miércoles, 15 de julio de 2015

Horacio Castillo


Salto

Primero es un vacío en el estómago,
enseguida una sensación de puro peso,
hasta sentir el tirón del correaje en los hombros
y la flor de seda que se abre encima de nosotros.

Entonces la respiración recupera su ritmo
y el mundo se ordena a nuestros ojos:
el campo roturado, las casas y los árboles,
el humo de la ciudad dispersándose hacia el río.

Hasta que la gravedad nos atrapa en su red
y nulas nuestras alas artificiales
caemos vertiginosamente contra la superficie
ávidos todavía de un aire que no es nuestro.

Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.


Expedición al Everest

Después de los siete mil metros la presión descendió
y cada paso fue un suplicio; debíamos beber,
beber sin descanso, sobre todo dominar la ira
que se apodera de los hombres en inactividad.

El viento del oeste que viene de Pamir,
de los glaciares de Karakorum, del Dhaulagiri y el Anapurna,
sopló toda la noche, y recogidos en las tiendas
esperamos impacientes el amanecer.

La última jornada fue terrible:
la sangre se espesaba en las piernas,
los sherpas empezaban a desfallecer
y los tanques de oxígeno se agotaban sobre nuestras espaldas.

Al fin llegamos a la cima: vimos abajo
las torres de Rongbuck y más allá las de Thyangboche,
y al sacarnos las máscaras para respirar el aire diáfano
el cielo estaba tan lejano como de costumbre.

Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.


Un caballo canta sobre la tierra

No es necesario atarse a un árbol.
Hay que abrir los oídos, preparar la visión,
inhalar el vapor que sube del abismo.
Entonces aparece bajo la noche azul,
ensaya su escorzo contra los astros
y clava el canto en nuestra carne
que se desangra dócilmente hacia la oscuridad.
Una vez a cada hombre es dado este prodigio.

Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.


El cinocéfalo

Devoraste el ángulo de ciento ochenta grados que teníamos delante,
devoraste la seguridad de lo absoluto,
devoraste la ilusión de la identidad,
devoraste la posibilidad de afirmación,
devoraste el prestigio de lo real.
Y ahora, a mis pies, esperas el resto,
miras como pidiendo compasión,
como intuyendo
–hocico de perro, corazón de mono–
que no existe culpable.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


Melancolía

Subes desde los dedos de los pies,
trepas por las rodillas, por los muslos,
tiñes cuerpo, boca, lengua,
te estancas en el corazón,
negro humor, agua muerta, miel
que mana cada noche de las estrellas.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


Ladrón de ojos escarlata

Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
diré el secreto de mi longevidad:
boca arriba, contra las gargantas del cielo,
devoro los huevos de la luz.
Yo bebo la agria copa del mediodía,
yo desciendo a los nidos del atardecer,
yo apareo la ardiente hembra de la madrugada.
Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
beso cada noche los párpados de los ciegos,
saqueo el sueño de los niños,
y como un tábano sobre el lomo del universo
mantengo libre el mal, joven al mundo.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


Siembra

Ojo lacerado por el llanto,
ojo cegado por la finitud,
ojo cicatrizado por la esperanza,
aquí te siembro, en este yermo,
para que crezca al fin
la mirada limpia de los asesinos.

Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.


El foso

Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte –contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? –preguntó el hombre escondiendo los ojos en el bolsillo de la
chaqueta.
En ninguna parte –contestó la mujer plegando su cabellera como un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? –preguntó el hijo templando las cuerdas de las alambradas.
En ninguna parte –contestó el padre pasando una esponja sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? –preguntó el muchacho con el cordero sobre los hombros.
En ninguna parte –contestó la muchacha con el ramo de nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño con el rayo de sol entre los dientes.
En ninguna parte –contestó el anciano revolviendo el caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? –preguntó la niña que dormía con el ave fénix en sus brazos.
En ninguna parte –contestó la madre con el balde de olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.

Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.


Inscripción

Viva el sol degollado al mediodía,
viva el aroma de los eucaliptos,
viva el cuello del ánade,
viva el color del azafrán,
viva la cólera del sueño,
viva el pie desnudo sobre la nada.

Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.


Los ancianos callaban

Al pie de la muralla, junto al fuego, los ancianos callaban.
Miraban a lo lejos las negras nubes y callaban.
Escudriñaban noche y día el mar y callaban.
La arena empezaba a enfriarse, el alma empezaba a enfriarse,
los pájaros huían hacia el porvenir.
Pero los ancianos callaban, buscaban
el surco de la quilla en el agua y callaban,
miraban llorar la sombra de la encina y callaban.
Se oyó un grito. ¿Qué dicen esas hojas?
Se oyeron alas. ¿Adónde vuelan esas piedras?
Pero los ancianos callaban, oían el lamento
que viene del futuro y callaban,
miraban la bañera ensangrentada entre la maleza y callaban.
Se oyó un ladrido. ¿A quién llama ese perro?
Se oyeron carros. ¿Adónde llevan esos muertos?
Pero los ancianos callaban, recordaban
el lenguaje bárbaro de la golondrina y callaban,
espantaban el lagarto entre las breñas y callaban,
pensaban en el destino del ruiseñor y callaban, callaban.

Fuente: Los gatos de la Acrópolis, Horacio Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 1998.


Tapiz

Ella alimenta una nube. Mira su mano
apoyada sobre la balaustrada, la carne
emergiendo del terciopelo, el blanco del verde.
Y la otra mano, negligente sobre el bastidor,
donde un hilo de oro urde la trama del sueño.
¿Esa trenza cruzada sobre la cabeza está
prometida? Sus ojos cerrados ¿devuelven
al cielo lo que es del cielo?
Al fondo, en la floresta,
vela el unicornio. Su ojo retráctil no se aparta
de la presa, y el cuerno, energía hipnótica,
horada el regazo de la tierra, casi sin consuelo.
Si esa mano, generosa con lo divino, retomara el bordado,
si sus párpados, despertando, absolvieran al mundo,
se abriría un sendero hacia el centro de todo
y tendría sentido la frescura de las rosas.
¿Comprendes, Abelone? Yo sé que has comprendido.

Fuente: Cendra, Horacio Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.

Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, el 28 de mayo de 1934. Desde muy joven se radicó en La Plata, ciudad donde falleció el 5 de julio de 2010. Fue poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado, periodista y miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española. Publicó los siguientes libros de poesía: Descripción (1971); Materia acre (1974); Tuerto rey (1982); Alaska (1993); Los gatos de la Acrópolis (1998); Cendra (2000); Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005). Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado/ 1974-1999 (1999) y Por un poco más de luz/ 1974-2005 (2005). Como traductor de poesía griega publicó: Epigramas de Calímaco (1979); Poemas de Odysseas Elytis (1982); María la Nube de Odysseas Elytis, en colaboración con Nina Alghelidis (1986); Romiosini  y otros poemas, de Yannis Ritsos (1988); Poesía griega moderna (1997);  Elegías de Oxópetra de Odysseas Elytis, en colaboración con Nina Anghelidis (1999); Seis poetas griegos (2000); Poesía de Takis Varvitsiotis (2001) y Raíces en el tiempo, de Spiros Vergos (2001). Algunos de sus ensayos publicados son: Darío y Rojas / Una relación fraternal (2002), La luz cicládica y otros temas griegos (2004) y Sarmiento poeta (2007). Casi en coincidencia con su muerte, apareció Colectánea (2010), libro que reúne textos de diversa índole. Entre los premios recibidos figuran: Premio de la Subsecretaría de Cultura de la Nación (1972); Premio Nacional  –Región Buenos Aires– (1978); Primer Premio Fondo Nacional de las Artes por traducción literaria (1988); Premio Konex - Diploma al Mérito (1993) y Premio Municipal de la Municipalidad de La Plata (1995). En 2001 fue designado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de La Plata. La poesía de Horacio Castillo ha sido objeto de valiosos estudios y ha recibido unánimes elogios de la crítica. Así, para Mario Goloboff, el autor es “uno de los más grandes poetas que han dado nuestras letras”, mientras que Sandra Cornejo no vacila en afirmar que se trata del “máximo exponente de la poesía hispanoamericana actual”.

Foto: Horacio Castillo. Fuente: Gentileza de Horacio Castillo (h).

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