Los trebejos
Inválido sofá
flordelisado
que de fastidio
en el desván bosteza,
circuido en
telarañas de tristeza
como asmático
abuelo desdentado;
que antes fuera
sitial, púlpito y trono,
confesor,
confidente y consejero
y, cual rey
destronado, en el granero
aún sabe ser
señor y darse tono,
con esa voz
quebrada de los viejos,
arrítmico y con
tos, pontificaba
metafóricas
frases que escuchaba
boquiabierta la
corte de trebejos.
Todo era calma y
polvo. La polilla
suspendió
sorprendida su trabajo
y el maniquí
atáxico se abstrajo
ante tan
estupenda maravilla:
–Vida es
evolución, cambio, renuevo,
prorrumpió el
buen sofá, nada subsiste
para in eternum. Todo, alegre o triste,
tiene un comienzo
y un final. Del huevo,
la semilla, el
esporo, hasta la tumba,
sólo hay un lapso
más o menos corto:
errante estrella
que ha tenido un orto,
una elipse fugaz
y se derrumba.
Dioses, células,
gloria, poderío,
son momentos no
más de la existencia
que no tienen al
tiempo otra adherencia
que al río las
ramas que se lleva el río;
pero la vida en
sí, la vida misma,
que es energía,
impulso, progresión,
impertérrita,
cruel, sin emoción,
a todo da vigor y
a todo abisma.
¿Murió el rey?
¡Viva el rey! Y todo pasa.
Ni el minuto ni
el siglo dejan huella.
La vida más
notable, la más bella,
rueda en la vida
sin que quede traza.
¿Murió el rey?
¡Viva el rey! La ley eterna
no se ocupa de
esas nimiedades.
Indiferente rige
las edades
sin consultar
jamás lo que gobierna.
Yo fui nogal
fecundo hasta que el hacha
me abatió, luego
adorno de una sala
toda luz, toda
lujo, toda gala
y hoy ocupo un
lugar de esta covacha.
Y lloro mis
recuerdos de ventura.
Mañana seré leña
y seré fuego...
El destino me
empuja y a él me entrego
hasta dar, como
todo, en la basura.
Y vosotros,
bártulos oyentes,
que os asombráis
de oír que filosofo,
haced cual yo,
que del vivir me mofo:
filosofad también
indiferentes.
No toméis por lo
trágico la vida,
ni os forjéis
esperanzas o ilusiones;
más felices
seréis sin corazones
en esta larga
ruta indefinida.
Convenceos que sois
pasos, peldaños
en maremágnum,
arlequín informe
de una escalera
interminable, enorme
por donde pasan
sin cesar los años.
Dijo y calló
vencido bajo el peso
de su propia
sentencia.
La polilla
reemprendió su
roer y, en la bohardilla,
estalló un
amplio, colosal bostezo.
(1912)
Sale el tren
La estación,
hirviente
de gente.
La hora se acerca
y todo se apura,
parece una selva
que al viento murmura.
Desfilan
paquetes, cajones, baúles...
Van en
carretillas y hombros sudorosos.
Mil nombres se
cruzan. Pasan Sinforosos,
Marías, Rosarios,
Rupertos, Raúles,
y cien otros más.
Se aprietan, se
empujan, se esquivan, se ignoran...
Pasan
conocidos... Pasan los demás...
Unos se sonríen,
mientras otros lloran.
“¡Adiós...!
¡Hasta pronto...!
¡Vamos, no seas
tonto...!
¡Escriban...!
¡Buen viaje...! Recuerdos... ¿Te vas?”
Y es un
maremágnum de idiomas y trajes
y voces
distintas,
pues hay
pasajeros de muchos plumajes:
rusos de levita,
franceses de pera,
turcos bigotudos,
fascistas (de cintas,
llevan la solapa
como una bandera),
españoles,
yankees, ingleses, letones,
dos o tres
criollos
(el chiste
político, la última carrera),
chiquilines,
viejos, rudos mocetones,
algunas matronas
que, como repollos,
cuidan de unas
chicas como salsifís...
Y, en el rumoroso
bullir de la espera,
parece la máquina
decirles: ¡Chis...! ¡Chis...!
Ya falta un
minuto. El adiós se activa.
–¡Por aquí!
–¡Ya sale!
–¡Subamos!
–¡Arriba!
Se alzan los
cristales de las ventanillas...
El último beso...
La última mirada...
Una que otra
lágrima que rueda callada
por las
sonrosadas o viejas mejillas...
“¡Caras y
Caretas! ¡El Hogar! ¡La Prensa!
¡El Mundo!
¡Nación!”
¡Momentos de
angustia, momentos de intensa,
fraternal,
sincera, última emoción!
El jefe –de
gorra– toca la campana:
tan... tan...
tan... tan... tan...
El guarda
–gallego– los brazos agita,
flamea un trapo
verde, como banderita
y, desde allá
lejos, se le ve venir.
¿Listos? ¿Vamos?
Fiiiiiiii
La caldera
hierve. La hornilla crepita.
Muestra el maquinista
su rostro un momento
(rojo, negro,
sucio) a la multitud...
Baja una manija,
hace un movimiento...
Y, de pronto:
Uuuuuuu
La máquina tose y
estornuda: ¡atchís!
Las ruedas
patinan... se afianzan... se anudan...
Pañuelos,
sombreros y brazos saludan...
El tren se
conmueve... y se va.
Chis... chis...
(1930)
Fuente: Prosa y verso, Ángel
Poncio Ferrando, Edición de homenaje publicada por sus amigos, La Plata, 1949.
Ángel Poncio Ferrando nació en La Plata
el 19 de noviembre de 1887, día en que la ciudad celebraba el 5° aniversario de
su fundación y por cuyo patrono recibió el nombre de Ponciano, el cual se
transformó familiarmente en Poncio. Próximo a cumplir los 61 años, murió en la
misma ciudad que lo vio nacer el 5 de agosto de 1948. Ferrando fue médico,
narrador y poeta. Estudió en la Escuela Normal, dirigida por la recordada Mary
O. Graham, en el Colegio Nacional Rafael Hernández y en la Facultad de Medicina
de la Universidad de Buenos Aires. En 1908 ingresó como practicante ad honorem en el hospital neuropsiquiátrico
de Melchor Romero (entonces denominado Hospital General de la Provincia de
Buenos Aires), en el partido de La Plata. Allí conoció a su director, el Dr. Alejandro
Korn, destacado médico y filósofo, de quien se haría amigo en poco tiempo y a
quien acompañaría en su lecho de muerte como médico de cabecera. Tras su paso
por el hospital de alienados, se trasladó a la ciudad de Córdoba, donde completó
sus estudios de medicina con el padrinazgo del mencionado Dr. Korn. Su primer
destino como profesional fue la colonia agrícola de Oncativo, en la Provincia
de Córdoba, que le inspiró el poema titulado “Oda a Oncativo”, cuyos versos no
dejan bien parados a sus habitantes: Pueblo
estómago, pueblo bolsillo,/ llenar ambos es tu única ambición./ Eres bueno,
eres plácido y sencillo,/ pero te falta corazón./ (...)/ Salvándote la lluvia,
la seca te anonada/ y del cielo ha de llegarte alguna de las dos./ Después de
sembrar ya no tienes que hacer nada:/ ¡Tu cosecha ha quedado en las manos de
Dios!/ (...)/ No te importa la política ni el gobierno./ Lo mismo da demócrata
que radical./ ¿La religión? ¿La patria? ¡Un cuerno!/ ¡Venga el dinero que es
internacional! En 1930, Ferrando abandonó Oncativo para radicarse
definitivamente en La Plata, donde estableció su consultorio y pasó a formar
parte del cuerpo médico del Hospital Italiano. Muchos antes, el 24 de enero de
1917, había contraído matrimonio con María Luisa Cobanera. En la función
pública, supo desempeñarse como médico inspector de la Dirección de Higiene de
la Provincia de Buenos Aires, pero pronto fue dejado cesante por oponerse a
prácticas políticas deshonestas. Otra prueba de su intachable conducta la dio
cuando fue expulsado del Jockey Club por exigir, con un grupo de socios, mayor
transparencia en los manejos de dicha institución. Paralelamente a su actividad
profesional, Ferrando escribió y publicó en diarios y revistas numerosos poemas
y textos en prosa, algunos de los cuales fueron recogidos por sus amigos y
editados poco después de su muerte con el título Prosa y verso. Este libro, impreso en la primera quincena de junio
de 1949 en los Talleres Gráficos “El sol” (calle 49 N° 729, La Plata), consta
de 133 páginas, incluye dos fotos del autor, una nota preliminar y está
dividido en dos secciones: la primera reúne siete textos en prosa de distinta
índole y la segunda, veintitrés poemas escritos –sólo cinco no están fechados–
entre 1909 y 1944. Por otra parte, considerando que La Plata fue fundada en
1882 en una llanura prácticamente deshabitada, es muy probable que Ferrando
haya sido el primer poeta de cuna platense. Al parecer, no hay registro de otro
poeta nacido en dicha ciudad con anterioridad a él que haya tenido algún
reconocimiento. En relación con su personalidad y su quehacer literario, destaca
la nota preliminar de Prosa y verso:
Con
su boina, su campera y su automóvil inverosímil –movido por la voluntad del
piloto mejor que por los maltrechos engranajes–, el doctor Ferrando estaba
consubstanciado con el carozo recóndito, germinal, de nuestra ciudad. Su don de
simpatía, trascendiendo el ambiente profesional, lo aproximaba a los refugios
donde alienta la creación silenciosa de los artistas y los soñadores del
pensamiento y de la acción (...)
Poseía
el doctor Ferrando un sentimiento vital de la cultura. Lo había madurado en su
larga experiencia médica en la que adquirió un concepto humano del sufrimiento
y una aguda penetración social de su profesión y de la realidad argentina. El
hábito de condensar esa experiencia en conclusiones filosóficas, encuadradas en
una jocunda bonhomía, conformaron en este médico una personalidad que subyugaba
(...)
Sus
poesías humorísticas son recordadas en el ambiente médico, tanto como su
capacidad dialéctica pronta en el debate científico, en la respuesta sagaz y
contundente o en el diálogo de la sobremesa y la intimidad. Menos conocidos son
sus poemas líricos y sus buenas páginas en prosa.
Aparentemente,
escéptico frente al hombre y a la vida, el doctor Ferrando fue un ferviente
demócrata que se jugó en los momentos decisivos para las libertades públicas y
los derechos del hombre. De su pluma salieron en tales horas estrofas civiles
vibrantes que fueron espontáneamente aprendidas y coreadas por el pueblo en los
desfiles de afirmación constitucional y de la libertad. En su automóvil
traqueteante transportó millares de gacetas clandestinas de la resistencia
civil, bajo el estado de sitio (...)
Como
médico y como artista entendió servir a la naturaleza.
Foto: Ángel Poncio Ferrando. Fuente:
Prosa y verso, Ángel Poncio Ferrando, Edición de homenaje publicada
por sus amigos, La Plata, 1949.
Agradezco a Cristina Sathicq el obsequio de "Prosa y verso", de Ángel Poncio Ferrando, libro que me permitió confeccionar esta entrada.
ResponderEliminarQué lindo volver a pasar por acá. Gracias por la poesía.
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