¿Ni Bonifacio ni Benjamín?
Cada vez que se habla de Pedro B. Palacios, en
alusión a Almafuerte, suele asociarse la recurrente “B” nominal con el nombre
de pila “Bonifacio”. Sin embargo, nadie sabe cómo llegó a instalarse este
nombre, pues no figura en ningún documento. Quizás, el propio poeta,
habituado a firmar con seudónimo sus artículos y poemas, lo utilizó en alguna
ocasión, pasando, luego, al acervo colectivo.
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Pedro B. Palacios (Almafuerte) |
Lo cierto es que, al nacer, Almafuerte (San Justo, 13 de
mayo de 1854 - La Plata, 28 de febrero de 1917) habría sido anotado en la
antigua parroquia de Morón (cabe recordar que, entonces, no existían los
registros civiles) simplemente como Pedro Palacios. Así se desprende de una
investigación que Atilio Milanta realizó al respecto y cuyos detalles
precisó en el libro “¿Quién es Almafuerte?”, publicado en 2005.
Para corroborar lo antedicho, otro
investigador de temas platenses, Roberto G. Abrodos, dio a conocer, más
recientemente, el acta de bautismo del poeta, donde consta que un niño llamado
Pedro Palacios, nacido el 13 de mayo de 1854 e hijo de Vicente Palacios y
Jacinta Rodríguez, recibió en presencia de su padrino, Eduardo Rodríguez, los
óleos bautismales. El acta, asentada en el folio 122 del libro de bautismo de
la parroquia de Morón, está fechada el 27 de agosto de 1854 y lleva la firma
del cura vicario Pablo Darbón.
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Última casa de Almafuerte. Av. 66 N° 530, La Plata |
No hay razón, por lo tanto, para pensar que la
“B” inicial del supuesto segundo nombre de Almafuerte guarda correspondencia
con “Bonifacio”. Mucho más atinado sería, en tren de hacer conjeturas,
referirla al casi desconocido “Benjamín”, que es el nombre presente en dos
instrumentos públicos: el acta de defunción de una sobrina de Almafuerte, que
éste firmó como testigo, y el acta de defunción del propio poeta.
Otro dato, revelado por Abrodos, que da
crédito a “Benjamín” es el asiento de compraventa de la última casa que
Almafuerte habitó en La Plata: según consta en el Registro de la Propiedad de
la Provincia de Buenos Aires, dicha casa, ubicada en avenida 66 N° 530 –hoy
biblioteca y museo almafuerteano–, fue adquirida por don Pedro Benjamín
Palacios y Rodríguez, el 8 de mayo de 1911, en la suma de seis mil pesos moneda
nacional y al contado, a quien era, en ese momento, su propietario, don Eugenio
de Milani, que la había construido en 1886.
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Tumba de Almafuerte en el Cementerio de La Plata |
Sin embargo, ni esta constancia pública ni las
dos partidas de defunción citadas anteriormente constituyen, desde el punto de
vista legal, elementos de prueba suficientes. Así lo advierte Milanta al
sostener, en su carácter de abogado, que, mientras el acta de bautismo no sea
redargüida de falsa, las especulaciones sobre los nombres “Bonifacio” y
“Benjamín” carecen de consistencia, por lo que sólo cabe aludir a Almafuerte
como Pedro Palacios.
Para la tradición literaria, en cambio, que
nada tiene que ver con el orden jurídico, el poeta seguirá siendo, muy
presumiblemente, Pedro B. Palacios. Sí, con esa “B” de “Bonifacio” en el medio
con que ya ha sido ungido por críticos y lectores.
César
Cantoni
La Plata, mayo de 2019
Carlos Augusto Fajardo: reminiscencias
del primer poeta afincado en La Plata
Como se sabe, la ciudad de La Plata nació para
ser capital de la Provincia de Buenos Aires y fue fundada por Dardo Rocha el 19
de noviembre de 1882. Pensada y planificada mucho antes de comenzar a
construírsela, su emplazamiento en una zona rural semidesértica determinó que
sus primeros funcionarios y actores culturales procedieran de lugares foráneos.
Así, entre los poetas que más tempranamente arribaron a ella cabe citar a
Matías Behety, un ciudadano uruguayo que se ganó la vida ejerciendo el
periodismo. Este hombre, nacido en Montevideo en 1849 y afincado en Buenos
Aires desde su adolescencia, es considerado el primer poeta platense. Sin
embargo, su estancia en la nueva metrópolis fue tan efímera –llegó en 1885 y
murió ese mismo año– que no amerita la condición que se le atribuye. Con más
propiedad, correspondería afirmar que fue “el primer poeta muerto en La Plata”,
tal como lo hace Guillermo Pilía en “Historia de la literatura de La Plata”,
obra que contó con la colaboración de María Elena Aramburú. Behety, por otra
parte, no llegó a publicar ningún libro. Su carácter bohemio y su afición al alcohol le
impidieron compilar orgánicamente sus poemas, la mayoría de los cuales fueron
escritos en papeles sueltos cuya suerte se ignora.
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Carlos Augusto Fajardo
(San Carlos, 1830 - La
Plata, 1920)
Más allá de lo precedente, lo cierto es que La
Plata ya hospedaba, desde sus tiempos embrionarios, a un poeta: Carlos Augusto
Fajardo. Curiosamente, éste también era uruguayo como Behety y había fijado su
residencia en la región dos meses y medio antes de que Dardo Rocha pusiera la
piedra fundamental. Protagonista de una existencia dilatada –alcanzó la edad de
90 años–, Fajardo demostró poseer un espíritu inquieto y multifacético, que lo
llevó a asumir diferentes roles con la misma pasión. Como poeta, reunió sus
poemas en un volumen titulado “Reminiscencias”, que publicó a manera de
florilegio personal. Este libro, sin embargo, no parece haber tenido mucha
repercusión a la hora de salir de imprenta y pasó desapercibido en los años
posteriores. Su autor, incluso, sigue siendo en la actualidad una figura
desconocida dentro del ámbito literario platense.
Poeta,
periodista, notario, político y soldado
Según los pocos datos que pueden recolectarse,
Carlos Augusto Fajardo nació en San Carlos (Maldonado, Uruguay) el 10 de agosto
de 1830 y murió en La Plata el 20 de agosto de 1920. Fue el sexto de los doce
hijos (cinco fallecidos en la infancia) que tuvo el matrimonio compuesto por
Juan Plácido Fajardo Amat y Cristina Vicenta Núñez, ambos de origen uruguayo.
En su país manejó una imprenta y fue legislador hasta que, cumplidos los 27
años, se vio obligado a emigrar a Buenos Aires por razones políticas. El mismo
camino siguió su hermano Heraclio Claudio Fajardo (1833-1868), poeta y
dramaturgo, autor del libro de poemas “Arenas del Uruguay” y de piezas
teatrales como “Cruz de azabache”, “La indígena” y “Camila O' Gorman”.
Por aquellos años, más precisamente a fines de
la década de 1850 y comienzos de la siguiente, nuestro país estaba embarcado en
una guerra fratricida entre la llamada Confederación Argentina, que respondía
al general Justo José de Urquiza, y la Provincia de Buenos Aires, que, tras
declararse en rebeldía, había confiado su ejército al mando del coronel
Bartolomé Mitre. Una vez en Buenos Aires, Carlos Augusto Fajardo se alistó en
el ejército mitrista y llegó a combatir contra las tropas confederadas en las
batallas de Cepeda y Pavón, cuya consecuencia final fue la unificación de todas
las provincias. En “Reminiscencias”, el poeta hace alusión a esas batallas en
dos ocasiones e, incluso, traza un retrato de Mitre en un poema fechado en La
Plata el 30 de mayo de 1884.
Luego de los hechos narrados, Fajardo abandonó
las armas y se casó con Ricarda Ortega en 1862. De la unión con esta mujer, de
nacionalidad argentina, nacieron seis hijos, que le inspiraron sencillos y
emotivos versos. Entonces, el sitio elegido para su hogar fue la ciudad
bonaerense de Chivilcoy, donde instaló una imprenta y fundó con don Miguel
Calderón el periódico “La Campaña”, órgano primigenio de la prensa local, cuyo
primer número vio la luz el 18 de marzo de 1875. Debido a problemas económicos,
el periódico dejó de aparecer en octubre de 1876. En Chivilcoy, asimismo,
Fajardo se desempeñó como escribano –fue el primero en su profesión en esa
ciudad–, intervino en la función pública y enriqueció con su aporte la vida
cultural chivilcoyana.
Anfiteatro Martín Fierro en el Paseo del
Bosque. En esta zona estuvo ubicada la vivienda que Carlos Augusto Fajardo ocupó
dos meses y medio antes de la fundación de La Plata
A poco de repasar su trayectoria, se ve también
que entabló relaciones con personalidades destacadas de la política argentina;
entre ellas, Dardo Rocha, Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, que lo
designó, el 18 de agosto de 1882, Juez de Paz de la que sería, pocos meses
después, la nueva capital bonaerense. En cumplimiento de ese mandato, el 30 de
agosto del mismo año, Fajardo dejó Chivilcoy y se mudó con su familia a una vivienda
ubicada en la zona del actual Anfiteatro Martín Fierro, en el corazón del
Bosque de La Plata. Comenzó, así, su experiencia platense, que se prolongó sin
interrupciones a lo largo de 38 años, durante los cuales vio crecer a sus hijos
y sus nietos y asistió al impetuoso desarrollo urbano.
Según apunta José María Rey en su libro “Tiempo
y fama de La Plata”, Fajardo fue un Juez de Paz bastante especial, ya que su
potestad se extendía a tareas policiales y municipales. Se sabe, además,
gracias a testimonios orales y una carta que envió a Francisco Uriburu el 5 de
marzo de 1897, que vivió, en cierto momento, en calle 9 N° 1157, esquina 56.
Una
bisnieta platense
Al parecer, “Reminiscencias” es el único libro
–ausente en librerías, bibliotecas y vidrieras virtuales– dado a la imprenta
por Fajardo. Afortunadamente, un ejemplar del mismo se halla en poder de una
bisnieta del autor, Miruh Almeida, que lo atesora con entrañable celo. Miruh,
que es poeta y artista plástica, nació en La Plata el 5 de mayo de 1924 y
reside en City Bell. Hoy, con sus lúcidos 90 años, tiene tres libros
publicados: “Los duendes están solos” (relatos y poemas, 1993), “Una verde
mentira” (poemas, 2001) y “Caballos blancos” (poemas, 2008). Aunque breve, su
obra recibió comentarios elogiosos de Rafael Felipe Oteriño, Norberto Silvetti
Paz, Alfredo Veiravé, Dolores Etchecopar, Osvaldo Ballina y Hugo Mujica.
Miruh
Almeida entre libros y retratos de sus antepasados
Para más precisión, Mirhu desciende de Carlos
Augusto Fajardo por vía paterna: es hija de Eleasar Almeida y nieta de Ricarda
Fajardo de Almeida. En 1954 contrajo matrimonio con Rodolfo Luna, con el que
tuvo cinco hijos: tres mujeres y dos varones. Una de sus hijas, Felicitas,
estuvo casada con el poeta Guillermo Lombardía, fallecido en 2007. Miruh tiene,
además, diecisiete nietos y numerosos bisnietos, y es tía de otro poeta,
también fallecido: Gustavo Javier Almeida (1953-2013).
Miruh
Almeida en la galería de su casa de City Bell
Al igual que las casas vecinas, la suya está
rodeada de altos y frondosos árboles. En su interior, dispuestos en pequeñas
constelaciones sobre las paredes, hay cuadros de formas heterogéneas –entre
ellos, ovales y redondos–, que enmarcan retratos de antepasados y crean una
atmósfera evocadora. Un retrato, en particular, permite leer en letra cursiva
bajo el vidrio: Heraclio C. Fajardo. Por supuesto, no falta en la casa una gran
biblioteca, en cuyos anaqueles conviven amistosamente libros, revistas,
carpetas, objetos diversos y una fotografía en blanco y negro desde la que
sonríen, pegados a Miruh, los poetas platenses Gustavo García Saraví, Estela
Calvo y Ana Emilia Lahitte.
Estilo
romántico
Volviendo a “Reminiscencias”, cabe agregar que
el libro tiene noventa páginas y fue editado por Jacobo Peuser en 1893. Su
formato es de 11,5cm x 18cm. Aunque parezca extraño, en la tapa no aparecen los
nombres ni el apellido del autor sino tan sólo sus iniciales. En la parte
inferior, en cambio, figuran las direcciones comerciales de la casa editora en
Buenos Aires (San Martín, esquina Cangallo) y en La Plata (Independencia
–primera nomenclatura que tuvo la avenida 7–, esquina 53). Si bien el libro
carece de pie de imprenta, es muy probable que haya sido impreso en un
establecimiento platense.
En lo esencial, “Reminiscencias” incluye
veintisiete poemas numerados con dígitos romanos que anteceden al título. El
poema más antiguo está fechado en San Carlos en 1850 y, el más reciente –no
consta el sitio–, en diciembre de 1891. Sólo hay uno fechado en La Plata: el
referido, como fue dicho anteriormente, a Mitre. Otros lugares de creación
consignados son Montevideo, Buenos Aires, Cepeda, Chascomús, 25 de Mayo y
Chivilcoy.
Por lo demás, todo el libro revela un fuerte
tinte romántico, que pone de manifiesto el espíritu apasionado del autor.
Sujetos a la normativa y los moldes tradicionales, los temas abarcados son muy
diversos, pero predominan los que tienen que ver con los afectos familiares,
las mujeres amadas –casi siempre idealizadas– y las causas patrióticas.
Tapa de
“Reminiscencias”,
de Carlos Augusto Fajardo
(Casa Editora de Jacobo
Peuser, 1893)
A su hija Laura, por ejemplo, Fajardo le
consagra estos versos: “¡Oh Laura
idolatrada! ¡Oh hija mía!/ ¡Que de Dios la magnética mirada/ se pose sobre ti,
y tu existencia/ Bañe de luz, de amor y de esperanza!”.
También su esposa es motivo de inspiración y
ofrenda: “Cinco años hace que a tu amor
yo debo/ La paz y la ventura que he soñado;/ ¡Y hasta hoy mi labio no te ha
dicho todo/ Cuanto yo te amo!”. Del
mismo tenor son las líneas que siguen: “Errante,
sin hogar, soldado obscuro,/ Tú no sabes quién soy... ¿Sé yo quién eres?/¡Qué
importa! ¡El cáliz del dolor que apuro/ Has podido trocármelo en placeres/ Con
el aliento de tus labios puro”.
Muy sugestivas resultan, igualmente, las
imágenes e impresiones relacionadas con la guerra. En un breve poema, escrito
el 23 de octubre de 1859, día de la Batalla de Cepeda, mientras esperaba entrar
en combate, Fajardo desliza con ánimo templado: “De enemigas legiones ya refleja/ El brillo de las armas. Lenta, tarda,/
La muerte se aproxima. Ni una queja/ Pronuncia mi alma, que serena aguarda./
¡Adiós! Y si es por siempre, ¡adiós, Ricarda!”.
“Campamento en el Rosario” es otro
poema con aristas castrenses. Compuesto a pocas semanas de producida la Batalla
de Pavón, el 17 de septiembre de 1861, deja traslucir en su primera estrofa la
lóbrega quietud de un intermedio bélico: “¡Todo
es tristeza...! En el campo/ Se oye el toque de silencio;/ Por intervalos la
lluvia/ Bate la tienda de lienzo,/ Que en ráfagas desiguales/ Sacude lúgubre el
viento;/ Y en tinieblas, como mi alma,/ Ni una estrella tiene el cielo.../ Sólo
allá en el horizonte,/ Como una curva de fuego,/ la luna rompe las sombras/
Para mostrarse un momento...”
Los cuatro poemas finales de “Reminiscencias”
conforman el “Apéndice” del libro y exponen el disgusto y la ira del autor
frente a la corrupción, el despotismo y la miseria de una época no precisada de
la patria. Son proclamas admonitorias que tienen a los héroes de antaño como
paradigma: “¡Oh manes de Moreno y de
Belgrano,/ De Pueyrredón y San Martín! ¡Oh manes/ De egregios ciudadanos, que
nos dieron/ Progreso y libertad y patria grande!/ ¡Interrumpid el sueño de la
muerte/ Y erguíos de la tumba en los umbrales!/ ¡Surgid, almas gloriosas, del
sepulcro/ A maldecir esta parodia infame!”
Cuadernos
y cartas
No es arriesgado suponer que, luego de publicar
“Reminiscencias”, Fajardo siguió escribiendo poesía; hay indicios de que fue
así. En un artículo periodístico, César Corte Carrillo asegura haber tenido en
sus manos varios cuadernos suyos conteniendo “poemas veinteañeros de su tierra
natal y de otras épocas y lugares de su larga vida”, caracterizados por “la
diversidad de temas y formas que no excluyen la sátira partidista y el tono
gauchesco”.
Carta de
Carlos Augusto Fajardo a Dardo Rocha fechada en La Plata el 25 de febrero de
1896.
Miruh Almeida, por su parte, posee copia de un
puñado de cartas que Fajardo escribió entre 1880 y 1897. Algunas de esas cartas
–la mayoría fechada en La Plata– están dirigidas a conocidas figuras de la
historia argentina, como Julio Argentino Roca, Dardo Rocha, Carlos Pellegrini y
Leandro N. Alem. De la carta enviada a este último, se desprende que adhirió
con fervor al radicalismo. Lo confirma el texto de una conferencia titulada
“Honradez política”, que pronunció el 7 de febrero de 1896 en un comité de la
Unión Cívica Radical en La Plata, en uno de cuyos párrafos señala: “El partido
Radical, hoy como antes y siempre, desde su glorioso advenimiento, irá a los
comicios exento de la impureza del fraude, y vencerá en ellos por la
virtualidad de la razón pública y el patriotismo argentino”.
Como se ve, Fajardo fue un hombre de ideas
comprometidas y preocupado por el destino de la patria que le dio cobijo. En
todos los lugares en que vivió, se involucró en los procesos políticos, sociales
y culturares de manera activa, dejando algún rastro personal. Mientras tanto,
no descuidó su pasión por la poesía.
Hoy suele reconocérselo como el primer
escribano y el primer funcionario radicado en La Plata. Cabría añadir que fue
también el primer poeta que tuvo esta ciudad.
César Cantoni
La Plata, 3 de mayo de 2015
Latencia: poesía y dictadura
En la Argentina, los años 70 fueron utópicos y trágicos al mismo tiempo.
La aspiración de construir un mundo mejor, que llevó a algunos grupos a abrazar
la lucha armada, desembocó, tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976, en
un mundo bastante peor, signado por el terrorismo de Estado. Muchos de los que
apostaron a los ideales revolucionarios pagaron su elección con el silencio, el
ostracismo, la cárcel, la tortura o la muerte. En este aspecto, los argentinos
tenemos el triste mérito de haber universalizado una nueva categoría de
ciudadanos: los desaparecidos. La Plata, cuyo carácter universitario contribuyó
a nutrir ideológicamente a los cuadros militantes, sufrió con singular
ensañamiento la represión castrense.
A principios de la década en cuestión, y pasando al ámbito estrictamente
literario, la narrativa seguía disfrutando el llamado “boom latinoamericano”(1),
mientras que la figura gigantesca de Pablo Neruda dominaba, por su parte, la
escena poética. Neruda era un poeta emblemático en todo sentido: por su vida y
por su obra. Su poesía, difundida y reconocida universalmente con el Premio
Nobel en 1971, tenía múltiples atractivos para los jóvenes que empezábamos a
deletrear sueños y versos; entre ellos, la sintonía amorosa y el registro
social. Más allá de la existencia de otros creadores igualmente valiosos,
Neruda era, por entonces, el poeta de mayor influencia de la lengua española.
En medio del fervor revolucionario y el avasallante despliegue de la
creación nerudiana, La Plata aparecía dentro del contexto poético nacional sin
perder su tradicional fisonomía, pero mostrando algunas expresiones renovadoras.
Junto al tono elegíaco de su poesía, acuñado por la generación del 17(2)
y refrendado por la generación neorromántica del 40(3), se alistaban
ahora las voces personales de Horacio Preler y Horacio Castillo, mientras que
la camada de poetas sesentistas ya dejaba avizorar los nombres de Osvaldo
Ballina, Rafael Felipe Oteriño y Néstor Mux. En aquel momento, Roberto Themis
Speroni, que había muerto en su madurez creadora en la primavera de 1967, era
una figura ampliamente reconocida; sobre todo, después de la aparición de “Roberto
Themis Speroni”, una antología de su poesía édita e inédita, compilada por Ana
Emilia Lahitte y editada en dos tomos (1973 el primero y 1975 el segundo) con
el patrocinio del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires(4).
Cabe agregar que La Plata no tenía, en la primera mitad de los años 70,
una bohemia literaria que hiciera demasiado ruido. Tampoco había grupos predominantes
ni revistas de poesía que definieran una línea o marcaran un rumbo. Si bien la
producción poética era cuantiosa y de alta calidad, los poetas se movían
independientemente y a regular distancia de las modas y los experimentos
vanguardistas, como ha sido habitual en la ciudad, salvo contadas excepciones. Por
lo demás, la actividad institucional pasaba por la filial local de la Sociedad
Argentina de Escritores (SADE) y la Sociedad de Escritores de la Provincia de
Buenos Aires (SEP), que anualmente premiaban con sus “fajas de honor” la
producción édita e inédita de los autores de la región.
Tal era el cuadro de situación cuando, a mediados de 1974, se da a
conocer el grupo Espantapájaros, cuyo nombre rinde tributo a Oliverio Girondo,
autor del poema homónimo. El grupo estaba integrado por Atilio Chiesa(5),
Gustavo Javier Almeida y Ernesto Girard, los cuales publicaron, con regularidad
mensual, una pequeña hoja de poesía caligrafiada por el último de los nombrados,
que alcanzó los seis números. Con el sello Ediciones de Espantapájaros apareció,
asimismo, a comienzos de 1976, el primer libro de Almeida, titulado “Andarín”.
Poco después, el grupo se disolvió y Girard se convirtió en editor, llegando a
publicar con el sello que lleva su nombre alrededor de treinta libros, entre
los cuales se hallan algunos de los títulos más notorios de las letras
platenses. Su último trabajo editorial es “Cuadernos orquestados”, una
colección de poesía dirigida por Abel Robino, que incluye once cuadernillos publicados
entre 2005 y 2009(6).
1977. Primeros pasos
Espantapájaros es el antecedente inmediato del que sería poco después el
Grupo Literario Latencia, creado y dirigido por Abel Robino, poeta y artista plástico
nacido en Pergamino en 1952. Incluso, algunos integrantes del primero estuvieron
vinculados estrechamente con el segundo.
Cuando Robino se afincó en La Plata en diciembre de 1973 para estudiar
en la Facultad de Bellas Artes, ya había fundado en su ciudad natal con María
Rosa Apesteguía el Grupo Literario Pergamino, al que luego se sumaron otros
poetas. Antes, entre 1971 y 1972, había vivido en Chile y había acompañado en
su lucha a los jóvenes trasandinos de la Unidad Popular, la coalición de
partidos políticos de izquierda y centro-izquierda que condujo a la presidencia
de aquel país a Salvador Allende.
Familiarizado con el trabajo colectivo y llevado por su espíritu
emprendedor, Robino decidió trasladar su experiencia a La Plata y armar un
grupo literario con poetas noveles del lugar. La ocasión para reclutar a estos
últimos se presentó durante una lectura de poemas de la cual participaron,
además de Robino, Patricia Coto, Ricardo Klala y Silvia Nora Sciommarella.
Dicha lectura, organizada por la SADE local(7), se desarrolló, aproximadamente,
entre fines de mayo y principios de junio de 1977(8) en el Jockey
Club y contó con la coordinación de Horacio Preler.
4
de junio de 1977. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la
Antología Poética Bonaerense. Ed. Fondo Editorial Bonaerense. Centro: C.
Cantoni y A. Ligaluppi
En los días posteriores, Robino, Coto, Klala y Sciommarella comenzaron a
reunirse con el fin de asignarle un perfil al grupo, fijar un marco de acción y
acordar un nombre, que, en definitiva, fue “Latencia”. Para decirlo
metafóricamente, “Latencia” alude al carácter de lo que está dormido y amaga
despertar; es la semilla nueva que reposa en la tierra con la promesa de
ofrecer alguna vez sus frutos.
Sin embargo, no todo marcharía sobre rieles. El grupo se hallaba en
plena gestación cuando un hecho luctuoso lo golpeó sin piedad: el 29 de julio de
1977, Sciommarella, que estaba embarazada, muere en un accidente de tránsito en
el camino General Belgrano, tras haber asistido a un acto literario(9)
en Buenos Aires. En su corta existencia, esta poeta no llegó a publicar ningún poemario,
pero su obra inédita la hizo acreedora de varias distinciones; entre ellas, el
primer premio de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de La Plata
correspondiente al período 1974/75. Así, con su muerte impensada, se apagaba una
voz promisoria de la poesía platense.
Todavía sacudido por la tragedia, el grupo incorporó a Deidamia Martín y
resolvió publicar un libro con poemas de sus cinco integrantes. El libro, que
lleva prólogo de Horacio Preler y se titula “Adiós, pequeño”, en homenaje a Sciommarella
y el bebé frustrado, se terminó de imprimir el 22 de diciembre de 1977 en un taller
de Pergamino y se presentó el 25 de marzo del año siguiente en la Biblioteca
Central de la Provincia de Buenos Aires, en La Plata.
Ya desde el arranque, una de las características de Latencia fue la de
ser un grupo interdisciplinario, lo que le permitió entablar un diálogo
enriquecedor con creadores ligados a otras expresiones del arte, como la
pintura y la fotografía. Ese diálogo y la permeabilidad manifiesta entre los distintos
protagonistas facilitaron, en primer término, la realización de un trabajo en
común con el artista plástico Raúl Ibarra y el fotógrafo Abelardo Martínez, que
ilustraron con dibujos y fotografías, respectivamente, poemas de todos los
integrantes del grupo. El trabajo conjunto fue expuesto el 18 de septiembre de
1977(10) en la denominada Fiesta de las Artes, organizada por la
Galería Nelly Tomás(11) con el fin de recaudar fondos para la
Cooperadora del Hospital Noel Sbarra y celebrar el advenimiento de la
primavera.
Septiembre
de 1977. Galería Nelly Tomás. Fiesta de las Artes. R. Klala, D. Martín, A.
Robino y P. Coto
10
de diciembre de 1977. Plaza Italia. Segunda Fiesta de las Artes. A. Martínez y
A. Robino
Seguidamente, el grupo incorporó a Graciela Buceta y clausuró la labor del
año con la presentación del libro “Pensado en otoño”, de Horacio Laitano, amigo
y coterráneo de Robino. El acto se realizó el 10 de diciembre en la Biblioteca
Central de la Provincia de Buenos Aires y contó con la muestra de poemas
ilustrados ya exhibida en la Fiesta de las Artes.
1978. Luces y sombras
Al comenzar 1978, Deidamia Martín dejó el grupo y éste se abrió a nuevas
incorporaciones. Nos sumamos, entonces, Atilio Chiesa, Aníbal Amat, Ingrid
Creimer, que se desvinculó rápidamente, y yo. A esa altura, Latencia era un
grupo heterogéneo en el que convivían las voces y corrientes más diversas.
Amat, por ejemplo, admiraba fervientemente a Borges; Coto expresaba un lirismo
de raíz española, Chiesa venía de Neruda, y Robino y yo, que también habíamos
abrevado en el vate chileno, terminamos recalando, tras abordar algunas
experiencias vanguardistas, en la poesía norteamericana. El grupo no tenía, por
otra parte, vocación parricida. No pretendía llamar la atención defenestrando a
nadie ni lanzando proclamas irreverentes contra la tradición. En general, la
idea era hacer pie en los grandes referentes contemporáneos y, a partir de
ellos, emprender una búsqueda expresiva renovadora, coincidente con las
transformaciones y el lenguaje de la época.
Las reuniones “oficiales”, por llamarlas de alguna forma, se llevaban a
cabo en la casa de Coto, que tenía un frondoso jardín junto a la calle. Así,
apenas trasponíamos la puerta de entrada, una explosión vegetal nos recibía con
su diversidad de verdes y de flores. Luego ascendíamos unos pocos peldaños y
una segunda puerta nos franqueaba el paso a una sala espaciosa con una mesa
grande, en torno de la cual debatíamos ideas, proyectos y sueños compartidos. A
veces, también leíamos poemas propios y ajenos y los desmenuzábamos
críticamente como en un taller de escritura.
Fuera de aquellas reuniones puntuales y periódicas, algunos compañeros
solíamos encontrarnos, de manera informal, en la pieza que Robino compartía con
Martínez: “un agujero en pleno centro”, según el primero. El “agujero” se
hallaba en la planta alta de una vieja casona que parecía desmoronarse, situada
sobre la calle 6, entre 46 y 47. (Abajo –todavía lo recuerdo–, había un bar que
tenía un naranjo amargo frente a la puerta.) Para más datos, la pieza de marras,
a la que se accedía mediante una escalera de madera destartalada montada en un
pasillo, funcionaba, además, como taller de pintura y fotografía donde Robino y
Martínez desarrollaban sus tareas artísticas, por lo que siempre reinaba en
ella un gran desorden.
Invierno de
1978. Departamento de A. Robino. C. Cantoni y A. Robino
2
de junio de 1978. Departamento de A. Robino. A. Chiesa, E. Girard y A. Robino
Otras veces, Robino venía a mi casa en bicicleta o bien nos reuníamos
con Chiesa en el departamento de éste, donde era común que estuviera Girard.
Allí, entre vasos de vino y una picada como cena, permanecíamos charlando
entusiastamente hasta la madrugada. Sí, charlábamos de fútbol, de poesía, de
mujeres, de arte, de política...
Invierno
de 1978. Departamento de A. Chiesa. E. Girard, A. Robino, A. Chiesa y G. J.
Almeida
En cuanto a Latencia, ese año el grupo se abocó a organizar, en los días
de verano, el Primer Encuentro de Poetas Jóvenes de La Plata, para lo cual
lanzó una convocatoria a través de los medios gráficos de la ciudad. La
respuesta fue masiva y el Encuentro se concretó el 4 de marzo en el Círculo de
Periodistas de la Provincia de Buenos Aires con la participación de una
treintena de poetas no mayores de 30 años, entre los cuales se hallaban
Norberto Antonio, Guillermo Pilía, Juan Carlos Gago y Marcela Montenotte. De
inmediato, Gago y Montenotte se plegaron al grupo, que comenzó a planificar
nuevas actividades.
4
de marzo de 1978. Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires.
Primer Encuentro de Poetas Jóvenes de La Plata. P. Coto, C. Cantoni, A. Chiesa,
A. Robino, G. Buceta, R. Klala y A. Amat
4 de marzo de
1978. Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires. Primer Encuentro
de Poetas Jóvenes de La Plata. C. Cantoni y A. Robino.
Invierno
de 1978. Departamento de A. Robino (puerta
de calle). Encuentro con Horacio Castillo. C. Cantoni, R. Klala, A. Robino, H.
Castillo, P. Coto, A. Chiesa, G. Buceta y J. C. Gago
Poco después, el 22 de mayo, el grupo rindió homenaje a Francisco López
Merino con motivo de cumplirse ese día el quincuagésimo aniversario de su muerte
(un disparo en la sien por mano propia lo había arrancado del mundo en plena
juventud). El acto, organizado por la SADE local y la SEP, tuvo lugar en el
Paseo del Bosque, frente al busto de bronce que recuerda al poeta. En la
oportunidad, habló Horacio Ponce de León y los “integrantes del grupo juvenil
Latencia”, como reza una crónica periodística de la época, leímos poemas del
autor de “Tono menor” y “Las tardes”.
9
de septiembre de 1978. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la
Antología Poética Hispanoamericana., Ed. Fondo Editorial Bonaerense. R.
Dalceggio, H. Laitano, A. Fante, N. Nóbile, A. Robino, S. Rossi, C. Cantoni, A.
Chiesa, R. Klala y P. Coto
9
de septiembre de 1978. Salón Dorado del Palacio Municipal. Presentación de la
Antología Poética Hispanoamericana, Ed. Fondo Editorial Bonaerense. C. Cantoni
y A. E. Lahitte
Paralelamente al trabajo desarrollado por el grupo, Robino, Amat y yo
publicamos una hoja de poesía bautizada “Guión”, de la cual aparecieron dos
números: el primero, en mayo, con poemas de Sciommarella, y el segundo, en septiembre,
con poemas de Chiesa. La hoja, cuyo nombre fue extraído azarosamente del
diccionario, contó con la diagramación y el cuidado habitual de Girard.
En medio de ambas publicaciones, Robino viajó a La Habana para
participar, entre el 28 de julio y el 5 de agosto, en el XI Festival Mundial de
la Juventud y los Estudiantes, que congregó a 18.500 jóvenes en representación
de 145 países. En el marco del Festival, cuyo lema era “la solidaridad
antiimperialista, la paz y la amistad”, Robino leyó poemas de todos los
integrantes de Latencia.
En ese momento, en la Argentina, la represión desatada por la dictadura
continuaba sin tregua. Las manifestaciones culturales generaban desconfianza en
el poder y todos éramos sospechosos. No es de extrañar por eso que, al volver
al país, Robino se convirtiera en una víctima más de la persecución ideológica
imperante. En septiembre, su domicilio fue allanado por la policía, que se
llevó todo lo que encontró, empezando por los libros, entre los que se hallaba
“Retratos y autorretratos”, un volumen de las fotógrafas Sara Facio y
Alicia D’amico, con textos e
imágenes de autores latinoamericanos, publicado por Crisis en 1973, que yo
quería entrañablemente y que le había prestado.
Tras el allanamiento, Robino fue detenido y el grupo no tuvo noticias de
él durante varios días, hasta que, finalmente, apareció recluido en la Unidad Carcelaria
Nº 9 de La Plata a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Luego de ser sometido
a Consejo de Guerra(12), su causa derivó a la Justicia Civil, que
terminó devolviéndole la libertad a fines de 1979. Paradójicamente, al
desencadenarse la guerra de Malvinas, el Ejército pretendió reclutarlo en su
carácter de Subteniente de Reserva, condición que le había dejado el Servicio
Militar Obligatorio.
Al momento de ser detenido, Robino acababa de publicar de la mano de
Ernesto Girard Editor su primer libro: “Obsesión”. Casi inmediatamente,
salieron a la luz con el mismo sello los libros iniciales de otros compañeros
del grupo, a saber: “Libro del vigía”, de Patricia Coto; “Reconciliación”, de
Juan Carlos Gago y “Confluencias”, de mi autoría. Todos ellos se expusieron, al
año siguiente, en la V Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en el
stand de la editorial Botella al Mar.
Como es fácil imaginar, la detención de Robino trajo tiempos poco
felices para los integrantes del grupo. No obstante, más allá de la angustia
suscitada por ella y la creciente incertidumbre por nuestro destino personal, no
nos desanimamos y seguimos reuniéndonos sin alterar la conducta de rutina.
Vanas resultaron las gestiones que entonces realizamos para interiorizarnos de
la suerte y el futuro inmediato de Robino: en todos los casos, la respuesta
encontrada fue la ignorancia o el desentendimiento.
Por tal motivo, al acercarse fin de año, el grupo sintió el deber de reconocer
a los poetas que siempre lo apoyaron sin reticencia, para lo cual organizó un sencillo
acto de homenaje que se desarrolló, con la colaboración de Haydée Kramer, el 13
de diciembre en el Salón Dorado del Jockey Club. Los poetas homenajeados
fueron: Ana Emilia Lahitte, Horacio Preler, Horacio Castillo, Matilde Alba
Swann, Atilio Milanta, Jorge Héctor Paladini, Lázaro Seigel, Josefina de
Barilari, Jolie Castagnet y Oscar Luciani(13).
Poco antes de dicho homenaje, dos hechos casi simultáneos habían afectado
al grupo: el alejamiento de Amat y la incorporación de Carlos Caramello.
Por último, para cerrar la actividad anual y con Robino en la cárcel, el
grupo presentó “Obsesión” el 22 de diciembre en la sede de la SADE central, en
Buenos Aires.
1979. Fin de ciclo
Durante el verano de 1979, el grupo incorporó, sucesivamente, a Marta
Glineur, Silvina Lozano, Alcira Vallejo y Juan Carlos Iribarne, con los cuales
se lanzó de lleno a organizar un nuevo evento: la Primera Feria Exposición del
Libro Platense. El propósito de la Feria, cuya realización fue fijada para los
días 26, 27 y 28 de abril, era, como se desprende del programa impreso,
“quebrar el hábito de la no-lectura”, facilitar el acceso a la literatura
local, no siempre presente en las librerías, y permitirle al lector “el diálogo
sin obstáculos con los autores”. A fin de precisar aún más sus alcances, el
diario El Día publicó el 3 de abril una entrevista a Coto, Gago y Glineur, en
la que estos expresaban la necesidad de llegar con la poesía a un público mayor
al que era habitual encontrar en los actos literarios. Así, para que cualquier
ciudadano pudiera toparse con “los libros abiertos en la calle”, como se había
propuesto el grupo, la Feria iba a ser instalada al aire libre, en los jardines
de la Universidad Nacional de La Plata, pero, imprevistamente, el permiso fue
retirado por las autoridades de ésta.
Frente al rechazo oficial, el grupo se vio obligado a buscar en el
ámbito privado el espacio que le permitiera llevar adelante su iniciativa,
siendo el Club Universitario el que le abrió sin vacilar las puertas. De esta
forma, la Feria se inauguró exitosamente el 26 de abril con numeroso público y
una vasta exposición de libros nuevos y antiguos, revistas y manuscritos de
autores fallecidos. Sin embargo, al día siguiente, cerca del mediodía, la
policía irrumpió por sorpresa en el lugar, levantó la Feria y se llevó detenidos
a Gago y Caramello, que, en ese momento, tenían a su cargo las mesas y paneles de
exhibición. Por fortuna, luego de permanecer varias horas en una comisaría de
la ciudad, los compañeros fueron liberados.
26
de abril de 1979. Club Universitario. Inauguración de la Primera Feria-
Exposición del Libro Platense. E. Girard y L. Seigel
26
de abril de 1979. Club Universitario. Inauguración de la Primera Feria-
Exposición del Libro Platense. E. Girard y G. J. Almeida
A partir de entonces, la imposibilidad de realizar actos públicos sin
contratiempos eventuales y el desgaste producido por la sensación constante de acosamiento,
hicieron que el grupo fuera raleando sus reuniones y terminara por disolverse,
con lo cual quedaron pendientes de concreción varios proyectos que habían ido
madurando en los últimos meses; entre ellos, la publicación de una revista y el
Primer Encuentro de Escritores de la Provincia de Buenos Aires.
Como ya dije, Robino recuperó la libertad a fines de 1979 y en 1982 se
trasladó con su familia a Francia, país donde reside en la actualidad. Los demás
integrantes del grupo(14) tomamos, por imperio de la vida, caminos
diferentes: unos abandonaron para siempre la creación poética y otros, aún hoy,
continuamos escribiendo, encontrándonos y honrando la amistad sólidamente edificada,
entre sueños, poemas y dolores, al correr de los años 70.
En síntesis
Latencia fue, en síntesis, un grupo literario heterogéneo, cuyos
integrantes creímos que no hacía falta matar a nuestros mayores para crear una
obra poética propia. Sabíamos que, como suele decirse, a la literatura no se
entra golpeando la puerta, sino tirándola abajo; pero también entendíamos que,
en este último caso, había que tener cuidado de no derribar, al mismo tiempo,
el edificio entero.
La heterogeneidad literaria expresada se correspondía, asimismo, con
posturas filosóficas, religiosas y políticas disímiles, que nos permitían a los
integrantes del grupo disentir democráticamente, sin hegemonías ni imposiciones
de ninguna índole.
Latencia nació en un momento trágico del país, en que el poder
fundamentalista podía disponer de la vida y la libertad de las personas a su
entero arbitrio, y en una ciudad como La Plata, caracterizada por la alta
jerarquía de sus poetas, pero que, luego de la disolución de Espantapájaros, no
contaba con actividad grupal alguna. Su actuación se extendió a lo largo de
casi dos años, durante los cuales realizó actos de distinto tenor y estrechó
vínculos con artistas de diversas áreas y de todas las edades; en particular,
con Horacio Preler y Horacio Castillo, con los que mantuvo varios encuentros y
entrevistas.
Cuatro integrantes de Latencia publicamos nuestro primer libro en plena
dictadura, al igual que la mayoría de los compañeros de generación a nivel
nacional. Esta circunstancia hizo que los poetas jóvenes de los años 70
fuéramos calificados por algunos como “los poetas de la dictadura”. Otros,
teniendo en cuenta que padecimos las consecuencias de la represión y resistimos
desde el lugar de la poesía, prefieren hablar de “los poetas de la
resistencia”. Más allá de estos intentos de rotulación y encasillamiento a que
nos tiene acostumbrados la literatura y que nunca resultan totalmente exactos,
los poetas setentistas fuimos, por cierto, parte de una generación utópica que
creyó en la posibilidad de construir un mundo más fraternal y equitativo; que
empezó a participar en la vida cultural poco antes del golpe militar de 1976, y
que, producido éste, terminó envuelta en una vorágine de horror insospechado.
La valoración literaria y la asignación del lugar que le corresponde a
cada uno de los protagonistas quedan a consideración de los críticos y lectores
que deseen indagar en una de las décadas más controvertidas y apasionantes que
nos ha tocado vivir.
Notas
1. El “boom latinoamericano” fue un fenómeno editorial basado en el auge
de la literatura de América Latina de los años 60, que permitió conocer en todo
el mundo a escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos
Fuentes, Juan Rulfo y Julio Cortázar, entre otros.
2. A los integrantes de la generación del 17, entre los cuales
sobresalieron Pedro Mario Delheye (1894-1918), Alberto Mendióroz (1895-1924),
Héctor Ripa Alberdi (1897-1923) y Francisco López Merino (1904-1928), también
se los conoce como los poetas de “la primavera fúnebre”, expresión acuñada por
Rafael Alberto Arrieta, en razón de que todos murieron antes de los 30 años.
3. Entre los poetas más destacados de la generación del 40 cabe
mencionar a Horacio Ponce de León (1913-1999), Alberto Ponce de León
(1917-1976), Horacio Núñez West (1919), Gustavo García Saraví (1920-1994), Norberto
Silvetti Paz (1921-2005), Ana Emilia Lahitte (1921) y Roberto Themis Speroni
(1922-1967).
4. En 1982, la Municipalidad de La Plata y el Colegio de Escribanos de la
Provincia de Buenos Aires reeditaron la obra en un solo tomo con el título
“Speroni, poesía completa”.
5. Atilio Chiesa fue el director del grupo y el que sugirió su nombre.
6. Los once cuadernillos, conteniendo poemas de Abel Robino, César
Cantoni, Osvaldo Ballina, Horacio Preler, Gustavo Caso Rosendi, Guillermo
Lombardía, Osvaldo Picardo, Rafael Felipe Oteriño, Patricia Coto, Néstor Mux y
Horacio Castillo, fueron reunidos en el libro “Cuadernos orquestados”, tomo I, publicado
por Ediciones Al Margen en 2010. Posteriormente la colección dio a conocer tres
nuevos cuadernillos con poemas de Norberto Antonio, Norma Etcheverry y
Guillermo Pilía.
7. En ese momento, el presidente de la filial platense de la SADE era
Atilio Milanta.
8. La lectura de poemas se desarrolló alrededor del 4 de junio de 1977,
fecha en que se presentó en el Salón Dorado del Palacio Municipal la “Antología
Poética Bonaerense”, publicada por la SADE local, en la que estaban incluidos
Robino, Coto, Klala y Sciomarella, y en virtud de lo cual estos fueron
invitados a integrar el panel.
9. El acto literario, al que también concurrieron Robino y Klala, fue la
presentación de la “Antología Poética Bonaerense” antes mencionada.
10. La Fiesta de las Artes se realizó el sábado 18 o el sábado 25 de
septiembre de 1977. Muy probablemente la fecha correcta sea la primera, ya que
uno de los motivos del evento era celebrar el arribo de la primavera. Los
sábados 10 y 17 de diciembre del mismo año, organizada también por la Galería
Nelly Tomás, se llevó a cabo en Plaza Italia la Segunda Fiesta de las Artes, de
la que participaron, independientemente del grupo, Abel Robino y Abelardo
Martínez.
11. La Galería Nelly Tomás estaba ubicada, entonces, en la calle 46
entre 8 y 9. Para la realización de la Fiesta de las Artes se cortó la calle y
los poemas ilustrados fueron expuestos en la vereda.
12. Durante la dictadura, muchos presos políticos fueron sometidos a
Consejos de Guerra Especiales, que eran una aberración en sí mismos, para dar
apariencia de legalidad a los atropellos cometidos.
13. En el curso del acto, Haydée Kramer leyó poemas de Ana Emilia
Lahitte, Horacio Castillo, Matilde Alba Swann y Oscar Luciani, que no pudieron
estar presentes.
14. Marcela Montenotte falleció en Mar del Plata a mediados de la década
pasada.
La Plata, diciembre de 2011
César Cantoni
Todas las fotos incluidas en este artículo, con excepción de las fechadas "4 de junio de 1977" y "10 de diciembre de 1977", fueron tomadas por Abelardo Martínez.
Este artículo fue publicado en La Pecera, Prometeo Digital, Diagonales y Tiempo Argentino.
Homenaje a Horacio Castillo
El próximo 5 de julio se cumplirá el
primer aniversario de la muerte de Horacio Castillo, poeta, crítico,
ensayista, traductor, abogado, periodista y miembro de número de la Academia
Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española, nacido en
Ensenada en 1934. Su obra poética recibió los más altos elogios de la crítica y
lo hizo acreedor de importantes premios, entre ellos: Premio de la
Subsecretaría de Cultura de la Nación (1972), Premio Nacional, Región Buenos
Aires (1978), Premio Konex (1993) y Premio Municipal de La Plata (1995).
Castillo se da a
conocer publicando “Descripción” (1971), pero es en “Materia acre” (1978), su
segundo libro, donde empieza a asomar su verdadera identidad creadora. Luego
seguirán “Tuerto rey” (1982), “Alaska” (1993), “Los gatos de la Acrópolis
(1998), “Cendra” (2000), “Música de la víctima y otros poemas” (2003) y
“Mandala” (2005), este último, un extenso y hermético poema con el que su autor
cierra definitivamente una obra concebida, según sus propias palabras, como “un
drama del lenguaje”, con su planteo, su desarrollo y su desenlace. A lo largo
de ese drama, la poesía de Castillo va evolucionando hacia formas cada vez más
complejas, al tiempo que da cuenta de la angustia y la fragilidad humanas con
hondura metafísica. Quizá, su inclinación a enmascarar la realidad mediante el
recurso de la alegoría, que lo induce a componer curiosos mitos personales o a
recrear episodios de la literatura clásica –en particular de la griega–, sea lo
que más diferencia a Castillo de sus colegas contemporáneos. Como él mismo lo
explicó alguna vez, dicho recurso se funda en la necesidad de “abstraer” al
objeto del poema, despojándolo de todo rasgo accesorio o contingente a fin de presentarlo
al lector en su “pura esencia”.
Si bien sus
primeros poemas denotan cierto pesimismo existencial, también es verdad que Castillo
siempre buscó asignarle a la vida alguna trascendencia, movido, acaso, por la
luminosidad del mundo helénico, que tanto dominó su pensamiento. De esta manera,
su poesía se fue impregnando, poco a poco, de júbilo creciente, hasta augurar
una “primavera” de resurrección “que abolirá todo invierno”, como se desprende
de “Diario bizantino”, poema incluido en “Los gatos de la Acrópolis”.
No obstante, a
medida que se acerca a la luz, Castillo marcha hacia el silencio. Prueba de
ello es “Mandala”, su último y más impredecible poema, en el que la persecución
de un lenguaje absoluto que le permitiera expresar lo inefable y que llamó “lo
neutro”, lo lleva al extremo de tachar la palabra “palabra” para que sean “las
cosas mudas”, como diría Hugo von Hofmannsthal, las que hablen, finalmente. Con
este poema, el poeta alcanza una conciencia límite que le impedirá, en
adelante, seguir avanzando por el camino del lenguaje y, mucho más aún,
desandar el recorrido.
Sin duda,
Castillo es hoy una de las voces referenciales de la poesía de entresiglos escrita
en la Argentina y, por ende, en La Plata, ciudad que adoptó como suya desde
joven. Para recordar su figura y su obra, Horacio Preler y quien escribe hemos
organizado un acto de homenaje que se realizará el miércoles 6 de julio a las
19hs. en el Centro Cultural Islas Malvinas (av. 19 y 51). En la oportunidad,
hablarán Rafael Felipe Oteriño y Gustavo Martínez Astorino, y leerán poemas del
autor homenajeado Gustavo Caso Rosendi, Sandra Cornejo, Patricia Coto, María
Cecilia Font, Silvia Montenegro, Guillermo Pilía, Martín Raninqueo y Luis
Soulé.
La Plata, junio de 2011
César Cantoni
Este artículo fue publicado en El Día, Poesía de Rosario y Anotaciones de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas, de Alfredo Jorge Maxit, La luna Que, Buenos Aires, 2012.
Fuente de la foto: Cinco poetas capitales, Ana Emilia Lahitte, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1996.
Marcas de generación y de género
en la poesía de Norma Etcheverry
1
Salvo
contadas excepciones, la escritura fue, desde el comienzo, patrimonio exclusivo
de los hombres. La organización patriarcal de la sociedad determinaba que el
espacio propio de la mujer era el ámbito doméstico y su rol excluyente la
maternidad, vedándole, de este modo, toda injerencia política, social y
cultural. En lo que atañe a la poesía, la relación de la mujer con la escritura
tenía, pues, un carácter absolutamente pasivo: ella era la inspiradora y
destinataria de los sentimientos y deseos amatorios de los hombres, que la
idealizaban en sus composiciones.
Increíblemente,
debieron pasar miles de años para que el sexo “débil” obtuviera alguna
reivindicación y pudiera participar de manera más activa en la vida comunitaria
y, por ende, tener acceso a la filosofía, las ciencias y las artes. Como puede
suponerse, su acercamiento a la poesía se produjo tímidamente y su expresión
estuvo signada, durante mucho tiempo, por un lirismo retórico y pudoroso, sin
mayor espíritu crítico.
Pero ya
entrado el siglo XX, los movimientos juveniles, feministas y de emancipación
política que se sucedieron a lo largo del mismo, trajeron aparejada una
transformación cultural inédita, que le permitió a la mujer soslayar tabúes,
derribar barreras y asumir una actitud más independiente y cuestionadora de la
realidad. De esta forma, la mujer fue construyendo, a medida que conquistaba
nuevos roles, una mirada y un discurso de sí misma distintos del paradigma femenino
impuesto por los hombres desde siempre.
Los últimos
sesenta años resultaron decisivos en este sentido. En nuestro país, y ya en el
campo de la poesía, la década del ochenta encuentra a la mujer decididamente
lanzada a la búsqueda de su propia identidad y avanzando sobre zonas del
lenguaje poético que hasta entonces eran propias de los hombres. Como
consecuencia, la experimentación formal, la especulación metafísica, el
compromiso político, la transgresión y el erotismo se convierten en parte de su
nuevo bagaje creador. Sintomáticamente, ya hacía un tiempo que había dejado de
llamarse “poetisa” a la mujer que escribía versos para empezar a llamársela
“poeta”.
Lo dicho
hasta aquí viene a colación porque la poesía de Norma Etcheverry no es ajena a
los movimientos generacionales producidos en años recientes con respecto a la
escritura, y porque, además, “La ojera de las vanidades”, su nuevo libro de
poemas, supone un modo de interpelación al ser femenino y su relación
conflictiva con la realidad.
2
Antes de
“La ojera de las vanidades”, Etcheverry publicó otros dos libros de poemas:
“Máscaras del tiempo” (1998) y “Aspaldiko” (2002). Ya el primero de ellos
prefigura las coordenadas poéticas y el escenario histórico y vivencial dentro
de los cuales habrá de moverse la autora en adelante. Los temas universales de
la poesía son también las preocupaciones de fondo de este libro inicial, a
saber: el amor, que para Etcheverry es “Diamante
en bruto”, la vida, que “Se hace
risa/ grotesco,/ ternura”, la muerte, con la que se codean “las historias personales”, y el tiempo,
que vuelve al hombre “huérfano/ absurdo/
despojado/ de lo que fue”. Cabe destacar que la conciencia de la fugacidad
es algo que asoma tempranamente en los versos de esta poeta y seguirá
acompañando hasta hoy cada una de sus producciones. Para Etcheverry el tiempo
es sinónimo de deterioro, destrucción, caducidad; es el monstruo que todo lo
devora a su paso y del que sólo se salva provisionalmente la memoria. Así, dice
en “Apilando sueños”: “De pronto con los
años todo será partículas/ de polvo./ Las fotos. Los encuentros./ El pájaro
carpintero atravesando/ la tarde del bosque”. Y agrega en “Piazza Navona”:
“Todo es tan fugaz/ que merece cumplirse”.
Dada la precaria naturaleza de lo real, y en el afán de destronar al tiempo,
Etcheverry buscará en la palabra poética el medio que le permita apresar lo
inapresable; vale decir, procurará “ponerle
un nombre a lo que sucede/ para atraparlo”, como apunta en el poema
“Maldito cielo”. Pero esta función redentora adjudicada a la poesía no es más
que una ilusión, una forma complaciente del engaño, y la poeta lo sabe; por
eso, en otro poema, “Cae la presa”, concluirá metafóricamente: “En el lenguaje de las palabras/ cae la
presa/ débil/ flaca esperanza/ de recuperar islas perdidas”.
Los poemas
que conforman el apartado final de “Máscaras del tiempo”, sin renunciar al
clima anterior, ponen de manifiesto el compromiso ético de Etcheverry con la
suerte del hombre, su apuesta en favor de una sociedad más justa y solidaria,
que la lleva a expresar en “Nos-Otros”: “Mi
amor por este país me está matando”. Una confesión semejante, dictada por
el mismo sentimiento, puede leerse también en “Lo de siempre”: “La verdad es que todos los países duelen”.
Con dolor, entonces, pero sin renunciar a la esperanza, su poesía marchará
infatigablemente al lado de la “gente que
batalla por el pan”, tras ese “Cachito de poder/ que hace falta/ para
cambiarlo todo”, como deja constancia en otros dos poemas: “Impunidades” y
“Los nenes del arroyo”.
En su
segundo libro, “Aspaldiko” –que en lengua euskera significa, a modo de saludo,
“Cuánto tiempo sin verte…”–, Etcheverry emprende un viaje singular en busca sus
raíces. Se trata de un viaje real a la cuna de sus mayores, que ahora desanda
poéticamente la memoria, y que, en definitiva, termina siendo un viaje interior
hacia el centro de sí misma, pues, para hacer honor a sus versos, “un viaje siempre es un viaje hacia adentro/
aunque uno se dedique a mirar para afuera”. En este viaje, Etcheverry
intentará llegar hasta sus orígenes, desentrañar el mandato de su sangre,
conocer, en última instancia, la índole de la que nace su decir poético. Vale
la pena transcribir, a título ilustrativo, el primer poema del libro; dice en
él, refiriéndose al hogar de su abuelo paterno, en la región española de
Euskadi: “ahora que estoy lejos/ ahora
que estoy aquí/ siento/ que hay un lugar en el mundo/ adonde pertenezco/ desde
siempre/ desde el origen de la sangre/ y es/ la casa del padre/ que fue padre
del mío/ la casa de la que alguna
vez/ partí hacia el futuro/ para saber quién soy”.
El tema del
tiempo, con todo lo que trasunta de fatal e irreparable, vuelve a aparecer
obsesivamente en varios pasajes de este poemario, como cuando escribe: “es mucho lo que ha desaparecido/ con el
tiempo/ y sobre algunas pérdidas no es fácil/ transitar/ ni acostumbrarse”.
Por lo
demás, al igual que en el libro anterior, no pasan inadvertidos en “Aspaldiko”
los lazos vinculantes con dos de los poetas más admirados por la autora: Juan
Gelman y Raúl González Tuñón. El primero, en relación con cierta actitud
juguetona respecto del lenguaje; el segundo, en lo que hace al compromiso
asumido con un mundo de aristas profundamente humanas.
3
Dentro del
contexto existencial y poético descripto, “La ojera de las vanidades” –título
que remite paródicamente a la famosa novela “La hoguera de las vanidades”, de
Tom Wolfe– es un libro de indagación personal que alcanza al cuerpo y al
espíritu, y a través del cual, dejando de lado “la compostura” y “el maquillaje”,
Etcheverry se asoma al espejo en toda su desnudez. Su condición de mujer –la
inextricable urdimbre de lo femenino– y los roles que le toca desplegar a
diario son puestos bajo su atenta pupila inquisidora sin autocomplacencia ni
concesiones engañosas.
En cuanto a
su estructura, el libro se compone de cinco secciones, cada una de las cuales
reúne, bajo un rótulo común, un número determinado de poemas; son ellas: “Fotos
de familia”, “Poemas des-generados”, “Verano”, “Interneteama” y “La ojera de las
vanidades”, a las que se suma un anexo titulado “Otros poemas”. A lo largo de
estas secciones, algunas de las preocupaciones recurrentes de Etcheverry se
apropian de su discurso y muestran las huellas que la vida va dejando en ella.
Así, el legado ancestral, la infancia, los lazos familiares, el amor y la
muerte son motivos para que el lector descubra que la autora esconde “un tajo/ una rajadura” en el corazón,
que a menudo extravía “carteras en los
sueños”, que no sabe “usar faldas/ ni
caminar con tacos” y que, además, ha perdido la costumbre de elegirse entre
otras.
Los
vínculos sanguíneos, en particular, adquieren de nuevo en este libro especial
significación. Ya en los primeros poemas, los retratos del padre y de la madre
se imponen en el marco de la fajina diaria. Para Etcheverry, la figura paterna
tiene un carácter tutelar, representa la fortaleza y la experiencia al mismo
tiempo. Dice en “Papi”: “…papi sí que
sabía de vacas y caballos/ a las vacas/ las miraba a los ojos/ y ellas
permanecían impávidas/ pensando vaya a saber uno qué/ a los caballos/ les
acariciaba las patas con/ delicadeza y después/ les daba una palmadita/ como
podrían saludarse los viejos amigos…”. Etcheverry sabe que en ausencia del
padre alguien, necesariamente, deberá “ponerse
el nombre/ al hombro” y cumplir con el rol vacante. Será ella, entonces,
como afirma en “Mandatos”, la que decida aprender “a ser hombre” y asuma la responsabilidad de “arremangarse/ los pantalones/ para llevarlos bien puestos” cuando
las circunstancias se lo exijan.
En su
intento de conocerse, Etcheverry adopta en algunos poemas la tercera persona
del singular, no como mero juego literario sino más bien para tomar distancia
de sí misma y poder expresar con entera libertad cierta actitud de desafío. En
“Me caso”, por ejemplo, comienza espetando: “Me caso para divorciarme/ y qué,/ les dijo”. Y agrega más adelante:
“podría lavar, planchar y/ cocinar/ pero
también ir a abordar/ lo marginal/ correr/ el peligro de saber quién soy. Me
caso/ y qué,/ les dijo y los hizo/ testigos de que todo/ futuro es imperfecto”.
El mismo recurso utiliza en “Mandatos” y en los tres primeros fragmentos de la
sección “Interneteama”. En esta sección, precisamente, vuelve a exponer, como
ya lo había hecho en “Máscaras del tiempo” y “Aspaldiko”, su largo desencuentro
con el mundo; un mundo ruidoso y deshumanizado, ganado por afanes mezquinos,
mientras abriga la ilusión de que exista un lugar “lejos/ de tanta locura”, con gente que “deje pasar las horas” sin apremio, que sea capaz de “mirar la luna/ porque sí”.
También el
amor y su costado ligado a la sensualidad hallan en las distintas secciones,
especialmente en “Poemas des-generados” y “La ojera de las vanidades”, una
mirada indagadora. Las fluctuaciones afectivas, los momentos de plenitud nacidos
de la reciprocidad de la pareja y el dolor provocado por los distanciamientos,
le permiten a la autora penetrar en su intimidad y comprobar que, más allá de
ciertas cursilerías como escribir “te amo”,
llega un día en que el corazón “no
soporta más barbaridades”, que “no
ama quien quiere sino quien puede/ elegir-se/ con libertad”, y que, en el
fondo, para seguir siendo fiel a sus palabras, “buscar se parece a nada/ pero
buscar siempre es mejor/ que morir de sed”.
4
Como fue
dicho al principio, y lejos ya de la extendida y agotada influencia de
Alejandra Pizarnik en la poesía vernácula, “La ojera de las vanidades” se suma
a las últimas producciones de poetas argentinas que se distinguen por sus
particulares marcas de generación y de género. En sus páginas, recorridas por
un coloquialismo acorde con el habla de la época, se amalgaman eclécticamente
desde citas clásicas a voces y giros populares, y conviven referentes de los
más variados estamentos de la cultura, como Sylvia Plath y Pablo Milanés.
En general,
Etcheverry se vale de un tono irónico, desenfadado y, muchas veces,
deliberadamente ingenuo, que le permite jugar con el sonido y la grafía de las
palabras hasta alcanzar más de una nota risueña. No pasan desapercibidas, en
este aspecto, las frecuentes aliteraciones que acompañan sus versos, como “Aunque la loca/ cante/ con su boca de/ roca/
es boa/ y vaca sagrada”, o “Ruedas
ruedan/ rodadamente/ como redes”.
Entre los
rasgos peculiares del libro, también se destaca la inclusión de neologismos
creados a partir de la conjunción de dos vocablos, como “Seducimen”, o producto
de formas derivadas, como “amoneyrado”. Otra característica la ofrecen las
palabras desarticuladas por guiones, que especulan con el doble sentido, como
en la locución “Poemas des-generados”.
Y algo más
para subrayar: el uso reiterado del encabalgamiento y la ausencia de signos de
puntuación en muchos poemas, condición esta última que le da a la escritura la
soltura propia de la oralidad.
Para
terminar, hay que decir que la voz fresca y desenvuelta que predomina en “La
ojera de las vanidades” puede tornarse grave de repente, como sucede en “Otros
poemas”. Este conjunto singular revela, recordando a Cioran, “la caída en el tiempo”1 de la autora, que ahora percibe –tocada por la
ausencia, las pérdidas, la muerte– que todo se desvanece irremediablemente,
confundido en el flujo de las horas. Frente a esta angustiante realidad,
Etcheverry vuelve a aferrarse a la idea de apresar el tiempo mediante la
palabra, como ya lo había hecho en su libro inicial. Dice en el poema titulado
“La posesión del instante”, con el que cierra este nuevo volumen: “Sólo la escritura tiene cosas/ del presente
huidizo/ …/ Atrapé un instante antes
de noviembre/ y me quedé con él// Estabas todavía en la casa”. Una vez más,
la palabra, por obra de la poesía, le devuelve la esperanza de hacer perdurable
lo fugaz.
Nota
1 Título de un libro de E. M. Cioran
La Plata, marzo de 2010
César Cantoni
Texto leído en la presentación
de “La ojera de las vanidades”, de Norma Etcheverry, el 16 de abril de 2010 en
el Círculo de Periodistas de la Provincia de Buenos Aires.
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