miércoles, 30 de julio de 2014

Felipe Villaro


Bienaventuranza

Bienaventurados los pobres
porque de ellos serán las margaritas
pálidas y sin perfume;
los charcos malolientes de agua estancada,
la tierra yerma
y las paredes de cal,
descascaradas.

Bienaventurados porque de ellos serán los vagones sucios
de los trenes que se atrasan;
los hospitales públicos donde faltan vendas
y antibióticos;
de ellos será la televisión idiota y repetida,
las aguas contaminadas,
los semáforos siempre en rojo
y los accidentes absurdos.

Bienaventurados los pobres
porque de ellos serán los ojos de vidrio,
las piernas de madera,
las escaleras mecánicas,
los pasamanos ennegrecidos,
las moscas del verano,
los diarios viejos
y el vino barato y sin medida.
De ellos serán las cadenas robadas,
los naipes marcados
y alguna rosa olvidada en la basura.
Bienaventurados los pobres
porque de ellos será la pobreza.

Siempre.

Fuente: Adasmeuq: pequeñas cosas y otros poemas, Felipe Villaro, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1999.


Mediodía

Los acordeones y los bajos
suenan graves y apacibles
en este bar de la calle 48
en el que nadie atiende a la música
sino a sus cosas.

Ignoro por qué
pero está aquí el príncipe de los lirios,
que ha venido desde Cnossos.
También está Homero
que observa distraído,
pero satisfecho,
cómo sus dos rivales siguen corriendo en torno de la ciudad:
Héctor siempre adelante.
Y Aquiles, el de los pies ligeros,
persiguiéndolo.

A través del vidrio empañado
veo pasar la niña rubia,
el vendedor de cuchillos,
la florista con sus claveles húmedos y marchitos,
y algunos hombres
y algunas mujeres
que van y vienen.

En esta pequeña historia
que cabe en el pocillo de café
todos los que pasan
y yo con ellos,
seguimos corriendo en torno de la ciudad,
aunque nadie nos persigue.

Fuente: El sueño de Ulises, Felipe Villaro, Alción Editora, Córdoba, 2008.


“El bosque aguarda. La lluvia fluye”

Martin Heidegger. La experiencia del pensar

–Dónde habitas?
–En la tierra y en el aire.
–Cuál es tu nombre?
–Ustedes me nombran árbol y a veces pino, pero no tengo nombre.
–Todas las cosas tienen nombre: es una condición del existir.
–Yo no tengo nombre porque no existo.
–Si no existieras no podría hablarte ni escucharte.
–Es que en verdad hablas y te escuchas a ti mismo.
–Al principio me dijiste que habitabas en la tierra y en el aire.
–Te dije lo que querías escuchar.
–Y dónde habitas entonces?
–Ya debieras saberlo: sólo habito en tus palabras.

Fuente: El sueño de Ulises, Felipe Villaro, Alción Editora, Córdoba, 2008.


Oficio vespertino

En la apacible tarde
la vaguedad de la luz deambula
por las calles.
No se oyen bocinas
aunque sí, de tanto en tanto, el sonido
de automóviles que ruedan sobre el asfalto.
Es domingo. Este día
se llama domingo porque está dedicado
al Señor, pero en verdad
parece no estar dedicado a nadie
sino a la ausencia.
Una pareja de jóvenes
y una pareja de ancianos
pasan frente a mí.
Los miro alejarse hasta ya no verlos.
En su lugar veo tilos y acacias.
La tarde sigue apacible pero
la luz es poca.
Suenan las campanas de la catedral. Debo irme.
Hoy, además,
las palabras no se traducen.

Fuente: Como las hojas que caen, Felipe Villaro, Alción Editora, Córdoba, 2014.


Los hombres de otra edad

Los hombres de otra edad
caminan con nosotros
pero no los vemos;
hablan nuestro idioma
con distintas palabras.
Los hombres de otra edad
ocupan su tiempo de diversos modos:
a veces en los surcos de sus días
hacen correr un vino blanco
aromático y ojeroso
como las hojas secas de los tilos;
otras veces
en la planicie de sus noches
erigen muros de sueños
para defenderse de las sombras;
casi siempre
en sus ratos libres,
apostados en esquinas sin ochavas,
gritan su nombre a los que pasan
intentando que alguno lo recuerde
para salvar su identidad.
Los hombres de otra edad
no le temen a la muerte:
simplemente
le temen al olvido.

Fuente: Como las hojas que caen, Felipe Villaro, Alción Editora, Córdoba, 2014.

Felipe Villaro nació en Trenque Lauquen, Provincia de Buenos Aires, en 1939. Desde 1964 reside en La Plata. Es abogado y autor de libros y trabajos relacionados con su profesión. Fue, además, profesor universitario. En poesía publicó Adasmeuq: pequeñas cosas y otros poemas (Grupo Editor Latinoamericano, 1999), El sueño de Ulises (Alción Editora, 2008) y Como las hojas que caen (Alción Editora, 2014). Con anterioridad a estas publicaciones, sus poemas habían aparecido en diarios y revistas. También abordó la ficción en Bateristas numerosos (Alfaguara, 2001) y el ensayo en Decadencia y Nación: ensayo de la Argentina, 1862-2005 (Scotti Editora, 2005). 

Foto: Felipe Villaro. Fuente: Adasmeuq: pequeñas cosas y otros poemas, Felipe Villaro, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires 1999.

martes, 1 de julio de 2014

Carlos Aprea


Raúl

Dónde andarás Raúl,
por qué difícil cálculo.
La tierra, al fin, sigue anchísima y ajena
y no te alcanzo a ver por el google earth.
Juntos comenzamos a explorarla
remontando en verano el Maldonado
y fue nuestro el festín de garzas y flamencos,
nuestra patria primera, sin fronteras ni ley.
Y siempre tu rostro,
sin dudas ni jactancia alguna
que te hayas permitido;
un cruzado que siempre entrevió a Dios
en el horizonte
de su propio esfuerzo;
los demás hacíamos lo nuestro,
lo de todos: dudábamos,
vagueábamos o nos enredaba
el diablo en las diagonales
más sórdidas del centro.
Cómo andará tu fe prodigiosa
en las virtudes de la técnica,
el progreso como un horizonte luminoso,
lejos de la miseria y el temor,
que siempre golpeó más a los morochos,
aseguraba tu madre;
cómo andarán tus superhéroes
y nuestras estampillas: mares lejanos,
animales fabulosos, países de nombres
sorprendentes;
dónde guardarás esa placa de bronce
de los ferrocarriles ingleses del Chubut,
juntos la arrancamos de una máquina
muerta, una ballena de hierro en
pleno Puerto Madryn, “Manchester 1888”,
nos pesaba como una culpa;
o esos trozos de carbón
de coke que desenterrábamos
entre las vías muertas del baldío,
mientras soñábamos mansamente
con el porvenir. No eran tiempos
para entender demasiado,
ni vislumbrar la tempestad en ciernes.
Tanta agua pasó
que no quedaron puentes entre
tu vivir y el mío, sólo alguna
foto escolar, el sonido
de tu nombre llamándote
desde el jardín,
frente a tu antigua casa,
atrás del descampado y el olvido.


López Selección

Carga contra el olvido en cada copa,
bebe para recordar que bebe,
para tener un recuerdo cierto,
lo que dura su brillo en las pupilas.
Nunca es tarde
cuando la desdicha es buena.
Ríe. Alguna vez trabajó en algo,
alguna vez gozó en su propia cama. Me dice:
la mujer empuja y el hombre está en llanta.
Amargo, Epicuro emerge del alcohol.
No hay bares en el barrio ahora,
se fueron los valientes Caballeros
de la Botella, maestros de bota y damajuana.
Se fueron a otros bordes,
con caballos y potreros
y la virginidad perdida
de las muchachas.
Ellas consumaron su primer ardor
y se fueron,
lo dejaron pagando
su ración de vino malo.
Ya no hay códigos de silencioso
brillo ni cuchillos de temple criollo,
esos que entran en la carne
y sacian la sed, mirando escapar
la sangre ajena, la sangre
de un traidor por ejemplo.
No hay más bares, me dice,
tetra en mano, un tigre viejo, esperando
que le devuelva un gesto
de complicidad y me vaya,
esperando que pase el tren,
aquí, donde no quedan ni las vías.


Margarita

Al único teléfono del barrio
lo custodiaba Margarita,
en la estafeta postal.
Sus mofletes curtidos brillaban
con el sol de las tardes de octubre,
ah, look at all the lonely people,
rubia pulpera sin pulpería.
Un sagrado corazón
con tintas de oro y carmesí,
asomaba tras la cortina de su comedor,
espiaba, mate en mano, quién
y cómo usaba el aparato,
cada minuto de sus interminables horas,
y con su radio de Mañanitas Camperas
despertaba las calles somnolientas.
Margarita saludaba ¡chau, querido!
a los chiquilines en guardapolvos
y les miraba a los hombres
la entrepierna para distraer su soledad.


El agua y el aceite

En las manchas del colchón
habita, oculto, el pasado.
Mientras vamos a la escuela,
las putas de la vuelta de casa,
madre e hija, salen a saludarnos
desde la tapera del fondo,
una pintura de Molina Campos,
ballenas voluptuosas, pintarrajeadas,
con toda la resaca de la madrugada.
En el recreo, los más grandes
dicen que la rubia tiene la uterina,
Martita, desde su pupitre
se ladea, levanta el guardapolvo
y pide que nos despidamos de ella
autografiándole los glúteos.
Doña Martina ve nuestros pecados
en el aceite vertido sobre el agua.
Las gotas se estiran sobre el plato.
–Estás ojeado, nene. Te lo están mirando
mucho las mujeres, Teresa.


Cuando vuelven los días

No es mi flaca alegría la que empuja otras voces
a poblar las veredas en los días de fiesta,
pero sube al mirarlos algo que se asemeja
a ese aliento que sana. No soy quien
para juzgar cualquier intento
de hacer de una manada un pueblo,
mis derrotas deben morir conmigo, es vileza
alimentar el odio propio con esperanza ajena.
Ellos pueblan de niños, ladrillos y paredes
y ropa colgada al sol y cocinas humeantes
y madrugadas limpias, las calles de un barrio
cuyos límites ya no reconozco.
Ellos brotan sin tutores de ninguna especie,
y no piden permiso ni viven de prestado,
apenas tienen llave y contrapiso,
apenas un umbral, un patiecito,
dueños de rabias propias y desprecios ajenos,
de solidaridad callada y plena, pelean,
por las buenas o no, pelean cada día.
Hay un sol que apenas los alumbra y salen
a festejar la vida. 


Supongamos Turkestán

a Pablo Ohde  

Prefiero imaginar tu parada argentina
sobre la proa de un barco ennegrecido,
ese porte ajeno a todo carnet de afiliación
o pertenencia,
salvo ese infinito océano primordial
donde la vida copula y renace cada día.
Tu sonrisa irónica y transoceánica
surcando el mar la mar
la rosa bisexual,
el humo de los fumaderos,
la sal de los monstruos marinos,
lo viviente como equipaje denso:
latidos desenfrenados en un cuerpo lento,
tu altavoz que no cambia
el alcohol más preciado
ni la madrugada más bella
por el recuerdo de esa bahía de hembra alucinada.
La alondra Spinoza posada sobre tu hombro,
avizorando desde tu altura
la espuma de esos días fáusticos
sobre los acantilados de la Costa Brava,
y murmurándote, como una pasión triste,
la dulce canción final
de los desterrados.
Ahora parece que te fuiste
al carajo, marinero,
supongamos Turkestán,
a seguir arrastrando
tu voz en la poesía –poesía sobre tu voz–
con las maravillas que no morirán.
Escupiendo versos contra toda servidumbre,
sobre la grisura de un mundo
un poco más miserable y solitario.

Fuente: Gentileza de Carlos Aprea.

Carlos Aprea nació en La Plata en 1955. Vive, desde siempre, en el barrio Villa Elvira de dicha ciudad. Cursó estudios en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la UNLP. Es Técnico Químico y cofundador de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la UNLP. Comparte su condición de poeta con la de actor, autor y director de teatro. Publicó cuatro libros de poesía: La intemperie (1999), Abrigo (2006), La camisa hawaiana (2010) y Pueblos fugaces (2012). En 2009 dio a conocer, conjuntamente, las siguientes plaquetas: Conociendo gente se viaja, El pájaro de las cinco y media, This is the end, week end, Política líquida y Teatros. Algunos poemas y textos diversos de su autoría aparecieron también en compilaciones poéticas y revistas culturales como Talita, El Hormiguero, El Espiniyo, Pasajes y Sismo Trapisonda, entre otras. Acerca de su poesía escribió Juan Octavio Prenz: “No vacilamos en atribuirle la cualidad de poesía necesaria, cuyos procedimientos y recursos poco o nada tienen que ver con la dispersión retórica, como tampoco con la búsqueda de fáciles complicidades con el lector, y sí, en cambio, se comportan siempre como elementos funcionales. Cuando hablamos de poesía necesaria, queremos subrayar que la misma apunta menos a los efectos exteriores o a producir un cambio voluntarista en la ‘serie literaria’ que a dar respuestas a una necesidad interior de expresión. Por otra parte, esta necesidad de expresión no es gratuita ni lúdica y obedece a razones profundas que hacen a la posición del hombre en el mundo, a sus relaciones con la realidad y con los demás seres humanos. No es extraño, pues, que de esta necesidad participe también un uso adecuado, con-veniente, de la palabra, que se presenta aquí con toda su carga y su peso de significado, sin dejarse desbordar por los efectos múltiples que la misma puede producir. Aprea es, en este sentido, un poeta sustancial, con versos ‘llenos de mundo’ y en comunión permanente con una realidad compleja hecha de certezas y vacilaciones, alegrías, frustraciones, posibilidades”. Los poemas publicados en esta entrada pertenecen a Villa Elvira, libro inédito.

 Foto: Carlos Aprea. Fuente: Gentileza de Carlos Aprea.