Salto
Primero es un vacío en el estómago,
enseguida una sensación de puro peso,
hasta sentir el tirón del correaje en los hombros
y la flor de seda que se abre encima de nosotros.
Entonces la respiración recupera su ritmo
y el mundo se ordena a nuestros ojos:
el campo roturado, las casas y los árboles,
el humo de la ciudad dispersándose hacia el río.
Hasta que la gravedad nos atrapa en su red
y nulas nuestras alas artificiales
caemos vertiginosamente contra la superficie
ávidos todavía de un aire que no es nuestro.
Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.
Expedición al Everest
Después de los siete mil metros la presión descendió
y cada paso fue un suplicio; debíamos beber,
beber sin descanso, sobre todo dominar la ira
que se apodera de los hombres en inactividad.
El viento del oeste que viene de Pamir,
de los glaciares de Karakorum, del Dhaulagiri y el Anapurna,
sopló toda la noche, y recogidos en las tiendas
esperamos impacientes el amanecer.
La última jornada fue terrible:
la sangre se espesaba en las piernas,
los sherpas empezaban a desfallecer
y los tanques de oxígeno se agotaban sobre nuestras
espaldas.
Al fin llegamos a la cima: vimos abajo
las torres de Rongbuck y más allá las de Thyangboche,
y al sacarnos las máscaras para respirar el aire diáfano
el cielo estaba tan lejano como de costumbre.
Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.
Un caballo canta sobre la tierra
No es necesario
atarse a un árbol.
Hay que abrir los
oídos, preparar la visión,
inhalar el vapor
que sube del abismo.
Entonces aparece
bajo la noche azul,
ensaya su escorzo
contra los astros
y clava el canto
en nuestra carne
que se desangra
dócilmente hacia la oscuridad.
Una vez a cada
hombre es dado este prodigio.
Fuente: Materia acre, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1974.
El cinocéfalo
Devoraste el
ángulo de ciento ochenta grados que teníamos delante,
devoraste la
seguridad de lo absoluto,
devoraste la
ilusión de la identidad,
devoraste la
posibilidad de afirmación,
devoraste el
prestigio de lo real.
Y ahora, a mis
pies, esperas el resto,
miras como
pidiendo compasión,
como intuyendo
–hocico de perro,
corazón de mono–
que no existe
culpable.
Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
Melancolía
Subes desde los
dedos de los pies,
trepas por las
rodillas, por los muslos,
tiñes cuerpo,
boca, lengua,
te estancas en el
corazón,
negro humor, agua
muerta, miel
que mana cada
noche de las estrellas.
Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
Ladrón de ojos escarlata
Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
diré el secreto de mi longevidad:
boca arriba, contra las gargantas del cielo,
devoro los huevos de la luz.
Yo bebo la agria copa del mediodía,
yo desciendo a los nidos del atardecer,
yo apareo la ardiente hembra de la madrugada.
Yo, el marrano, el traidor, el ladrón de ojos escarlata,
beso cada noche los párpados de los ciegos,
saqueo el sueño de los niños,
y como un tábano sobre el lomo del universo
mantengo libre el mal, joven al mundo.
Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
Siembra
Ojo lacerado por
el llanto,
ojo cegado por la
finitud,
ojo cicatrizado
por la esperanza,
aquí te siembro,
en este yermo,
para que crezca
al fin
la mirada limpia
de los asesinos.
Fuente: Tuerto rey, Horacio Castillo, Carmina, Buenos Aires, 1982.
El foso
Respiré por última vez el aroma de
los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba
escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño
que todavía no había nacido.
En ninguna parte –contestó el hombre
que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un
inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo
lugar.
¿Dónde estamos? –preguntó el hombre
escondiendo los ojos en el bolsillo de la
chaqueta.
En ninguna parte –contestó la mujer plegando
su cabellera como un mantel.
En ese momento el viento cambió de
dirección
y sentí por primera vez el olor de
la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el
resto de la jornada, y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el
fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? –preguntó el hijo
templando las cuerdas de las alambradas.
En ninguna parte –contestó el padre
pasando una esponja sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo
fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de
verano.
¿Dónde estamos? –preguntó el
muchacho con el cordero sobre los hombros.
En ninguna parte –contestó la
muchacha con el ramo de nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y
noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire
amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer
recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió
por el negro foso.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño
con el rayo de sol entre los dientes.
En ninguna parte –contestó el
anciano revolviendo el caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al
fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la
luna llena,
cantábamos pelando papas
infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la
carne.
Aun el último día entre los vivos
cantamos.
En fila india, con el clavel de los
mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde
del pozo.
¿Dónde estamos? –preguntó la niña
que dormía con el ave fénix en sus brazos.
En ninguna parte –contestó la madre
con el balde de olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos
el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.
Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.
Inscripción
Viva el sol degollado al mediodía,
viva el aroma de los eucaliptos,
viva el cuello del ánade,
viva el color del azafrán,
viva la cólera del sueño,
viva el pie desnudo sobre la nada.
Fuente: Alaska, Horacio Castillo, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1993.
Los ancianos callaban
Al pie de la muralla, junto al fuego, los ancianos callaban.
Miraban a lo lejos las negras nubes y callaban.
Escudriñaban noche y día el mar y callaban.
La arena empezaba a enfriarse, el alma empezaba a enfriarse,
los pájaros huían hacia el porvenir.
Pero los ancianos callaban, buscaban
el surco de la quilla en el agua y callaban,
miraban llorar la sombra de la encina y callaban.
Se oyó un grito. ¿Qué dicen esas hojas?
Se oyeron alas. ¿Adónde vuelan esas piedras?
Pero los ancianos callaban, oían el lamento
que viene del futuro y callaban,
miraban la bañera ensangrentada entre la maleza y callaban.
Se oyó un ladrido. ¿A quién llama ese perro?
Se oyeron carros. ¿Adónde llevan esos muertos?
Pero los ancianos callaban, recordaban
el lenguaje bárbaro de la golondrina y callaban,
espantaban el lagarto entre las breñas y callaban,
pensaban en el destino del ruiseñor y callaban, callaban.
Fuente: Los gatos de la Acrópolis, Horacio
Castillo, Ediciones del Copista, Córdoba, 1998.
Tapiz
Ella alimenta una nube. Mira su mano
apoyada sobre la balaustrada, la carne
emergiendo del terciopelo, el blanco del verde.
Y la otra mano, negligente sobre el bastidor,
donde un hilo de oro urde la trama del sueño.
¿Esa trenza cruzada sobre la cabeza está
prometida? Sus ojos cerrados ¿devuelven
al cielo lo que es del cielo?
Al fondo, en la floresta,
vela el unicornio. Su ojo retráctil no se aparta
de la presa, y el cuerno, energía hipnótica,
horada el regazo de la tierra, casi sin consuelo.
Si esa mano, generosa con lo divino, retomara el bordado,
si sus párpados, despertando, absolvieran al mundo,
se abriría un sendero hacia el centro de todo
y tendría sentido la frescura de las rosas.
¿Comprendes, Abelone? Yo sé que has comprendido.
Fuente: Cendra, Horacio Castillo, Ediciones del
Copista, Córdoba, 2000.
Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de
Buenos Aires, el 28 de mayo de 1934. Desde muy joven se radicó en La Plata,
ciudad donde falleció el 5 de julio de 2010. Fue poeta, crítico, ensayista,
traductor, abogado, periodista y miembro de número de la Academia Argentina de
Letras y correspondiente de la Real Academia Española. Publicó los siguientes
libros de poesía: Descripción
(1971); Materia acre (1974); Tuerto rey (1982); Alaska (1993); Los gatos de
la Acrópolis (1998); Cendra
(2000); Música de la víctima y otros
poemas (2003) y Mandala (2005).
Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado/ 1974-1999 (1999) y Por un poco más de luz/ 1974-2005 (2005). Como traductor de poesía
griega publicó: Epigramas de Calímaco
(1979); Poemas de Odysseas Elytis (1982); María la Nube de Odysseas Elytis, en
colaboración con Nina Alghelidis (1986); Romiosini y otros poemas, de Yannis Ritsos (1988); Poesía
griega moderna (1997); Elegías de Oxópetra de Odysseas Elytis,
en colaboración con Nina Anghelidis (1999); Seis poetas griegos
(2000); Poesía de Takis Varvitsiotis
(2001) y Raíces en el tiempo, de Spiros Vergos (2001). Algunos de
sus ensayos publicados son: Darío y
Rojas / Una relación fraternal
(2002), La luz cicládica y otros temas
griegos (2004) y Sarmiento poeta
(2007). Casi en coincidencia con su muerte, apareció Colectánea (2010), libro que reúne textos de diversa índole. Entre
los premios recibidos figuran: Premio de la Subsecretaría de Cultura de la
Nación (1972); Premio Nacional –Región
Buenos Aires– (1978); Primer Premio Fondo Nacional de las Artes por traducción
literaria (1988); Premio Konex - Diploma al Mérito (1993) y Premio Municipal de
la Municipalidad de La Plata (1995). En 2001 fue designado Ciudadano Ilustre de
la Ciudad de La Plata. La poesía de Horacio Castillo ha sido objeto de valiosos
estudios y ha recibido unánimes elogios de la crítica. Así, para Mario
Goloboff, el autor es “uno de los más grandes poetas que han dado nuestras
letras”, mientras que Sandra Cornejo no vacila en afirmar que se trata del
“máximo exponente de la poesía hispanoamericana actual”.
Foto: Horacio Castillo. Fuente:
Gentileza de Horacio Castillo (h).
Extraordinario
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