sábado, 5 de marzo de 2016

Diego Roel


San Menas de Alejandría
(11 de noviembre.  Padre del desierto. Anacoreta, mártir y taumaturgo)

Delante de un ícono de Santa María
mi madre rogó al cielo que le otorgara descendencia.

El ícono dijo: “Amén será su nombre”.

Desde ese día escucho el paso sigiloso de los ángeles,
la lenta caída en la temperatura de la muerte.
Desde entonces veo el giro de la luz,
la velocidad de Dios sobre los cuerpos.

Delante de un ícono de Santa María
mi madre rogó al cielo.

Amén es mi nombre.



Amma María
(Hermana de san Pacomio. Fundó los primeros cenobios femeninos)

Me sacude el viento del Señor.

Estoy parada en el lugar del exterminio:
mi almohada es la piedra del camino.

Yo soy la santa de ojos torvos y cabellos hirsutos.
Soy la que olvida las señales del regreso,
la que incuba en la mirada
los huevos dorados del crepúsculo.

Soy la que duerme sobre el filo de la espada.             



Santa Pelagia de Antioquía
(8 de octubre. Ermitaña. La apodaban la Venerable)

Un día me hablaron de un Dios que bajó del cielo.
Me dijeron que una palabra de Su boca
levantaba a los muertos del sepulcro,
que Su mano detenía y desataba la lluvia.

Me dijeron que Su sangre era más dulce que la miel.

No quiero probar la almendra negra de la muerte:
voy a repartir mis bienes y mis joyas,
voy a ocultar mi nombre en un nombre de varón.

Kirie eleison, Christe eleison, Kirie eleison.

Mis pies se hunden en el borde del desierto.



Amma Domnina
(5 de enero. Anacoreta en Siria)

Olvidada por los hombres,
lejos de las ciudades y del mar
repito día y noche:
Santo, Santo, Santo.

Mi cuerpo es una herida interminable.

Me rodearon las bestias del desierto:
¿quién salvará mi alma?

Me rodearon y asediaron las sombras:
¿quién romperá el lazo de la muerte?

Olvidada por los hombres,
lejos de las ciudades y del mar
riego con lágrimas el suelo,
espero la preciosa semilla.



San Simeón el Loco
(1 de julio. Patrono de los santos locos y de los titiriteros)

Yo dormí junto a los dendritas en el vientre de los árboles.
Me senté en la orilla del desierto y mastiqué el aire
con aquellos que buscaban la inmovilidad absoluta.                      
Yo caminé días y noches con los acemetas:
los ojos en blanco, la mirada perdida en la espalda de las cosas,             
la cabeza clavada en la pica del silencio.

Mis manos se extendían hasta el cuerno de la luna.

Ahora bailo desnudo en la plaza de Emesa,
abro los ojos de los ciegos,
bendigo a las prostitutas y a los locos.
Llevo en mi cuello la inmundicia de los hombres.



San Onofre
(12 de junio. Protector de los tejedores y de los viudos)

El Ocultísimo puso Sus palabras en mi boca,
apoyó Su lengua sobre mi lengua.

Como un potente nadador
atravieso el mar en un segundo.

En mi mirada cabe el latido del incendio,
la entera manada de la luz:
veo la curva donde se quiebran las vasijas,
el punto donde la vida inicia su larga fuga invisible.

El que ata y desata las sandalias de la noche,
el que arranca el asta de los unicornios,
apoyó Su lengua sobre mi lengua.


San Simeón estilita el Joven
(24 de mayo. Hijo de santa Marta. Discípulo de san Juan estilita)

El paisaje aquí
es como una herida en la frente.

Pasan los hombres.
Pasan los hombres que entierran a los hombres.

El viento trae
un palmo de sol hasta mi cara.

Hace años que observo
lo que muestran y ocultan estas piedras:
la abierta herida de la luz,
el balbuceo secreto de las cosas.

Abba, ¿quiénes abren las puertas?



Amma Eufrasia de Constantinopla
(Anacoreta. Taumaturga. Hija del gobernador de Licia)

Para soportar la lluvia y el viento                                     
cubro mi cuerpo con telas de cáñamo,
duermo sobre la herida de la tierra.                   

Sí, en esta cueva escapo de las trampas del mundo:
no estoy sujeta a ley alguna.

Juego con serpientes y con lobos.

En esta gruta espero la llegada del mar,
la ola de fuego de la muerte,                              
una mañana poblada de niños y caballos.



Santa Alfreda de Crowland
(2 de agosto. Hija del rey Offa de Mercia. Virgen y eremita)

En este valle en sombras
usamos un disfraz de piel de rata,
una máscara de mono.

Lo sé:
del otro lado del reino de la muerte
un hombre ve maderos en cruz
desperdigados por el campo.

This is the dead land.

Aquí las piedras levantan su edificio de cenizas.
Aquí los labios besan el polvo y se marchitan.
Aquí se alzan las voces del desierto.

Cuando la tarde declina
damos vueltas alrededor de una cisterna seca,
damos vueltas e imploramos.

Porque Tuyo es el Reino, Señor.
Tuyo es el Reino.

Tuyo es.

Fuente: Kyrios, libro de próxima aparición. Gentileza de Diego Roel.

Diego Roel nació en Temperley, Provincia de Buenos Aires, en 1980. Desde hace varios años vive en La Plata. Publicó siete libros de poesía: Padre Tótem / Oscuros umbrales de revelación (Libros de Tierra Firme, 2004, reeditado por Ediciones El Mono Armado en 2013), Diario del insomnio (Libros de Tierra Firme, 2005, reeditado por detodoslosmares en 2013), Cuaderno del desierto (Libros de Tierra Firme, 2007), Las variaciones del mundo (Ediciones El Mono Armado, 2010, reeditado por detodoslosmares en 2014), Los Jardines del Aire (Ediciones El Mono Armado, 2012), Dice Jonás (Ediciones El Mono Armado, 2015) y Vía Lucis (Ediciones del Dock, 2015). Próximamente, detodoslosmares publicará Kyrios, su nuevo poemario. Con referencia a este último, señala Gerardo Burton en el prólogo:

En Kyrios (Roel) narra, mejor dicho, dramatiza, se pone en la piel de los estilitas (Simón el Viejo y Simón el Joven; Juan; Lázaro; Daniel), habla desde la kénosis de amma Sara (“en este recodo del camino/escucho la música/la plegaria que duerme en las piedras”); desde el mensaje escatológico de Juan (“no atesoren los huesos de los mártires/escondan bajo tierra sus ataúdes./Aprendan a morir en silencio”); desde la existencia sentida como efímera de santa Emelia (“Tus manos tocan/la piedra, el agua, el fuego.//El peso de Tu cuerpo me sostiene”).
La ficción poética afirma esta situación de rechazo de los padres del desierto a eso que el cristianismo primitivo denominaba genéricamente “el mundo”, que se prolongó en los siglos IV y V. El mundo como concepto negativo y antivital asociado al cuerpo, a la carne, a lo oscuro, en fin, al abismo en que el creyente puede naufragar si su fe no lo sostiene.
Roel pone en escena las voces de estas mujeres y estos hombres que con gran belleza rozaban lo poético y las recrea. Los datos biográficos son exiguos y apenas permiten imaginar la escena: las fechas, los parentescos, las menciones geográficas, y las palabras que reproducen el incendio interior, el alma ardiendo y luchando, siempre hacia el límite, como asomándose al otro lado de los bordes de la realidad, permiten hacer una analogía. La negación del mundo de esos santos y santas puede asimilarse en nuestros días a la negación del capitalismo y de la sociedad de consumo que destruyen el mundo que habitamos. En estos poemas hay un eco político, una pequeña asimilación al cansancio respecto de las cosas e instituciones que las sociedades crean y que suponen una amenaza para la verdadera vida.
En Kyrios la religión de los padres y las madres le permite atisbar el alimento invisible que se encuentra en el desierto. No es casual que este libro comience con una cita de Rimbaud, un poeta que luego de componer los poemas más abrasadores hacia finales del siglo XIX, se despojó de su arte, proclamó que era necesario cambiar la vida y se zambulló en el desierto abisinio al final de un itinerario que enlazó Chipre, Indonesia y Yemen.
La poesía así surgida “de la confusión, la soledad y el derrumbe, nos habla de algo que no es ya confusión, soledad ni derrumbe. Porque nos habla y hace que le hablemos. Y hablar es superar todo eso, de alguna manera” (otra vez cito a Aguirre).
Todo concuerda: Roel, sus voces, Rimbaud. El desierto está más cerca de lo que se piensa. Acaso estos poemas, estas voces, sean hijas de la prédica con que Isaías anunció al Salvador. Acaso sean una tentativa donde la verdad y el error se hermanan. Y entonces, valgan sólo como tentativa. Es decir, como camino, como construcción, como indagación.
Así ya no será un saber religioso ni filosófico, sino poético, un saber que tendrá la austeridad de la poesía acunada en la intemperie. Quizás ahora habrán adquirido estos poemas su altura máxima, su profundidad más honda, su extensión más amplia, con una claridad que ilumina el pasado al que se refieren, el presente de la escritura y el ignorado porvenir.

Foto: Diego Roel. Fuente: gentileza de Diego Roel.