La caverna
Tiene la sustancia del mundo: la oscuridad.
Una boca por entero abierta,
silencios de gigante que no se entienden.
El viento ha arrojado allí unas pocas palabras y las repite,
pero no son más que palabras, pues no regresan.
Yo permanezco a su lado: del lado del fuego.
Custodio la entrada y me observo
recortado en la sombra (no soy más que sombra).
Tengo la sustancia de los hombres:
curiosidad y entrega, orgullo y obstinación.
Una alquimia
Si mis vecinos orientales
me hubieran visto recoger la
bosta
y esparcirla sobre el cantero,
hubieran dicho que he desertado
de la poesía.
Ellos no saben
que la poesía es una alquimia de
energía y forma,
y que ambas descienden a la vez.
Sólo que a la forma la podemos
aprender
leyendo a Catulo o a Banchs
o al valéryano Mastronardi,
mientras que a la energía hay
que recogerla,
y si es de la calle y está aún
tibia, mejor.
(Es, dirían los ilustrados,
un choque de civilizaciones, un
diálogo
entre culturas: Virgilio
de regreso en Brindisi, con el
plan de la Eneida
en la cabeza; el general romano,
abandonado por su tropa
a orillas del Limia, llamando a
cada soldado
por su nombre).
No queda, pues, otro remedio que
aprender
las viejas reglas
y salir, de tarde en tarde, a la
calle,
apenas suena
el paso vigoroso del caballo.
Esa vez, Platón
Esa vez, Platón se equivocó: los
poetas
no devuelven imágenes repetidas,
no conspiran contra la fidelidad
de los espejos.
Hacen que el árbol de la razón
parezca enano. Que los espejos
devuelvan
nuestro verdadero rostro
deformado.
Tal cual es: con ojos hundidos
y una luz brevísima que irrumpe
y desaparece.
Los poetas rescatan la moneda
que se perdió en el fondo del
lago,
la gota que sin cesar perfora la
piedra,
y eso también concierne a la
República.
En memoria de Raúl Gustavo Aguirre
Sus últimos poemas iban directos
al blanco,
palabras urgentes, como
centellas,
de quien ha visto todo y no
oculta nada.
Los leímos sin saber que se
despedía
del día y del verano, del
optimismo de Bach
y de la primavera orgullosa de
Mozart,
a quienes amaba sin explicar,
porque sabía que las invenciones
de Dios
no se explican. Hay uno, Cierras la puerta,
en el que los límites de la casa
son los límites del mundo, y en
ella caben
el miedo y el error, la cumbre y
el suelo
movedizo donde todo confluye.
En otro, Preguntas, se retrata a sí mismo
desesperado, tartamudo,
aterrado;
confiesa haber perdido las señas
y murmura
que no tiene camino ni memoria.
Y hay otro: final, escrito desde
muy lejos,
en el que nos habla de una
claridad
que se confunde con la claridad.
Pese a ser hija del lenguaje, la
poesía
vela para que el lenguaje no
pese.
Me despedí de él en una estación
de trenes;
memorizo sus palabras, pero debo
luchar
contra el tiempo, que me las
arrebata,
las usa y las devuelve sin cesar
a la vida.
La estrella fugaz se titula ese poema.
Aquello
Me detuvo la rueda del afilador
de cuchillos.
Veía marchar las nubes pero no
tenía miedo;
después de la lluvia venía la
claridad
y las hojas agradecían como
damas antiguas.
Los viajeros partían y
regresaban
y los mayores los recibían
con
movimientos de cabeza.
Uno arrojaba una piedra,
y el lago la
devolvía tres veces.
Los incendios fecundaban la
tierra,
dejando una película blanca
sobre la
superficie de las cosas.
No era necesario aproximarse
para estar
más cerca;
un cambio de viento acentuaba
las vocales,
devolvía frescura a las flores.
Yo preparaba mi bicicleta
y daba la
vuelta al mundo,
nunca más lejos que del
vertedero de la esquina.
Ahora los veranos navegan por
las arterias,
las copas del cristalero se
mueven como en un vals,
el lago revela los secretos que
guardó tanto tiempo.
Aquello era la infancia,
una enfermedad de la que nadie
se ha podido curar.
En ella los hermanos estaban
escondidos
en sus
cuartos,
los padres construían paredes
sólidas
en el aire de
una conversación.
Fuente: Todas las mañanas, Rafael
Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó once libros de
poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El
orden de las olas (2000), Cármenes (2003),
Ágora (2005) y Todas las mañanas (2010). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de
las Artes, 1997) y En la mesa desnuda
(Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo
Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto
Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las
Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la
Nación (período 19851988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio
Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996) y Premio
Esteban Echeverría (2007). Es miembro de la Academia Argentina de Letras. Reside
en Mar del Plata, donde fue Magistrado y donde ejerce actualmente la docencia
en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.
Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: Lengua madre, Rafael
Felipe Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.
No hay comentarios:
Publicar un comentario