Arte poética
Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz.
Fuente: Materia acre, Horacio
Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.
Anquises sobre los
hombros
Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los
hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
pero luego se vuelve cada vez más liviano,
hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.
Fuente: Materia acre, Horacio
Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.
Tuerto rey
Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.
Fuente: Tuerto rey, Horacio
Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
La mesa de los
asesinos
Me he sentado a su mesa, he comido su pan, he bebido su
vino,
y no vi diferencia entre mi ojo helado y sus ojos,
entre mi párpado feroz y los suyos,
entre sus manos capaces de bajar un puñal sobre el corazón
y mi mano incapaz de detenerlo, de volverlo a clavar.
Fuente: Tuerto rey, Horacio
Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
Navegante solitario
Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales
de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta.
Sólo agua y cielo, el horizonte destruido,
el mar, que canta como yo siempre la misma canción.
Ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni esa extraña conversación en la sentina
que el oído percibe en las horas de calma.
Sólo agua y cielo, el rolido del tiempo.
A la noche, la estrella Achernar aparece en la proa;
entre los obenques, Aldebarán; a estribor,
un poco más arriba del horizonte,
Aries. Entonces, arrío, duermo. Y la nada,
mansamente, viene a comer de mi mano.
Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra
Firme, Buenos Aires, 1993.
Tren de ganado
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra
el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos
al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las
estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la
vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.
Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra
Firme, Buenos Aires, 1993.
El pecho blanco, el
pecho negro
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Fuente: Los gatos de la Acrópolis, Horacio
Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 1998.
En el muslo del dios
En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres, y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y
guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de
uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte
en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierten en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.
Fuente: Cendra, Horacio Castillo, Ediciones del
Copista, Córdoba, 2000.
Epigrama
Yo, Eustacio, poeta de una ciudad de provincia,
nací, viví y morí como todos los hombres,
según ha sido escrito en este monumento
junto al cual te has detenido a orinar.
Si sabes leer, lee, pero no esperes nada extraordinario,
pues rehusé el destino de los grandes, no tanto
por falta de valor o espíritu de aventura
sino por una innata inclinación a la molicie
y ese malsano escepticismo propio del docto.
Porque fui docto, y si algo aprendí –más
de la vida que de los libros– fue a temer
lo inesperado y evitar, hasta donde es posible,
el mal que acecha al ambicioso.
Soporté todo lo que se puede soportar,
jactancias de la boca y la fuerza de los hechos,
la eterna rotación de causas y efectos
nefasta para un carácter hasta cierto punto pusilánime.
Simple entre los simples, cínico entre los cínicos,
respeté la precaria naturaleza humana,
sabiendo que sólo puede considerarse dichoso
el que logra apartar día a día la desgracia.
Sólo me precio de haber escrito algunos versos,
por los cuales mis conciudadanos me consagraron
este lugar apartado, cerca de una gruta
donde los muchachos vienen subrepticiamente a amar
y arrancan de tanto en tanto una letra de mi nombre.
Soy Eustacio, poeta de una ciudad de provincia:
nací y viví y morí como todos los hombres.
Fuente: Música de la víctima y otros poemas, Horacio
Castillo, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2003.
Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, el 28 de mayo de 1934.
Desde muy joven se radicó en La Plata, ciudad donde falleció el 5 de julio de
2010. Fue poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado, periodista y miembro
de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real
Academia Española. Publicó los siguientes libros de poesía: Descripción (1971); Materia acre (1974); Tuerto rey (1982); Alaska (1993); Los gatos de
la Acrópolis (1998); Cendra
(2000); Música de la víctima y otros
poemas (2003) y Mandala (2005).
Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado/ 1974-1999 (1999) y Por un poco más de luz/ 1974-2005 (2005). Como traductor de poesía
griega publicó: Epigramas de Calímaco
(1979); Poemas de Odysseas Elytis (1982); María la Nube de Odysseas Elytis, en
colaboración con Nina Alghelidis (1986); Romiosini y otros poemas, de Yannis Ritsos (1988); Poesía
griega moderna (1997); Elegías de Oxópetra de Odysseas Elytis,
en colaboración con Nina Anghelidis (1999); Seis poetas griegos
(2000); Poesía de Takis Varvitsiotis
(2001) y Raíces en el tiempo, de Spiros Vergos (2001). Algunos de
sus ensayos publicados son: Darío y
Rojas / Una relación fraternal
(2002), La luz cicládica y otros temas
griegos (2004) y Sarmiento poeta
(2007). Casi en coincidencia con su muerte, apareció Colectánea (2010), libro que reúne textos de diversa índole. Entre
los premios nacionales recibidos figuran: Premio de la Subsecretaría de Cultura
de la Nación (1972); Premio Nacional
–Región Buenos Aires– (1978); Primer Premio Fondo Nacional de las Artes
por traducción literaria (1988); Premio Konex - Diploma al Mérito (1993) y
Premio Municipal de la Municipalidad de La Plata (1995). En 2001 fue designado
Ciudadano Ilustre de la Ciudad de La Plata. La poesía de Horacio Castillo ha
sido objeto de valiosos estudios y ha recibido unánimes elogios de la crítica.
Así, para Mario Goloboff, el autor es “uno de los más grandes poetas que han
dado nuestras letras”, mientras que Sandra Cornejo no vacila en afirmar que se
trata del “máximo exponente de la poesía hispanoamericana actual”.
Foto: Horacio Castillo. Fuente: Anotaciones
de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas, Alfredo
Maxit, La Luna Que, Buenos Aires, 2012.
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