jueves, 25 de julio de 2013

Roxana Páez

























Terrón de barro

La tempestad cubre el mundo y toda la realidad.
Se traga el auditorio e incluso a los que traman
espectáculos.
Pero Próspero tal vez no previó nada
y al libro de magia se lo llevó la corriente.

Qué asco la lujuria de lo grandioso.
Sólo podía hablar de pequeñas cosas.

Y sin embargo llegó tarde la noticia de la tormenta.
Y tuvo un miedo gigante

por la lluvia de cuatro años en solo una noche.

Después de la inundación
vino el recuento de lo perdido. Tu hijo está vivo.
Podés nomás ir a trabajar.
Hace siete horas se conectó al libro de las caras.

Ésa de la señora flotando en una piscina de improviso
dentro mismo de su casa, no se la va a olvidar.

Ni a la madre que sacó a todos sus hijos de la casita,
uno en la espalda, otro bajo el brazo derecho, la tercera
bajo el izquierdo, el bebé sujeto por delante.
Se dio cuenta saliendo
a flote. El de pecho se perdió en la corriente
que ella nunca volverá a cruzar.

El negocio del amigo quedó cubierto,
las máquinas y las ropas resistentes, todas perdidas.
Es la ganancia del barro. Él ya no duerme, desentierra,
esquiva los restos del temporal.

¿Un triste aniversario, día feriado, tu compañero de trabajo
bajo plátanos, tilos o naranjos pedaleaba cuando el agua
lo llevó a un paradero de limo?

No hay comienzo ni fin, pero hay repetición y gobernantes
que visitan el día después de la gran inundación
las veredas cubiertas de basura y colchones anegados.
Hasta las ranas y los escarabajos, las cucarachas milenarias
se habrán ahogado con las campanillas
barridas con una pluma de carancho sobre el Arroyo del Gato.
Ladran los perros guardianes por el fin de la propiedad.

Nadie sabe cuántos paraguayos
desaparecieron de su propia vida, invisibles
para siempre del resto,
como lo fueron antes.

La tempestad misma envuelta en cuero, vino en harapos
porque mucho antes el agua de La Plata la había castigado.

Un tomo blando que fue un don de un ser querido a otro,
ambos ya idos. Cada uno por su catástrofe a destiempo.

Mi padre le regaló La tempestad a mi madre.

Escuchá un poco más. La biblioteca fue un reino
enorme y hubiera sido pecado dudar
de la honradez de mi abuela.

Mi padre hizo llover
lágrimas y un nene provisorio nos sonrió
y salvó de la tormenta.

¿Cómo decir del agua que es dulce? ¿Cómo ganar
la orilla?

Esas lecciones me sacaron
buena parte de la frivolidad.
Ya que debí crecer
en el hueco de un tilo,
me acostumbré
a ser invisible.

Visibilidad, comunicación, mitos barrosos.
¡Monstruos y catástrofes,
muéstrense bien! Sin siquiera la gracia
de la cresta de una ola.
Hokusai se volvía pincel al surfear.

Monstruitos, viendo todo no ven
cómo libera la reserva. Distraídos
por la repetición en el reflejo, no vieron
las piedritas ni el musgo ay
del pasaje, ni la savia ni la hormiga
en el hueco del tilo.

Una  muela de leche guardada
en un alhajero se salvó.

¿Qué ves? La suela dura y chata
de una alpargata seca, colchones destripados,
restos de sillas y maderas podridas.
Los aparatos de la conexión
incomunicados para siempre y las huellas
biodegradables de los habitantes invisibles.

Casilla y cartón. Terrón de barro.

Terror del paradero inconcluso.
Todo está cambiando
de lugar. ¿Y sin embargo qué ves?

¡Enjambres!
No son abejas, ni moscardones. Ni las moscas
de la mierda de tan real
tan alegórica.

Son chicas y chicos en escuadrillas
aleatorias que organizan el desentierro,
del residuo del temporal.
Limpian el porvenir
frágil sin embargo.

Estás viendo a tu hijo! Delegado del barrio.
Pero tus hijos no son tus hijos, sino hijos e hijas
del amor, de las catástrofes
y de la mutación.

Revoloteos luminosos entre el paco y el barro.
Campanillas fosforescentes salen de un tacho.
Se viene otra tormenta.
La oigo cantar en el viento. Daré una vuelta
para calmar la agitación.
Cric cric cric cric cric
luciérnagas, grillos, ranas me alegrarán.

¿Cómo están ahora? ¿Quién era tu compañero? ¿Tenía cierta edad?
Si no querés, no me digas nada. Lo que pude leer y escuchar dejó
filtrar apenas un resto de limo secado sobre un diario de ayer.
Nadie puede ponerse en el lugar del otro.
Cómo pudo ser una corriente sin río, adónde iba.
En Mendoza es más fácil darse cuenta.
El deshielo carga el río y los zanjones rebalsan,
el agua “atormentada” se lleva todo. El terremoto
sacude y traga.
La gente convive con el suspenso como
en los alrededores de un volcán.

Pero La Plata fue privada de orillas y montañas.
A cambio, pájaros y cigarras.

–Hay mil anécdotas terribles que trato de filtrar, por la psicosis
que genera semejante desastre.
Esta noche se pronostica lluvia... imaginate lo que se siente.
Este compañero iba en bici la noche de la tragedia
y se lo llevó la corriente. Profunda tristeza. 

¿Cómo te diste cuenta?
¿Una gota cayó en una cuchara y te despertó?
¿Acaso gritos en medio del sueño te llamaron
sin conocerte?
–Lo supe al otro día,                                   
cuando salí a la calle. La mía es
la más alta del barrio.
Un poco más allá los desagües estaban saturados,
las cloacas desbordaban. Mucho se dijo
sobre quién se dio cuenta, quién no.
Desagotaba su casa, se ponía a salvar
muebles cuando de pronto pensó
¿alguien estará en peligro?

La boca de tormenta, la gárgola
horizontal y callejera
¿vomitaba o tragaba?

Me acuerdo bien. La lluvia que tanto quise
en  el desierto,  en Tolosa no podía ser feliz.

¿Adónde fueron tu compañero en bici y las nenas
que raptó la corriente? Pudieron gritar
en castellano, en guaraní  revueltas
en una sopa de barro
espesa como la pobreza? Imaginate,
era feriado. Si hubiera sido un día hábil, la
cantidad de gente por la calle.
No hay barrio que no haya sido afectado.

Hay barro.

Han desaparecido de una manera extraña.

Esas figuras, esos gestos,
sin el auxilio de la palabra
forman un lenguaje mudo.

Mirá, mirá directamente.
No hay moluscos en estos charcos.
Pero se van cubriendo de unas redes de araña
que sobrevuelan teros y benteveos.

Escuchá, parece el chasquido de una pala.

Después de destilar
su aniversario de guerra vuelve
el sol alegremente
y las partículas de los rayos
se amotinan en cada agujero.                                       

Belleville, 8 – 23 de abril 2013


Cumpleaños

Donde se llenaba la tierra de sapos
después de la lluvia

las ojotas se pegaban al barro
como una sopapa.

Pero podías patinar
entre los antedichos sapos para
aterrizar sobre los cardos.

Ahí escuchamos los latidos de nuestro corazón
amplificados. El tuyo próximo y agitado.
El mío, más hondo y lento. Amplitudes.
Un hombre joven estaba suspendido a unos centímetros del piso.
Nos encontrábamos en un collage de tejidos, de manchas luminosas,
como estampadas por el reflejo de las piedras.
Cuarzos de todos los tamaños, concentrados de prehistoria
con luz cristalizada.
Tu sueño
al abrigo del azar.
Las lenguas son formas de guardar los secretos.
La emoción, el sueño y el miedo.
Algo familiar pero no demasiado familiar.

Una cabeza de mujer al ras del suelo
mirando hacia adelante y el cuerpo por zambullirse
en el suelo –como un avión, un insecto.

Ahora voy a estar con mi hijo.

Pero el estoy aquí va desapareciendo.

Los sentimientos, el suelo de uno, los sentimientos
del otro.

Dos manos se tocan con fondo de partituras enormes, planisferios.
M A  P A

Ahora que respirás profundo cuando vas a tocar,
descubrís que la semilla
se alcanza creciendo.

Nos estamos viendo
crecer.

Los movimientos se repiten
con una cadencia cambiante, suspensiva.
Como la esperanza de la desesperanza, como
la respiración, profunda y agitada.

El amor es continuo:

un reggae, dos, infinitos en círculo.
En el pasaje de la fortuna,
vas a estar a la altura del chico que fuiste.


Puerta de ensayo

La percha rosa que trajiste
para colgar un fantasma se quebró.
La cinta asomaba del tacho
el glamour ahogándose en el polietileno
y la circunstancia de morir como fetiche
después de haber colgado prendas
femeninas
en el placard donde vivimos juntos.

Una casa rosa,
una casa amarilla y la tercera roja.
La primera es del estilo falso-colonial
y parece vacía.

En el portal de la segunda
una persona mira con largavistas.

De la tercera parece salir un murmullo
que se suspende
sobre los yuyos que la separan
de aquí,

suaves y tostados
y otros de penachos blancos que se mueven
fijados al suelo en lugar de al cielo

pero bailando contra la fijeza para él.

El hombre mira a una mujer que se escapó
consigo misma.

Al principio, muy largo, tan desprovista de casa
como un globo que flota sobre la línea de la sombra.

Ella querría seguir riéndose.

Como una vendedora de chascos.
Como una compradora de chascos “Las Maravillas”
en el puesto de una feria.

Convencida del poder de las acciones físicas.
La risa provoca el humor y un abrazo
el amor de manera instantánea.

Las casas donde comienzan y terminan las cosas,
donde cambian silenciosamente, no impiden estar
en varios lugares al mismo tiempo.

Fuente: Gentileza de Roxana Páez.

Roxana Páez nació en La Plata. En esta ciudad estudió y ejerció la docencia hasta el año 2000. Pasó su infancia y adolescencia en Buenos Aires y en Mendoza. Es poeta, ensayista y traductora. En 2001, con motivo de haber recibido la Beca Saint-Exupéry, se trasladó a París, donde obtuvo un Doctorado sobre poesía argentina. Desde entonces, reside en la capital francesa. Tradujo, entre otros autores, a Pierre Klossowski, Rachid Boudjedra, Michel Serres, Cornelius Castoriadis, Henri Méchonnic, Bernard Dort, Marcel Duchamp, Georges Bataille, Mamhoud Darwich, Geneviève Huttin, Josée Lapeyrère y Alain Lance. En Argentina, trabajó como lectora en varias editoriales y colaboró con artículos y reseñas en revistas y suplementos culturales (Babel, Diario de Poesía, El Cronista Cultural, El Día). Entre 2002 y 2004 coordinó y tradujo en París las Soirées des Ecrivains de la Sortie, encuentros bilingües de escritores franceses y argentinos. Publicó los siguientes libros de poesía: Gran distracción animada (1994), Las vegas del porvenir (1995), La indecisión (1999), Fogata de ramitas y huesos (2002, reeditado en 2009), Lettera rarissima, antología bilingüe (Marsella,  2007), Madre Ciruelo (2007), Serie de banda rumorosa (2011) y El diario de la china. Donde el diablo perdió el poncho y el zorro y la liebre se dan las buenas noches (2012). Algunos de sus poemas fueron traducidos al inglés, francés, portugués y alemán y publicados en diarios, revistas y antologías, entre ellos: Monstruos. El sueño de la poesía. Antología de la nueva poesía argentina (Edición y prefacio de Arturo Carrera, 2001); Antología del subte (1998); Poesía. 36 autores, (1999); Naranjos de fascinante música. Poesía contemporánea de amor en La Plata (2003); Twenty Poets from Argentina - Poetry of the Nineties (Edición de D. Samoilovich y traducción de A. Graham-Yooll, 2004) y Antologie des écrivains latino-américains en France (2007). Obtuvo, entre otras distinciones, el Primer Premio Nacional de Poesía del Concurso Enrique Pezzoni (1993), el Segundo Premio del Concurso Nacional de Poesía "La piedra movediza" (1994), el Primer Premio Internacional Juan L. Ortiz al libro de poesía de la década por Fogata de ramitas y huesos (2010) y el Segundo Premio de Ensayo del Fondo Nacional de las Artes por Poéticas del espacio argentino (2011), publicado por Mansalva en 2013 y presentado recientemente en Buenos Aires. Asimismo, fue becada por la Direction du Livre del Ministerio de Cultura francés para traducir Critique du rythme, de Henri Méschonnic, organismo que en 2012 le otorgó una Beca de creación por Impasse de la Baleine. Acerca de Fogata de ramitas y huesos, escribió Anahí Mallol en Orbis Tertius, año VIII, número 9, 2002-2003: “No está de moda decir: este libro me emocionó. Mal visto, mal dicho, como si se dijera al mismo tiempo: me emocionó porque es sentimental, me emocionó porque es melodramático. Pero en este caso se trata justamente de lo contrario. El libro de Roxana Páez (...) emociona porque conmueve la forma precisa, detallada y fragmentaria con que trama una historia que roza, como su núcleo mismo, como un centro de irradiación de la escritura, lo que no puede ser dicho; no por tabú, no por sublime, sino porque siempre se escapa hacia una nueva transformación de sí: el dolor y su doble, lo que sobre el dolor se construye, sin dramatismo, sin grandilocuencia ni impostación teórica. La Fogata de ramitas y huesos de Roxana Páez logra sin duda con maestría y en una demostración de madurez estética, hacer confluir en el hilo delgado de los versos cada cosa y su reverso: por eso, más allá de la pena y la melancolía, incluso más allá de la nostalgia, crea su propio punto de incandescencia, su momento de combustión en que los elementos combinados exhalan un humo propio, con su perfume, su persistencia, su espesor particulares”. Los poemas publicados en esta página permanecían inéditos.

Foto: Roxana Páez. Fuente: Gentileza de Roxana Páez.

jueves, 18 de julio de 2013

Arturo Horacio Ghida



















Tú alargas los cabellos

Tú alargas los cabellos como un brumoso río
hacia bosques de lunas y serpientes despiertas,
cuando aúlla en tu sangre como un perro el hastío
y oyes pasar el tiempo en tus noches desiertas.

Yo también estoy triste y te amaré, oh impura,
y beberé en tus labios un fuego vivo y fuerte:
no buscaré tu alma ni tendré tu ternura
pero amaré tu carne para olvidar la muerte.


A. H. G. oye risas desde su balcón

Arturo Horacio Ghida, tenaz meditabundo,
a la luz de la lámpara, con libros y papeles,
sueñas en tu cartuja, silencioso y profundo,
pero en la calle estallan risas como claveles.

¿En qué piensas ahora, mirando el calendario
que marca un ilusorio tiempo que ya no existe?
Tu vida es como un blanco día de aniversario
y corre igual que un agua lenta, cansada y triste.

Aquí, sobre la mesa, humea el cigarrillo
cerca de un ceniciento remanso de tinteros;
arriba, el cielo raso, paternal y sencillo,
contempla los paisajes de polvo en los roperos.

La araña, fiel Penélope, visita los rincones,
condolida, sin duda, de verlos tan desiertos,
con la atroz soledad que invade los figones
después de los nocturnos bullicios de los puertos.

La biblioteca estira bostezos doctorales
abriendo la honda boca de su molicie austera:
primaveras e inviernos pasan por los cristales
sin conmover la oscura carne de la madera.

Desde la silla ensaya, pausadamente, un guiño
la corbata enlutada que acaricia el respaldo,
envuelta en la pereza de ese gran desaliño
que luce en las solapas medallones de caldo.

Como un espantapájaros, estéril y tedioso,
sobrevive en la percha la cruz del traje viejo:
tiembla en la indiferente luna de su reposo
la claridad inmóvil que duplica el espejo.

Y un cielo de bazar o de juguetería
finge la cal pintora que por los muros sube:
barriletes y estrellas dan su vocinglería
y se enreda, entre flores, el candor de una nube.

Arturo Horacio Ghida: amontonas tus horas
para quemarlas juntas, con fantástico empeño,
en la hoguera que encienden implacables auroras
mientras vas persiguiendo la hojarasca de un sueño.

Pero las risas dicen –¿las oyes?– que es preciso
retornar a lo cierto y emprender con firmeza
la marcha por la tierra de orondo vientre liso
sin soñar en la rosa vana de la belleza.

A lo lejos las voces que entre la sombra cantan
esparcen raudos fuegos de artificio en el viento
y las llamas alegres que las risas levantan
estremecen la noche con su deslumbramiento.


Habla el fantasma de Jean Arthur Rimbaud

De noche yo me acerco al mar de los remeros,
bajo cielos tristísimos cruzo los corredores,
y veo entre los brazos de oscuros pescadores
nacer el mar cantando con sus altos veleros.

Me lleva el grito azul que dan los marineros
a remotas penínsulas con olor de alcanfores,
envuelto en torbellinos surco los resplandores
y regreso escoltado por los vientos ligeros.

Mi sonora alegría en los abismos zumba
como el sol iracundo que al morder una tumba
llena de luz las lámparas y despierta a los muertos.

Con sus manos de espuma el mar me condecora,
salitres y monzones a mi pecho incorpora
y mi voz tempestuosa gira sobre los puertos.


Ritual de los Cornudos

A la memoria ejemplar del señor de Montespan,
súbdito de Luis XIV

Cuando hay mujeres tristes y palomas de llanto
cuyos pechos se cubren de rosales velludos,
con ojos amarillos y cabellos de espanto
recorren las alcobas los profundos Cornudos.

Detrás de sus orejas se alarga como un canto
la risa de las sábanas de afilados embudos
que atraviesan la noche con su furor, en tanto
que al cielo se levantan los dos cuernos desnudos.

La risa, igual que el viento, sacude las alcobas,
arrastra por los muebles insidiosas escobas
y llama a las ciudades, gritando en el balcón.

Entonces, gravemente, se acercan las vecinas,
los Cornudos explican su caso en las esquinas
y en un enorme cuerno clavan su corazón.

Fuente: Arturo Horacio Ghida, Luis de Paola, Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1965.

Arturo Horacio Ghida nació en Buenos Aires en 1907 y murió en Florida, Provincia de Buenos Aires, en 1988.  Estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de La Plata. En esta ciudad vivió poco más de veinte años y su obra adquirió un carácter definido. A su casa, ubicada en diagonal 77 entre 5 y 6, solían concurrir numerosos escritores locales y también porteños; entre ellos, Joaquín O. Giannuzzi, que lo calificó como “poeta secreto”. Trabajó en el diario El Argentino, de La Plata, donde fue secretario de redacción y editorialista. Ya entrada la década del 50, pasó a integrar el cuerpo diplomático argentino, desempeñándose como cónsul en La Paz (Bolivia), para, luego, terminar recalando en la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires. Publicó tan sólo El poeta y el resplandor (1943), minúscula plaqueta de textos fantásticos a los que subtituló “Verídicas historias”. Si bien colaboró con numerosas revistas literarias (Megáfono, Fábula, Huella, Contrapunto, La Libertad Creadora, Teseo, Cultura, Testigo, etc.) y diarios del país, la mayor parte de su producción poética permaneció inédita durante mucho tiempo. Aun así, Roberto Saraví Cisneros lo incluyó en Primera antología poética platense (1956) y Ana Emilia Lahitte en Veinte poetas platenses contemporáneos (1963). Poco después, en 1965, Ediciones Culturales Argentinas dio a conocer Arturo Horacio Ghida, título que reúne poemas, textos de El poeta y el resplandor y algunos ensayos breves, cuya selección y prólogo estuvieron a cargo de Luis de Paola. Por su parte, Luis Alberto Ballester, Rogelio Bazán y Carlos Velazco recogieron una docena de sus creaciones líricas en el volumen colectivo Poesía de un tiempo indigente, publicado por Plus Ultra en 1981. Meses antes, más precisamente el domingo 31 de agosto de 1980, el diario La Opinión le dedicó dos páginas a su obra inédita en verso y en prosa con sendos comentarios de Joaquín O. Giannuzzi y Luis Alberto Ballester. Dueño de una inteligencia y una cultura prodigiosas –según cuenta Enrique Sureda, que fue compañero de tareas en El Argentino y amigo suyo– Ghida aportó a la generación del 40, a la cual se lo adscribe, una voz sumamente personal. En su poesía, deudora del romanticismo, el simbolismo y el surrealismo, es posible reconocer dos instancias creadoras: una, lindante con los sueños y la alucinación, que puebla los poemas de “cosas mágicas y de trasmundo”, como apuntó Alberto Ponce de León; y otra, donde la claridad expositiva y cierto orden clásico prevalecen sobre lo onírico y lo fastuoso.

Imagen: Arturo Horacio Ghida, dibujo de Daniel Ponce. Fuente: Diario “El Día”, de La Plata, domingo 12 de abril de 1981.