la familia, la soledad, el tiempo, la vejez, la muerte, la patria, los héroes, la injusticia social, y lo hizo, unas veces, con dolorido acento y, otras, con ironía impiadosa. Perteneció a la generación neorromántica del 40.

Foto: Gustavo García Saraví. Fuente: Letras N° 8, revista de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires, 1997.