domingo, 31 de mayo de 2020

Luis Pazos


El cantar de Godofredo de Bouillon
La espada de Dios
(Fragmentos)


I

Ay, Jerusalem.
Las generaciones me recordarán
como el asesino más cruel.
Seré yo para siempre el que cortó
las cabezas de tus enemigos,
el que violó a sus mujeres
y esclavizó a sus hijos.
Seré yo el que convirtió tus calles
en ríos de sangre.
Nunca sabrán que no fui yo el que ordenó la matanza.
Otro lo hizo por mí para que se cumpliera
lo que estaba escrito.
Quiso mi aciago destino que fuera yo
la Espada de Dios.


II

Solo el Señor sabe
a cuántos mutilé sus miembros,
corté sus lenguas y arranqué sus ojos.
Solo el Señor sabe
a cuántos les abrí el pecho
para arrancarles el corazón.
Nunca intenté convencerlos.
Su destino final estaba decidido de antemano.
La cruz que llevo prendida en mis ropas
la gravé a fuego en todo mi cuerpo.
Fue en ella donde crucifiqué a tus enemigos.
No fue por odio mi desdichada Jerusalem.
Lo hice por amor a lo que fuiste,
a lo que eres, y a lo que serás.


VI

No tengas miedo, sombría Jerusalem.
Cuando yo no esté para protegerte,
estarán Baudolino y Eustaquio,
mis hermanos de sangre.
Como lo hice yo,
ellos desatarán el infierno sobre la Tierra.
Los cuerpos de los impuros
serán teas encendidas
que iluminarán tu noche.
No habrá oscuridad
donde puedan refugiarse de nuestra ira.
Los que intenten conquistarte
se ahogarán en el mar de su propia sangre.
No temas madre mía, esposa mía, hija mía.


IX

La espada descansa en mi regazo,
inmisericorde Jerusalem.
Ya no necesito cortar en pedazos
a los que te desean.
Basta que pronuncien mi nombre 
para que huyan al desierto,
donde mueren de hambre y sed,
poseídos por las alucinaciones.
Es el castigo por ser lo que son.
A los que sobreviven, antes de matarlos
les hago cavar sus propias tumbas.
En ellas arrojo sus cuerpos malditos,
que se negaron a ser templo del Espíritu Santo.
Para tu grandeza, Santísima,
maté a más hombres que granos de arena
tiene el desierto.


XVI

Ninguno quedó vivo.
De tus enemigos solo sobrevivió el hedor
de sus cuerpos en descomposición.
Yo, sagrada Jerusalem,
monté guardia frente al Santo Sepulcro.
No dormí, no bebí, no me alimenté.
Nada necesité porque habita en mí
el Espíritu Santo.
El Señor dijo: “A mis enemigos,
a los que se niegan a reconocerme,
traedlos aquí y matadlos delante mío”.
Y así lo hice.
El día aterrador en el que mi torre
de asalto se posó sobre tus murallas
los infieles supieron que los esperaba
el más temido de los infiernos:
la humillación de morir sin intentar,
siquiera, defenderse.
El marido vio morir a la esposa.
El padre al hijo. El hijo al padre.
El hermano al hermano.
No vine a ti para traer la paz sino la espada.
El Reino de los Cielos está hecho
de llanto y rechinar de dientes.


XVII

Yo, tu esposo, por orden del Señor
no necesito el perdón de mis pecados.
Cada infiel que degollé, lo hice
para estar junto a ti en la eternidad.
Matar por ti y para ti, no necesita indulgencia.
En el mar de la sangre que derramé
navegará mi barca hasta tu lecho.
Mi recompensa es hacerte el amor
hasta la locura y mi propia muerte.
Tendremos un hijo que asolará al mundo
hasta lo intolerable. El destino del infiel
es la hoguera y la fosa común.
En ese pozo sin fondo sus quebrados huesos
conocerán el más aterrador de los castigos:
el olvido. Las generaciones nunca sabrán
que osaron desafiarte. Los maté a todos
porque todos eran culpables.
Su culpa imperdonable es haber nacido.


XXII

Aquí, Jerusalem, en el lugar exacto donde el Mesías
fue escupido, abofeteado y crucificado, yo hice justicia.
Ordené a mis caballeros que violaran a todas
y cada una de las infieles. Consumado el rito
las acusé de adúlteras y ordené lapidarlas,
tal como lo establece la ley.
Sus propios hombres las ejecutaron
porque creyeron en mi promesa de perdón.
Les mentí, amantísima, porque el poder siempre miente.
Les rompí las piernas y los arrojé al desierto
para que se arrastraran bajo el sol
implacable de la justicia.
Todos deben postrarse ante tu magnificencia.
Dueño de la vida y de la muerte,
los declaré culpables para siempre.
Para ellos, por los siglos de los siglos,
la sangre derramada caerá sobre sus cabezas,
tal como lo pidieron al pie de su cruz.


XXX

A la medianoche,
cruel Jerusalem,
estrangulé al oráculo
que profetizó en el Sinaí.
Lo torturé hasta el hartazgo
para que confesara los presagios
que dijo haber visto.
Un cuervo habló frente al Santo Sepulcro.
Una oveja devoró a su pastor.
Un árbol caminó.
Un pez que albergaba a un hombre
en su vientre apareció en el Mar Muerto.
Lo degollé, y para mi espanto, la cabeza habló.
Sólo pronunció cuatro palabras.
Lo maldije y escribí en el viento:
quien cree en mí
no morirá aunque esté muerto.


XXXIII

Tus enemigos me rogaron
que les devuelva el don de la palabra.
Arrogantes, me dijeron
que como hombre de Dios,
debía comprender su necesidad
de orar al de ellos.
Les dije que sí y ordené que les arrancaran
la lengua para que no hablaran,
las manos para que no escribieran y
los ojos para que no leyeran.
Como el más justo de los jueces
les otorgué el don del llanto y el alarido:
el lenguaje de los que invocan
a los falsos dioses.
Ama a tus enemigos, dice el Señor
y yo cumplo su mandamiento.


XLI

Dicen los infieles, amor mío,
que tarde o temprano me vencerán
porque el Dios verdadero
habita en ellos.
Una vez más, en mi infinita bondad,
los saqué del error.
Les di de comer carbones encendidos
para que supieran como era el Infierno
que habitaba en ellos.
Iluminados por dentro y por fuera,
los hijos de la oscuridad se consumieron
como hijos de la luz.


XLIV

Mientras dormía con los ojos abiertos
el Arcángel Miguel puso en mis manos
el látigo con el que Jesús
azotó a los mercaderes del templo.
Lo hizo para que flagelara mi cuerpo
hasta expulsar de mi alma
los demonios que la habitan.
La tortura purifica al torturado.
El Señor es mi exorcista.
Bendito sea el Señor.


L

Aquí estoy Jerusalem de mi desdicha,
en el último día de mi vida.
Ya no cabalgaré más veloz que el viento
sobre las arenas en llamas del Sinaí.
Ya no apaciguaré los deseos imperiosos
de mi carne en las aguas heladas del Jordán.
Ya no me azotaré con el látigo de siete puntas
para expulsar al ángel oscuro
que siempre habitó en mí.
Ya no empuñaré la espada que degolló a los tibios.
Ya no caminaré sobre los cadáveres de los débiles.
Ya no abriré mi boca para ordenar
la matanza inmisericorde de los indiferentes.
Ya no beberé en el Santo Grial
la sangre de los que dudaron.
La peste entró en mí como ladrón en la noche.
Pero no temas, amor mío.
Con otro nombre, con otro rostro,
con otras armas, siempre estaré a tu lado.
El Cielo y el Infierno
saben que soy inmortal.

Fuente: Poesía reunida II, Luis Pazos, Ediciones Atelier, Buenos Aires, 2019.

Luis Pazos nació en La Plata el 5 de agosto de 1940.  Viajero incansable, reside actualmente en su ciudad natal. Es poeta, artista conceptual y periodista. En 1971, un jurado compuesto por Alberto Girri, Carlos Mastronardi y César Magrini le otorgó el premio del Fondo Nacional de las Artes por El cazador metafísico, obra publicada al año siguiente por Editorial Noé. Escribió, entre 1971 y 2006, doce libros que son, según sus propias palabras, “producto de la desesperación”. Los cuatro primeros fueron dados a conocer en un solo volumen por Libros de la talita dorada en 2011 con el título El cazador metafísico. Poesía reunida I. Poco después, publicó Señor de la alucinación (Cuadrícula Ediciones, 2013), Poema inconcluso para Luisa Pazos (incluye un CD con el poema leído por el autor, cuya edición estuvo a cargo de Julio César Otero Mancini, edición independiente, 2016) y Poesía Reunida II (Ediciones Atelier, 2019). Como artista conceptual, integró, entre otros, los siguientes grupos: EL Esmilodonte, Diagonal Cero (liderado por Edgardo Antonio Vigo), Grupo de los 13 (organizado por el crítico Jorge Glusberg) y Escombros (del cual fue cofundador). Siendo integrante de Diagonal Cero, publicó en 1967 dos libros-objetos: El dios del laberinto y La corneta. El primero es una botella tapada con un corcho, a la manera del mensaje de un náufrago; el segundo consiste en diez poemas fónicos enrollados en el interior de una corneta de plástico. A éstos, deben sumárseles dos libros de poesía visual compartidos con Claudio Mangifesta, publicados en los últimos años: Letra suelta (Tiempo Sur Ediciones, 2015) y Del silencio como mirada (Tiempo Sur Ediciones, 2016). De su vida y su obra se ocupó Fernando Davis en el libro Luis Pazos. El fabricante de modos de vida. Acciones, cuerpo, poesía (Document-Art, 2013). Participó, asimismo, en numerosas exposiciones en diversas ciudades del mundo. Su primera muestra retrospectiva tuvo lugar en el MACLA (Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano) en 2013. Pazos –para quien el arte es “un acto de libertad” y una herramienta de crítica y denuncia social– fue, en la Argentina, uno de los primeros impulsores del arte de acción y del arte de intervención en espacios públicos y lugares no convencionales, como supermercados y discotecas. Recientemente, algunas de sus obras (“La cultura de la felicidad”, “Monumento al prisionero político desaparecido, “Proyecto de solución para el problema del hambre en los países sub-desarrollados según las grandes potencias” y “La realidad subterránea”) fueron incorporadas al patrimonio del Museo Reina Sofía de España. En su carácter de periodista, trabajó para varios diarios y revistas (Diario PopularSomosPerfilEl DíaGenteClarín) y publicó los libros No llores por mí, Catamarca (con Alejandra Rey, Sudamericana, 1991), Así se hace periodismo (con Sibila Camps, Beas Ediciones, 1994), Ladran, Chacho (con Sibila Camps, Sudamericana, 1995), Graciela, esa mujer (Perfil Libros, 1997) y Justicia y televisión. La sociedad dicta sentencia (con Sibila Camps, Perfil Libros, 1999). “El cantar de Godofredo de Bouillon. La espada de Dios”, reproducido parcialmente en esta página, es un extenso poema compuesto por cincuenta cantos e incluido, junto a “Señor de la alucinación” –otro poema de largo aliento–, en Poesía reunida II. Para conocer mejor al protagonista y entender el sentido crítico de la obra, vale la pena trascribir el prólogo del autor:

Godofredo de Bouillon nació en Boulogne, Reino de Francia, en el año 1058 d. C. y murió en Jerusalem, en el año 1100. Fue el jefe de la primera cruzada, la única en la que triunfaron los príncipes cristianos. Godofredo recibió la orden del Papado de librar la ciudad, en ese momento en manos de los musulmanes. Sitió la ciudad durante cuarenta días y exterminó a musulmanes y judíos. Lo hizo sin piedad, hasta tal punto que la sangre de sus enemigos corrió por las calles como si fuera un río. La reconquistó a sangre y fuego. Fue un guerrero feroz y a la vez un creyente de alta espiritualidad. Su coraje legendario hizo que le ofrecieron ser el Rey de Jerusalem. Rechazó el nombramiento aduciendo que él no era digno de portar una corona de oro cuando Jesucristo soportó una de espinas. Solo aceptó ser nombrado Defensor del Santo Sepulcro.
Fue el personaje más popular de la Edad Media, a tal punto que el célebre escritor italiano Torquato Tasso escribió su biografía que lo muestra como un héroe cristiano.
Mi libro no es, desde ya, un libro de historia. Es mi interpretación de su psicología y de su concepto del cristianismo. En él convivieron el cielo y el infierno sin que se arrepintiera de nada.  Más allá de Godofredo, el personaje principal es el poder y las consecuencias, siempre terribles, de quien lo ejerce.
Hoy, mil años después, Jerusalem sigue siendo el campo de batalla de las tres religiones más poderosas del mundo: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. ¿Estamos muy lejos de la edad de las tinieblas?

Foto: Luis Pazos. Fuente: Facebook.

2 comentarios:

  1. Excelente, César, la antología y el comentario biobibliográfico tuyo. El prólogo es magistral

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  2. Estremecedores fragmentos, gran post. Muy interesante la trayectoria de este artista.

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