Líneas de la mano
Líneas de la mano,
líneas de la vida,
puntos cardinales
extraviados en la piel,
les ruego que no
digan toda la verdad:
si la vida será
corta en extremo
afirmen que la
mirada miente
y que una lectura
más atenta
podría revelar
cuánto recorrerán
los pies,
cuánto rogarán los
labios todavía.
Fuente: Rara materia, Rafael Felipe
Oteriño, Carmina, Buenos Aires, 1980.
Visitante de la noche
Toda la noche hemos
estado velando,
los cerrojos están
a punto de estallar
de tantas vueltas
que hemos dado a las llaves;
la ropa fue
recogida y guardada en los cajones
y nada ha quedado
afuera, sólo una luz encendida
para aventar
sospechas.
Y ahora que amanece,
¿qué forma tendrá aquello
que aguardábamos?,
¿quién nos puede decir
que no estuvo la
noche entera al pie de nuestro lecho?
Fuente: Rara materia, Rafael Felipe
Oteriño, Carmina, Buenos Aires, 1980.
Robinson
I
Me apena verte,
Robinson,
me apena ver tu
silla de entretejido cordel,
la hidalguía de oír
correr las horas y no sentir desvelo por los que están del otro
lado del mar,
pero tampoco
urgencia en volver.
Me apena verte
ordenar la ración del día: el grano justo, la incisión justa en la
rama del árbol,
la obediencia de Viernes.
Me apena tu
sombrilla, tu casco de piel cruda, tu bota salvaje,
porque fueron
hechos para eternizarte aquí,
donde eres rey solo
en reino solo,
donde dices la ley
y la haces cumplir,
y hasta el pico del
loco repite tu nombre como una coronación.
Me apena tu
entereza para durar: más que fuerza es obstinación,
más que fatalidad,
soberbia.
La mañana es bella,
es cierto,
las hojas son
anchas como para albergar el recuerdo y no dejarlo ir,
el mar es
transparente, igual al olvido.
Pero no estás bajo
estos árboles ni bajo este cielo sólo por su color,
ni caminas toda la
extensión de la playa
por la sola amistad
con las olas.
Cada día es nuevo
para ti, confiésalo,
porque no es ésta
tu prisión: tu prisión eres tú mismo,
tu imposibilidad de
compartir el pan con otro,
de dar gracias a
otro señor.
Me apena verte sin
sueño detrás de una tabla rescatada del mar,
un remo, la ceniza
dura de un cabo de vela,
porque son señales
de un mundo que se deshace,
y eso no es cierto:
las manos construirán otro y otro,
con fuerza
irresistible y la misma unción.
Me apena tu
voluntad: es demasiado ciega para estar de regreso en una calle de
Londres,
oyendo el
repiquetear de yunques ajenos
o la caída de la
tarde en un reloj que no sea el tuyo.
Me apena verte en
la isla desierta,
porque es tan
extraña y sola como extraño y solo es el mundo entero para ti,
y eso no tiene
remedio en ninguna comarca de la tierra.
Fuente: El invierno lúcido, Rafael Felipe
Oteriño, El Imaginero, Buenos Aires, 1987.
Lengua madre
Lengua madre, ven.
Desciende
de la mano de quien
más gustes:
de Rimbaud, el
ladrón; de Pasternak,
el traidor; de San
Juan de la Cruz.
Ellos son mis
amigos, me ayudan a ver;
en la oscuridad, me guían.
Me dan señas claras
de que existes,
y que un día
vendrás –también a mí–
a tomarme de la mano.
Fuente: La colina, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 1992.
Las cosas
Estas estrellas no
existen: proyectaron
su luz hace más de
mil años
y se extinguieron.
Este río no llegará
al mar: será un
hilo de agua
y, después, tierra
seca. Este camino
no lleva a ninguna
parte: los que tomaron por él
partieron hace
mucho tiempo
y ya no regresan.
Estas armas no son
para que las uses:
hablan de una lucha anterior
que no es la tuya. El
escritorio, los papeles, el lápiz,
están entintados
por otras manos
y por otros sueños.
No sabemos
si eligieron
nuestra mesa o si son una invención
de Dios para
llevarnos más alto
y más lejos. Si
yacen o si derivan
de otro cielo,
tardamos años
en ponernos de
acuerdo. Nos hablan
de la rotación de
la Tierra, pero sólo percibimos
el movimiento de
las hojas, en otra rotación
casi amiga, que
tampoco entendemos.
Lo frío,
lo caliente, el
punto
justo en que se
derrama el agua, ¿quién lo conoce?
¿Y las mareas? Ah,
el mar es algo muy misterioso
y grave, sobre
todo, momentos antes
de la tormenta.
¿Están ellas adentro
o afuera de esta
cabeza?; ¿Viven en mí
o en sí? Cierro los
ojos, y el mundo permanece
en calma. Los abro,
y ya no está más la
estrella que miraba.
Nos sobrevivirán.
A grandes zancadas
recorren la distancia
entre su
obstinación y mi asombro;
sombras de la
memoria: no bastan
para calmar la sed.
Incorruptibles, solas
–dientes de león o
alas de mariposa–
siguen
perteneciéndose a sí mismas:
en su continuo hacerse,
en la hermética
sombra, junto a
esta vieja lámpara
que se apaga.
Fuente: Lengua madre, Rafael Felipe
Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.
Lo mínimo
Tardamos años en comprender lo mínimo:
el golpe de la piedra en el agua,
la espuma desvaneciéndose en la orilla,
la hoja que se revela al trasluz
y así danza. Su abstracto jardín.
También en ellos está la mano de Dios:
más íntima, menos dolorosa, sin el peso
de guardar el abismo, libre
de su lección moral. Dios sabe por qué.
Fuente: Lengua madre, Rafael Felipe
Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.
Fondamenta degli Incurabili
Hay, en Venecia, un
sitio: "Fondamenta degli Incurabili",
al que eran
llevados los enfermos de peste para morir:
última estación de
los que no tenían cura en Palacio.
Apartados del
mundo, los incurables esperaban el mundo
en el que no habría
querellas de tiempo ni lugar.
No hay ninguna
forma de belleza en todo eso,
pero hoy,
"Fondamenta degli Incurabili",
acunado por sus
vocales abiertas,
suena tan dulce
como decir: "Casa de Descanso".
Hoy, incurables
somos nosotros:
prisioneros de una
peste que nos separa del mundo,
bajo la excusa de
permitirnos ver más claro y más lejos;
buscando abrigo en
el oleaje,
canción en el rayo
de sol que nos despierta,
la historia de
nuestras vidas en la costilla reescrita de Adán.
Fuente: El orden de las olas, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.
El orden de las olas
Hemos permanecido
muchos años en silencio
sin que el silencio
dejara oír su plegaria.
En días iguales,
mientras el caballo
balanceaba su
cabeza de derecha a izquierda,
y en la sucia calle
comenzaba el verano.
En cuartos
cerrados, desplegando mapas
para conocer la
geografía oculta del mundo,
hasta que el horizonte
se abría
sobre la cabellera
larga de las palmeras,
insomnes y remotas.
¿Qué portaban?
Porque hemos visto y esperado
todo cuanto un
hombre puede ver y esperar,
y sólo vimos que lo
más fuerte se adelgazaba
hasta desaparecer;
que lo más sólido
se derrumbaba sin
estrépito
y era cubierto por
una fina luz agonizante;
que la sombra
trazaba el arabesco
en el que todos nos
extraviábamos,
sin destejer su
trama. ¿Qué decían?
La Forma, la forma del mundo,
desintegrada
también entre los dedos
apenas pretendíamos
apresarla, comulgar con ella,
acercar nuestra
súplica para su resurrección.
Una máscara le
cubría el rostro,
y era esa máscara
lo que veíamos. ¿Qué veíamos?
En la playa,
los cangrejos
esperando la caída del sol
para iniciar su
cabalgata en la arena y morir;
en la colina, entre
las piedras calcinadas
de una ciudad
desconocida,
las lagartijas
cruzando junto a los pies
como latiguillos,
instándonos
para que
siguiéramos; allá en casa,
el invisible océano
delante,
vestido de pétalo o
de araña,
de arena fina o
pez. ¿Hacia dónde íbamos?
Fuente: El orden de las olas, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.
Visible, invisible
Miraba a través de
las ventanas
y nunca era lo
mismo:
el paso de los
hombres y los ganados,
las nubes por
encima de la cabeza:
todo era distinto
cuando lo miraba por segunda vez.
Lo que a la mañana
era dardo o trigo o bola de billar,
a la noche era
fósforo
y permanecía
encendido como el mismo sol.
La propia sombra
era una figura desconocida,
recortada en el
suelo.
También la lluvia
era otra, ¿quién podía reconocerla
por sus largos
silbidos?,
¿qué la mantenía
unida a la infancia?,
¿qué hizo que fuera
consuelo y no abrigo?
¿Qué hay, fuera de
foco, entre el presente y el pasado?
La vida toma de la
vida su insistencia.
Todavía aturdida
por la oscuridad,
no cesa de
sustituir lo visible por lo invisible,
y de dar a lo
invisible
forma de pájaro, de
pez, de lirio joven: de rostro.
Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
Baba del diablo
Un dictum biológico
nos lleva a creer
que el mundo
se cierra tras de
nosotros, y que no hay nada nuevo
bajo el sol.
Mentira,
mentira de viejos
que no quieren oír
el crepitar de las
llamas
cerca de ellos. Por
suerte, el mundo es más joven
e impredecible
que sus huéspedes.
Y todo es
una cuestión de
perspectiva: lo accesorio
viola la suerte de
lo principal,
el accidente modifica el conjunto,
los meandros son y
no son el río,
su espejo depende
de la corriente que
pueda haber
aguas abajo. El futuro
es la gran
incógnita y no está
en nuestras manos
predecirlo. Menos aún
afirmar que no
habrá futuro. La pervivencia –si la hay,
porque bien puede
ser una baba
del diablo que se
enreda en el cabello–
es liviana y ágil
como un globo
de gas, en cuya barquilla
estamos
solos e indefensos.
Lo que ha aprendido esta cabeza
es a echar lastre
y a no controlar el
rumbo.
Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
Artes
Primero, el arte de ser derrotado;
luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aun viéndolo todo.
Cuánto tuvo que aprender esta cabeza
para ser calva, enteramente calva
–por dentro y por fuera–,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.
Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe
Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.
Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó once libros de
poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El
orden de las olas (2000), Cármenes (2003),
Ágora (2005) y Todas las mañanas (2010). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de
las Artes, 1997) y En la mesa desnuda
(Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo
Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto
Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las
Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la
Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993),
Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996) y
Premio Esteban Echeverría (2007). Es miembro de la Academia Argentina de
Letras. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y donde ejerce
actualmente la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. “Desde
sus primeros libros –escribió Guillermo Pilía–, Oteriño ha manifestado una
constante vocación hacia la interrogación metafísica. Indagar sobre los hilos
que sostienen la arquitectura del mundo y los que apuntalan nuestra existencia
es la misma cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí que
su poesía esté pudorosamente llena de humanidad. Con el tiempo, ese viaje hacia
profundidades cada vez más abisales no lo ha apartado –como a otros poetas de
su generación– de la transparencia. Al igual que Eneas, que al fin de su viaje
al inframundo no encuentra las tinieblas, sino la luz de los Campos Elíseos,
así también la más reciente poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de
claridad: de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en este viaje:
la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y el arte de no ver nada / aun viéndolo todo”.
Foto: Rafael Felipe Oteriño.
Fuente: Gentileza de Pablo Cipolla.
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