martes, 25 de septiembre de 2012

María Elena Aramburú





















Septiembre

Sol de tarde de septiembre.
Bajo el follaje circular del azaharero
una pared de hierba me encapsula.
Un orbe vegetal me está moldeando
donde raíces serpenteantes traman
su escritura secreta y subterránea.

Y una impaciencia de fuga
de todo lo que vive
y de todo lo que ya es muriente,
caracolea entre las sombras verdes.

Esta espiral de vida y muerte asciende
enlaza savia y sangre
piedras y terrones
huellas de la memoria y siembras del deseo.

El último sol abre crisálidas de luz
en la red orbital que me cobija.


El fuego

Has encendido el fuego.
La luna
brilla y vela
en el jardín blanqueado.
El mar
desolado y negro
muerde incansable la tierra.
En la casa, en el centro del hogar
arden los leños.

Altas las llamas
se llevan, en su ardor
todas las penas.
Ausencias, faltas, deudas,
antiguos fragores del rencor
y crepitar de culpas, de olvidos
y abandonos.
Todo se lo lleva el fuego
como el mar
la infinita arena y el incesante oleaje.

Rescoldos y luego cenizas
sal y espuma
humo y viento.
El resto (ya fue dicho), es silencio.

Mientras, has encendido el fuego.


La lluvia

Desde antes del alba
llueve sobre el mundo.
Llueve desde antes que todo:
que el alma quiera al cuerpo
que el cuerpo se haga fibra,
que el sueño desenlace
las livianas amarras de la noche.

Suena el repiqueteo del agua en los tejados.
La oscuridad se desvanece dentro.

Entrelazados en la prisión
del sueño y la grisura
no sabemos aún
privados de luz
con qué conjugar
el alma que amanece.

Mientras, la lluvia cae.

El agua nos barre los deseos
como el sueño
el agua, en el alba sin luz
nos deja blandos de huesos
y esperanzas.

El deseo se hace sábana
calor, intimidad, regazo.
Y todavía
con nada se conjuga
ni con nadie.

Como un capricho
la lluvia, sin pausa,
incontestable
repite su ritmo amortajado.

El cuerpo se arrebuja:
es el abrigo
esta música de soledad del alba.

Fuente: Gentileza de María Elena Aramburú.

María Elena Aramburú nació en La Plata. Egresó de la UNLP con el título de Profesora en Letras. Ejerció la docencia universitaria como ayudante diplomada de la cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana durante diez años en la Facultad de Humanidades. Profesora de Literatura en Institutos Terciarios y en el Colegio Nacional de la UNLP, donde ejerció la Rectoría del mismo en el período 2001-2004. Dictó cursos de su especialidad en Institutos de Educación Terciarios del interior de la Provincia de Buenos Aires y coordinó talleres literarios. Tiene editados dos libros: Escenarios privados (cuentos, 1983) y Los fuegos de bien amar (novela, 1992, Faja de Honor de la SADE). Publicó cuentos y reseñas en revistas literarias y suplementos culturales. Su cuento Estrenando abuelas recibió el Primer Premio de la Revista Puro Cuento, 1991; su colección de cuentos De los deleites de acá (inédito) obtuvo la Primera Mención de Honor en el Concurso de Narrativa de la Fundación Inca, 1994. Sus cuentos Vicuñas en la alta noche y La fuerza del destino figuran en antologías. La Fundación Aurora Venturini le otorgó el Primer Premio del Concurso de Cuento 2006 por El lazo. Colaboró en periodismo científico en el diario La Nación, edición La Plata. Tradujo del inglés varios libros de política y educación. Escribió en colaboración con Guillermo Pilía el volumen Historia de la Literatura de La Plata (Ediciones La Comuna, La Plata, 2001). Tiene inéditos un volumen de cuentos y una novela titulada La ventana sigue abierta.

Foto: María Elena Aramburú. Fuente: Gentileza de María Elena Aramburú.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Néstor Mux




















2

Los pájaros vuelan hacia el sur,
un viento triste vuela junto al mar,
los pescadores y las redes.
Y nosotros, con palabras sencillas, con miradas,
hablamos de amor, nuestra íntima manera de volar.

Fuente: Nosotros en la tierra, Néstor Mux, La Plata, 1968.


Razones

a Mario Adolfo de Abajo y Bocha Rojas

Porque nos hemos resistido a sólo
consumir y prosperar como el resto del mundo.
Porque aún guardamos una memoria
para los muertos que adornan, para nadie,
las zanjas de esta cruel ficción llamada patria.
Porque todavía no se nos mezclan del todo
los variados rostros del verdugo
con el único rostro de la criatura humana.
Porque debemos, a nuestro juicio, lealtad a la palabra
y hablamos cada día con mayores silencios
hay en nuestras mesas alcoholes formidables,
ademanes de patética sinceridad
y risas que dejamos escuchar como pedazos de pan
cayendo al fondo, pero sólo mientras tanto.

Fuente: Como quiera que sea, Néstor Mux, Ediciones del Aire Libre, La Plata, 1978.


Sólo fantasmas

Desde lo más hondo
se van abriendo paso impunemente
hasta instalarse en el centro de nosotros.

Como dulces fieras o ángeles pavorosos
vuelven a recobrar los pedazos de sí,
dejándonos a cambio el oprobio
que les dimos o las maravillas efímeras
que a nuestra vanidad se le antojaron inmortales.

Sólo fantasmas recorriéndonos hasta el final,
para que no olvidemos nunca que nuestras vidas
están construidas también con la memoria,
el estupor y la carne borrosa de esas muertes.

Fuente: Como quiera que sea, Néstor Mux, Ediciones del Aire Libre, La Plata, 1978.


Poetas de orilla a orilla

Porque consagraron su voz a la melancolía
desde aquella orilla viene un discreto olor
a muertos respetables. Desde esta otra,
en comunión con la tierra de los hombres
sólo intentamos la celebración
de la alegría o la tragedia
porque estamos vivos.

Fuente: Perros atados, Néstor Mux, Ernesto Girard Editor, La Plata, 1982.


Perros atados

Es posible que ese perro atado ladre
a estrellas que lo aturden con señales
o aúlle a quienes lo dejaron vigilando,
para nadie, una casa abandonada.

Los vecinos se quejan porque no pueden dormir,
escuchar la radio o lustrar sus automóviles.

Mientras tanto yo le adivino colmillos azules
como el amor o la muerte y lo imagino altivo
como algunos hombres o como muchos perros.

Porque su sonido tiene algo de delicada insensatez
o de agonía, y ese sonido me acompaña y me persigue.
Porque su ladrido se impone por sobre las voces
desafinadas y rancias de la gente
mezcladas como al fondo de una olla.

Y porque es posible que yo esté atado también,
pero sin su convicción para ladrar y aullar
ahora que siento finalmente que me han dejado solo
vigilando una luz casi deshabitada.

Fuente: Perros atados, Néstor Mux, Ernesto Girard Editor, La Plata, 1982.


Al despertar, día tras día

Al despertar, día tras día, abrimos la ventana
para comprobar que los dueños de la tierra
todavía no la han destruido del todo.

Acariciamos los animales
que protegen el descanso de los nuestros
mientras el agua hospitalaria
de la pava y el mate recibe condescendiente
a estos modestos poetas de provincia.

La razón apenas entreabierta, entonces,
el cuchillo de ardor en el estómago
y la cáscara fastidiosa de los sueños
no dejan de recordamos que sin porvenir
la palabra –como la vida– es difícil.

Sin embargo, con la cautela de los náufragos
nos acercamos a la máquina de escribir
y en el espacio sin límites
de la hoja en blanco, creemos escuchar
un silencio poblado de temblores,
una música que insiste
hundida en un territorio de promesas.

Fuente: Poemas, Néstor Mux, Ernesto Girard Editor, La Plata 1986.


Fotografía en el hospital

a Julieta, Juanpedro y Griselda Mux

No era que el cuchillo
careciera de filo
o que la pera resbalara en su propio jugo.

Eran sus manos que entonces
sólo podían saludarnos.

En la insignificancia del anillo de plata
que me entregara la enfermera
parecía caber el jugo inútil de la fruta
y toda la belleza y toda la sombra
que nos quedaba.

Fuente: Papeles a consideración, Néstor Mux, Libros de la talita dorada, La Plata, 2004.


Remolques y memorias

Con el cascajo llevábamos
a los chicos a la escuela;
hacíamos las compras y las mudanzas
o cargábamos las hortensias desde el río.

Un día echó un humo desinflado
y se agotó provisoriamente en las afueras.
Con su automóvil, mi padre
lo traía con una cuerda
que no dejaba de cortarse
y yo insultaba a dios y al aire.
Él manejaba con el silencio natural que lo rodeaba
ya que sentía cumplir un deber más
de todos los que cumplía.

Me aseguran que el cascajo todavía recorre
los itinerarios modestos que le imponen.
Mi padre, cada tanto, me recorre
la memoria con su ausencia
y la cuerda apagada de otros días
con la que dejó de remolcarme.

Fuente: Papeles a consideración, Néstor Mux, Libros de la talita dorada, La Plata, 2004.


Graffiti tardío en el parabrisas

La vieja inclinación a desentrañar
las cosas del espíritu
entorpeció la posibilidad
de juntar riquezas.

Pero ella escribe
te amo y sus iniciales
en el vidrio del automóvil
como si aún tuviera
toda la juventud a su disposición
para que yo revise
la abundancia de mis bienes.

Fuente: Disculpas del irascible, Néstor Mux, Libros de la talita dorada, La Plata, 2009.

Néstor Mux nació en la Plata en 1945. Publicó los siguientes libros de poesía: La patria y el invierno (1965), Nosotros en la tierra (1968), Cartas íntimas para todos (1974), Como quiera que sea (1978), Perros atados (1982), Poemas (1985), Poesía reunida (2000), Papeles a consideración (2004) y Disculpas del irascible (2009). En 2009, “Cuadernos orquestados”, colección de poesía dirigida por Abel Robino, dio a conocer una breve selección de sus poemas con el título Delicada insensatez. En la nota preliminar que acompaña la publicación, señala Patricia Coto: “La poesía de Néstor Mux se construye entre el anhelante nosotros que abre los poemas y la fuerza trágica del verso final, que resuena impactante en el lector. Si repasamos todos los versos finales, percibimos una dimensión trágica de la existencia humana que, concebida como lucha permanente, culmina con el agobio del esfuerzo pero la reafirmación del batallar por la vida diaria...” Mux obtuvo, entre otras distinciones, el Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes (1967), el Primer Premio Promocional de Literatura de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires (1968), el Sello de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, Seccional La Plata (1968), la Faja de Honor de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires (1968), el Premio Consagración “Roberto Themis Speroni” de la Sociedad de Escritores de la Provincia de Buenos Aires (1986) y el Premio Consagración de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (1996). Reside en su ciudad natal.

Foto: Néstor Mux. Fuente: Revista “Facundo” Nº 1, Rosario, agosto de 2010.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Horacio Castillo

























Arte poética

Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz.

Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.


Anquises sobre los hombros

Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
pero luego se vuelve cada vez más liviano,
hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.


Tuerto rey

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


La mesa de los asesinos

Me he sentado a su mesa, he comido su pan, he bebido su vino,
y no vi diferencia entre mi ojo helado y sus ojos,
entre mi párpado feroz y los suyos,
entre sus manos capaces de bajar un puñal sobre el corazón
y mi mano incapaz de detenerlo, de volverlo a clavar.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


Navegante solitario

Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales
de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta.
Sólo agua y cielo, el horizonte destruido,
el mar, que canta como yo siempre la misma canción.
Ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni esa extraña conversación en la sentina
que el oído percibe en las horas de calma.
Sólo agua y cielo, el rolido del tiempo.
A la noche, la estrella Achernar aparece en la proa;
entre los obenques, Aldebarán; a estribor,
un poco más arriba del horizonte,
Aries. Entonces, arrío, duermo. Y la nada,
mansamente, viene a comer de mi mano.

Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.


Tren de ganado

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.


El pecho blanco, el pecho negro

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

Fuente: Los gatos de la Acrópolis, Horacio Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 1998.


En el muslo del dios

En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres, y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierten en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.

Fuente: Cendra, Horacio Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.


Epigrama

Yo, Eustacio, poeta de una ciudad de provincia,
nací, viví y morí como todos los hombres,
según ha sido escrito en este monumento
junto al cual te has detenido a orinar.
Si sabes leer, lee, pero no esperes nada extraordinario,
pues rehusé el destino de los grandes, no tanto
por falta de valor o espíritu de aventura
sino por una innata inclinación a la molicie
y ese malsano escepticismo propio del docto.
Porque fui docto, y si algo aprendí –más
de la vida que de los libros– fue a temer
lo inesperado y evitar, hasta donde es posible,
el mal que acecha al ambicioso.
Soporté todo lo que se puede soportar,
jactancias de la boca y la fuerza de los hechos,
la eterna rotación de causas y efectos
nefasta para un carácter hasta cierto punto pusilánime.
Simple entre los simples, cínico entre los cínicos,
respeté la precaria naturaleza humana,
sabiendo que sólo puede considerarse dichoso
el que logra apartar día a día la desgracia.
Sólo me precio de haber escrito algunos versos,
por los cuales mis conciudadanos me consagraron
este lugar apartado, cerca de una gruta
donde los muchachos vienen subrepticiamente a amar
y arrancan de tanto en tanto una letra de mi nombre.
Soy Eustacio, poeta de una ciudad de provincia:
nací y viví y morí como todos los hombres.

Fuente: Música de la víctima y otros poemas, Horacio Castillo, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2003.

Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, el 28 de mayo de 1934. Desde muy joven se radicó en La Plata, ciudad donde falleció el 5 de julio de 2010. Fue poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado, periodista y miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española. Publicó los siguientes libros de poesía: Descripción (1971); Materia acre (1974); Tuerto rey (1982); Alaska (1993); Los gatos de la Acrópolis (1998); Cendra (2000); Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005). Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado/ 1974-1999 (1999) y Por un poco más de luz/ 1974-2005 (2005). Como traductor de poesía griega publicó: Epigramas de Calímaco (1979); Poemas de Odysseas Elytis (1982); María la Nube de Odysseas Elytis, en colaboración con Nina Alghelidis (1986); Romiosini  y otros poemas, de Yannis Ritsos (1988); Poesía griega moderna (1997);  Elegías de Oxópetra de Odysseas Elytis, en colaboración con Nina Anghelidis (1999); Seis poetas griegos (2000); Poesía de Takis Varvitsiotis (2001) y Raíces en el tiempo, de Spiros Vergos (2001). Algunos de sus ensayos publicados son: Darío y Rojas / Una relación fraternal (2002), La luz cicládica y otros temas griegos (2004) y Sarmiento poeta (2007). Casi en coincidencia con su muerte, apareció Colectánea (2010), libro que reúne textos de diversa índole. Entre los premios nacionales recibidos figuran: Premio de la Subsecretaría de Cultura de la Nación (1972); Premio Nacional  –Región Buenos Aires– (1978); Primer Premio Fondo Nacional de las Artes por traducción literaria (1988); Premio Konex - Diploma al Mérito (1993) y Premio Municipal de la Municipalidad de La Plata (1995). En 2001 fue designado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de La Plata. La poesía de Horacio Castillo ha sido objeto de valiosos estudios y ha recibido unánimes elogios de la crítica. Así, para Mario Goloboff, el autor es “uno de los más grandes poetas que han dado nuestras letras”, mientras que Sandra Cornejo no vacila en afirmar que se trata del “máximo exponente de la poesía hispanoamericana actual”.

Foto: Horacio Castillo. Fuente: Anotaciones de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas, Alfredo Maxit, La Luna Que, Buenos Aires, 2012.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Gustavo García Saraví

























El espejo

Para Hebe y Néstor

De quién es esta pena que me mira,
este rostro de liquen, anhelante,
esta abrumada linfa, semejante
a la acidez y al llanto y a la ira?

De quién es esta boca que suspira,
este cutis de cal, agonizante,
esta verdad que tengo por delante,
esta verdad doblada en la mentira?

Qué sangre la recorre, qué creencia
sostiene su crueldad o su inocencia,
su virtud, su ignorancia, su egoísmo?

Soy o no soy esta pasión de enfrente,
este rostro cercano y diferente
tan igual a mi alma y a mí mismo?

Fuente: Segundas intenciones, Gustavo García Saraví, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1976.


Tu lengua

Oh luciérnaga acuosa y furibunda,
cáliz inmemorial donde se liba
ferozmente la miel de la saliva,
ancha orquídea carnal que me circunda

de diminutos astros, oh profunda
y aérea, serpiente roja y viva,
uva con llamaradas, sensitiva,
vibrátil, inefable piel que funda

sobre mi piel los últimos edenes,
oh tumultuosa espada, pez quemante
que subes por los muslos y las sienes,

oh desesperación, desasosiego,
síntesis de la noche, amante, amante,
altísima y fatal, punta del fuego.

Fuente: Segundas intenciones, Gustavo García Saraví, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1976.


Mi cama

Os podría explicar
cómo es cada uno de mis muebles:
el bargueño, la mesa
los sillones, la cómoda, detalles
de la repisas
la biblioteca, los espejos. Llevan
conmigo muchos años y casi forman parte
de mi propio inventario: la mandíbula
el sacro sacro, el páncreas, las dos manos completas.

Sin embargo, prefiero hablaros de mi cama
mi humilde cama
mi pequeño Mar Muerto, mi rectángulo
habitualmente destendido, escorzo
de la blancura, página
para escribirme en ella, copiarme textualmente.

También podría anotar como
al descuido que estoy solo, solo, más solo
que nunca, solo
en sus inmensidades e imperceptibles pánicos
solo entre sus riberas, sin un pie
un camisón, un muslo, una palabra
una melena
una nuca, una espalda, una respiración
un olor, algo
para aferrarse
a la vida y no morirse.

Sí, algo para
no morirse, de noche, solo
igual que un muerto
que resuelve morirse nuevamente.

Fuente: Salón para familias, Gustavo García Saraví, Compañía Impresora Argentina, Buenos Aires, 1977.


Palabras ciertamente admirativas para
una mujer llamada “la Delfina”

a Marcial Galina

En las afueras
de Concepción del Uruguay
en el antiguo
y abandonado
cementerio del pueblo, junto
a una capilla
(que me parece que es pequeña y blanca, dos
lujos de la humildad poco frecuentes
en las casas de Dios) hay una loza
que dice el innombrable nombre
de la Delfina
la coronela, la teniente
la soldado, la tropa
la sargento mayor, la cabo
la cabalgata, la carrera
la perpetua jinete, la edecana
de las justas matanzas
la mantenida
la barragana
la puta, la querida
la brasileña, la amantísima
la amada de Ramírez, la escondida, la pública.

La amada de Ramírez.
Y en cierta forma de nosotros
los postreros ilusos
la soldadesca
los otros fundadores de la patria
los otros fundadores de un modo de querer
que ya no existe
ni existirá, precisamente como
la Delfina, el ayer, la gloria, los caballos.

Fuente: Salón para familias, Gustavo García Saraví, Compañía Impresora Argentina, Buenos Aires, 1977.

Gustavo García Saraví nació en La Plata el 29 de diciembre de 1920 y murió en Buenos Aires el 19 de mayo de 1994. Durante varios años vivió en Posadas, Provincia de Misiones, ciudad que lo declaró Huésped de Honor en 1992. Fue poeta, escritor y abogado. Publicó, entre otros, los siguientes libros de poesía: Tres poemas para la libertad (1955), Monografía para mi muerte y otras soledades (1956), Los sonetos, (1958), Los viajes (1960), Sonetos de amor (1963), Con la patria adentro (1964), Libro de quejas (1972), Cuentas pendientes (1975), Cuadernos del Ecuador (1976), Segundas intenciones (1976), Salón para familias (1977), Ensayo general (1980) y Escalera de incendio (1981). Recibió numerosas e importantes distinciones, entre ellas: Primer Premio de Literatura de la Provincia de Buenos Aires (1952), Premio Internacional de Poesía del diario La Nación (1963), Premio Regional y Nacional de Poesía (1974 y 1977), Premio Internacional de Poesía Leopoldo Panero (1981), Premio José Luis Núñez (1981) y Diploma al Mérito de la Fundación Konex (1984). En 1990, la Municipalidad de La Plata lo designó ciudadano ilustre. De espíritu escéptico, García Saraví cultivó el soneto y el verso libre por igual. Su pluma abordó los temas más diversos, como el amor, la familia, la soledad, el tiempo, la vejez, la muerte, la patria, los héroes, la injusticia social, y lo hizo, unas veces, con dolorido acento y, otras, con ironía impiadosa. Perteneció a la generación neorromántica del 40.

Ilustración: Gustavo García Saraví. Dibujo de Lascano. Fuente: www.revistalaguillotina.blogspot.es.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Héctor Ripa Alberdi





















El labriego del alba

Todo el silencio se quedó en la estrella
cuando la estrella se apagó temblando;
tornóse el mundo musical y bello
bajo la luz y al renacer los cantos.
Hora del alba en que la dicha plena
flota en la fresca beatitud del campo
y siente el hombre la pureza heroica
que hay en la fuerza del robusto brazo.
Brilla el rocío en el fragante trébol,
saluda al alba el estridente gallo,
silba en los campos la perdiz remota,
y en un instante en que el silencio es amplio,
desde muy lejos, sin saber de dónde,
canta el chingolo que anidó en los cardos.

Entre una nube de gaviotas blancas,
en la tendida placidez del llano,
labra el labriego la olorosa tierra
al paso lento de los bueyes mansos.
Hay en sus ojos claridad de aurora,
tiemblan canciones en sus puros labios
y hay una austera anunciación de vida
en la firmeza de sus rudas manos.
Abre la entraña de la tierra dócil
y arroja al surco que se va alargando
todos los sueños de un hogar que espera
la promisoria bendición del grano.
Feliz el hombre que al llegar el día
lo encuentra el alba en los floridos campos,
entre una nube de gaviotas blancas,
siguiendo el ritmo de los bueyes mansos.

Fuente: Ciudad de los poetas, Ana Emilia Lahitte, edición del Colegio de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires, Delegación La Plata, 1967.

Héctor Ripa Alberdi nació en Juárez, Provincia de Buenos Aires, el 26 de enero de 1897.  Desde 1909 hasta su muerte, acaecida imprevistamente el 13 de octubre de 1923, vivió en La Plata. En esta ciudad cursó estudios superiores en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNLP, convirtiéndose en líder estudiantil y abanderado de la Reforma Universitaria. Como tal, presidió la delegación argentina al primer Congreso Internacional de Estudiantes celebrado en México en 1921, donde expresó su solidaridad con los pueblos de América y la causa emancipadora. Fue alumno y amigo de Rafael Alberto Arrieta y Arturo Marasso, y mantuvo estrechos vínculos con Pedro Enríquez Ureña y Germán Arciniegas, entre otros intelectuales igualmente destacados. Asimismo, ejerció la docencia y fundó con el Grupo de Estudiantes Renovación la prestigiosa revista Valoraciones. Publicó tan sólo tres libros: Soledad (poesía, 1920), Sor Juana Inés de la Cruz (ensayo, 1922) y El reposo musical (poesía, 1923). En 1925, el Grupo de Estudiantes Renovación dio a conocer Obras de Héctor Ripa Alberdi (dos tomos), edición de homenaje que reúne todos sus trabajos en prosa y en verso, éditos e inéditos. Como Delheye, Mendióroz y López Merino, Ripa Alberdi murió antes de los 30 años, conformando con ellos la llamada “Primavera Fúnebre” o “Primavera Trágica”, denominación con que se conoce a este grupo de poetas pertenecientes a la “Primera Generación Platense” o “Generación del 17”. Horacio Ponce de León lo describe así: “De Héctor Ripa Alberdi perdura la imagen que preside la Edición de Homenaje de sus obras completas: un fino rostro vascuence, cuya frente ancha, despejada, meditativa, parece resguardar el brillo soñador de los ojos... Pensamiento y ensueños reunidos, buscando la perfección imposible, la quimérica coronación de la belleza”. Más allá del “estudiante insurrecto de 1918” –como lo calificó Enríquez Ureña–, Ripa Alberdi amó la soledad y el ocio contemplativo y sintió inocultable admiración por los poetas griegos y latinos de la antigüedad, cuya influencia se advierte en el singular clasicismo de su poesía.

Foto: Héctor Ripa Alberdi. Fuente: Obras de Héctor Ripa Alberdi, Edición de Homenaje del Grupo de Estudiantes Renovación, La Plata, 1925.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Francisco López Merino





















La emoción del silencio

Ésta es la hora en que todos los enfermos se agravan.
                                                                                      Charles Baudelaire

En los largos crepúsculos profundos
poblados de un recóndito silencio,
recuerdo el verso aquel que me emociona:
la hora en que se agravan los enfermos...

Pienso que un alma análoga a la mía
acaso ha penetrado al reino eterno
en esa hora ínfima y doliente
en que se agravan todos los enfermos...

¿Amigo, tú no sientes la tristeza
que desciende en la hora de silencio?
¿No sientes cómo tu alma también gime
cuando se agravan todos los enfermos...?

Fuente: Tono menor, edición del autor, La Plata, 1923.


Mis primas, los domingos...

Mis primas, los domingos, vienen a cortar rosas
y a pedirme algún libro de versos en francés.
Caminan sobre el césped del jardín, cortan flores,
y se van de la mano de Musset o Samain.

Aman las frases bellas y las mañanas claras.
Una estatua impasible las puede conmover.
Esperan la llegada de las tardes de otoño
porque, tras los cristales, todo de oro se ve...

Y vienen los domingos a cortar rosas. Saben
que el eco de sus voces para mí grato es.
Entre las hojas quedan sus risas armoniosas;
ellas seguramente se ríen sin saber.

Mis primas, cuando llueve, no vienen. Dulcemente
aparto los capullos que el viento hará caer;
hago un ramo con ellos y pongo bajo el ramo
un volumen de versos de Musset o Samain.

Fuente: Las tardes, Editorial Latina, Buenos Aires, 1925.


Libro de estampas

Viejo libro de estampas siempre fresco a mi anhelo
de buscar la invisible huella de sus pupilas.
Ella vivió el ambiente puro de cada cielo
y detuvo su asombro frente a un seto de lilas.

Quién sabe qué silencio musical le dio un lago
y qué ramo de rosas los canales dormidos...
Para su fantasía, del matiz tenue y vago
se elevaba una estela diáfana de sonidos.

¡Cuántos ensueños truncos errarán todavía
por las sendas sin nombre de estos quietos paisajes!
¡Cuánta leve nostalgia, cuánta melancolía
tejida en el transcurso de fantásticos viajes!

Fuente: Las tardes, Editorial Latina, Buenos Aires, 1925.


Canción de los domingos de infancia

Tout est fini, les dimanches son morts
Mes pauvres petits dimanches son morts
   Max Elskamp (Dominical)

Por mi memoria pasan como estampas borrosas
los castos y tranquilos domingos de mi infancia:
ramo azul de glicinas y campanas tediosas
entre un viento que extiende dolorosa fragancia.

Rayos de sol que quiebran la limpia superficie
de los viejos espejos que nos conocen tanto.
Rosales que se vuelcan en fragante molicie
y rosas que prolongan dominical encanto.

Niños de rostros pálidos y pupilas llorosas
que no tienen domingos ni una vez por semana.
Niños que viven entre letanías silenciosas:
carne de lirios que una brisa herirá mañana.

Nubes desvanecidas como trémulos lienzos
y nubes donde nace la tristeza del día.
Soledad un poco gris de esos patios inmensos
donde los escolares dejaron su alegría.

Musgo crepuscular de los gastados muros
que sugieren el miedo de morir o enfermarse.
Ventanas de cristales límpidos e inseguros
donde la niebla lenta fantasías esparce.

Caminar de muchachas que esperan la llegada
de este día, en que las bellas palabras se conciertan.
Angustia persistente de una rama quebrada
junto a las otras ramas que bajo el sol despiertan.

Nostalgia indefinida de que se acabe el día
y soñar que mañana no iremos a la escuela.
Crece el árbol oculto de la melancolía
y el sueño de la noche nos envuelve en su estela.

Doblan calladamente las campanas tediosas
y las brisas dispersan una antigua fragancia:
por mi memoria pasan como estampas borrosas
los castos y tranquilos domingos de mi infancia...

Fuente: Las tardes, Editorial Latina, Buenos Aires, 1925.

Francisco López Merino nació en La Plata el 6 de julio de 1904 y se quitó la vida en la misma ciudad el 22 de mayo de 1928 en uno de los baños del Jockey Club, disparándose un tiro en la cabeza. Fue hijo de América Merino y del escribano Francisco Toribio López, ambos de nacionalidad uruguaya. Tuvo seis hermanas a las que dedicó algunos de sus poemas y con las cuales compartió la infancia en una casa palaciega de la calle 49, entre 12 y diagonal 74, donde hoy funciona la Biblioteca Municipal que lleva su nombre. Si bien no se conocen claramente las razones de su suicidio, cierto es que la muerte temprana de una de sus hermanas, María América, en 1922, lo sumió en una profunda y crónica melancolía. De trato afable y comunicativo, López Merino tuvo muchos amigos y desarrolló una vida social intensa que le permitió relacionarse rápidamente con los poetas vanguardistas de Buenos Aires nucleados en torno de la revista Martín Fierro, aunque mantuvo distancia respecto de sus parámetros estéticos.  Con algunos integrantes de ese grupo –Borges, Marechal, González Tuñón, entre otros– formó parte, en 1927, del “Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes”, entidad de efímera duración. En su breve existencia, sólo llegó a publicar tres libros de poesía: Canciones interiores y otros poemas (obra de adolescencia que él mismo retiró de circulación, 1920), Tono menor (1923) y Las tardes (1925). Dichos libros le bastaron para granjearse la admiración de Jorge Luis Borges y Juan Ramón Jiménez, entre otras personalidades destacadas de la época, y le hicieron decir a Rafael Felipe Oteriño: “En ellos, traslúcido, percibo el clima espiritual de esa ciudad nueva, de ese domingo que es igual a otros muchos, de esos jardines donde transcurrió la infancia. Poesía del encantamiento y de la recreación es la que encierran. También poesía del dolor”. Como integrante de la “Generación del 17” o “Primera Generación Platense” (conocida, asimismo, como “Primavera Fúnebre” y “Primavera Trágica”), López Merino contribuyó a dar vida a la llamada “Escuela de La Plata”, caracterizada, principalmente, por el tono elegíaco, el equilibrio formal y la claridad y la economía expresivas; escuela que habrá de pervivir, con distintas modalidades, hasta la actualidad.

Foto: Francisco López Merino. Fuente: Panchito, el poeta, Atilio Milanta, Dei Genitrix, La Plata, 2000.