La balada del Río
Salado
Fragmento
Nace en provincia verde y espinosa.
L.
J. de Tejeda y Guzmán
1
Era en la infancia, en juncos y rocío,
cuando lo vi pasar, arrodillado.
Mojaba soles y castillos fríos
en relatos de tiempo lloviznado.
¡Ay!, ya sé que mi jugo enamorado
fue de tiempo mejor, tiempo de ríos.
Y su sabor, amor de vieja andanza,
doliendo sigue en tiempo transferido.
En hierro antiguo y pesadumbre avanza
por un correr callado y dolorido
en grises campos y poniente ardido,
con mi ribera y puente de esperanza.
¡Qué poniente mejor, qué resignados
sus sauces de oración, líquida pena,
sus cirios, en la noche, con ahogados,
su fábula y pasión sobre la arena,
y su estrella magnífica y serena
sobre luces de peces acerados!
Yo miraba sus cosas, sus trigales,
sus doloridas amapolas, vivas,
y sus aguas verdosas y carnales,
briznas y mariposas fugitivas,
insectos musicales, siemprevivas,
espumas de verdor, y pedernales.
Y sobre todo, el mundo sumergido
con quién sabe qué penas y qué encanto.
Continente de paz, reino dormido,
en rocas y nardos y amarantos.
Y más allá, los piélagos de encanto
con los negros navíos y el olvido.
Su mundo sumergido. ¿Quién sabía
de ese mundo plural innominado?
Su mundo sumergido. Yo caía
en su profundo cielo suspirado
y el bosque de coral, y el sepultado
Capitán Nemo con su estrella fría.
...
2
...
Yo miraba sus cosas, sumergido
en su líquida lumbre, y despertaba
sauce paciente, afán desconocido.
Galope de la tarde resonaba
junto a mi estar de río, y escuchaba
interrogar de corazón caído.
Los cinco tallos de la mano moja
con agua de piedad y hierbabuena,
y en el gris litoral que lo deshoja
su conflicto nacía y su azucena.
Yo oí su voz, su fin, sierpe de arena,
y era mi voz, mi sierpe, y mi congoja.
¡Qué de voces nocturnas, qué soñadas
luciérnagas de paz y miel fragante!
y el lenguaje pluvial en renovadas
narraciones de espuma y pez amante.
Cristalino perdón, zumo constante,
y ninfas de coral maravilladas.
Qué interrogar de noches y de días,
de hechizadas lagunas y sembrados.
Qué de multiplicadas fechas frías
con muertes y cumpleaños olvidados.
Qué sabores, en fin, desazonados
en amapolas y melancolías.
...
3
Ya medía mis sueños más flamantes
con los brazos abiertos, iniciales,
y oían mis entrañas anhelantes
las escondidas voces vegetales.
Por cauce azul y en aguas minerales
iban viejos maderos navegantes.
Ya nacía mi voz voluntariosa
empinada en su sueño y su premura
con su aviso y su flecha misteriosa,
su temida pasión honda y oscura.
Adolescencia en cruz y arboladura,
nave gimiente y viento de la rosa.
Y aprendí a dibujar nombres y cosas
recónditas, pequeñas, perdurables,
con tallos, con espigas venturosas,
con arbustos, con piedras inmutables,
con sonoras estrellas intocables,
grillos constantes, breves mariposas.
...
4
Ah, qué dormida luz y qué patente
y universal tristeza de colores.
Qué afanoso no ser –dura simiente–
en agrias epidermis, en sabores,
en alargadas sombras, en temores
de tarde gris y sol convaleciente.
...
Era en la soledad, en llanto era,
con su sano prodigio y su consuelo.
Yo estaba allí, sin fin en su ribera,
creciendo en tallo, en luz, en gris, en hielo,
con pasado imperial y antiguo cielo
y un prestigio de vieja enredadera.
...
Yo vi sus esmeraldas, sus ardientes
piedras mágicas, piedras de quebranto,
y recogí en mis manos las dolientes
aguas de majestad que duelen tanto,
perfumadas, angélicas, en canto,
hidrografía y sed de sus vertientes.
5
...
¡Ay!, qué sangre su sangre caudalosa,
la antigua sangre de su sal viajera.
Cuando yo digo río, en cada cosa
digo puñal y copla y sementera.
Digo arterias de lluvia y primavera,
su bautismo y su pesca milagrosa.
...
En el sueño corría, tierno y lento,
con rostro grave y calidad cristiana,
por un delta de acompasado viento,
y su pasión atlántica y serrana,
su altiva carabela capitana,
su indígena canción, y su lamento.
(Yo arrodillado estaba, y sin memoria
con mi pequeña eternidad dormida,
y mi arena liviana y transitoria
sus horas resignaba y su medida.
Yo digo río, y digo una transida
lluvia de soledad y desmemoria.)
...
6
...
Era en la infancia, soledad de pino,
río de mi perfil y voz mojada.
Azul en las arterias y en el vino,
su agrícola pasión –raíz salada–
crece en la pertinaz y alborozada
comarca de mi sangre. ¡Oh Cristalino!
Dormirá el hombre inadvertido
y solo...
Fragmento
Dormirá el hombre inadvertido y solo
mientras arden estrellas y estaciones,
mientras laten los otros corazones,
mientras el viento va de polo a polo.
Sonarán en la tierra los festejos
en cosas de la vida y de la muerte,
mientras crece la luz y se divierte
en su disco pulido de reflejos.
Se alzarán sones –siempre se alzan sones
y voces de lavada medianía–
y su casa mortal será en el día
como un caer de grises aldabones.
Antes cantó la voz de las simientes
y el arco triunfador del agua pura,
y saboreó la sal de la locura
disuelta en el crujido de sus dientes.
Anduvo el hombre entre tormento y llanto,
creyó en el sol y vio los siete mares,
y nombraba los ríos ejemplares
con la pepita de oro de su canto.
...
Amó al árbol, que fue por su amargura
árbol de benemérita presencia.
Su ciencia elemental era la ciencia
que se anota en mitad de la Escritura.
...
Dormirá en esta invulnerable tierra
con el amor cerrándole los ojos.
Sólo –apenas– un golpe de cerrojos
le hablará de la paz y de la guerra.
Y él irá por un río sin apuro
olvidado de tiempo y de medida,
mientras aquí las formas de la vida
escribirán su nombre sobre un muro.
Meditará, ¡quién sabe!, otras verdades,
emprenderá tal vez otras misiones,
y cercará sus últimas prisiones
un anillo de sal de eternidades.
Pero su lámpara será de hierro
y una invisible mano cuidadosa
alentará su llama temblorosa
para que brille fiel en su destierro.
...
Fuente: Tareas tristes y otros poemas, Vicente
Barbieri, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1981.
Vicente Barbieri nació en Alberti, Provincia de Buenos Aires, el 31 de agosto de 1903 y
murió en la ciudad de Buenos Aires el 10 de septiembre de 1956. Para poder
sobrevivir, debió desempeñar los más diversos oficios. Según cuenta él mismo,
fue peón de cuadrilla, tipógrafo, cargador de bolsas, periodista y maestro
rural. En su ciudad natal, fundó y dirigió el periódico Nueva Era y, luego de
que éste dejara de salir por problemas económicos, trabajó como redactor de La
Razón de Chivilcoy. También dirigió las revistas “Reseña” y “El Hogar”,
publicadas en Buenos Aires, y fue presidente de la Sociedad Argentina de
Escritores. En 1936, a fin de paliar sus penurias económicas, un allegado le
consiguió empleo en la Oficina de Prensa e Información de la Casa de Gobierno
bonaerense, por lo que se afincó algunos años en La Plata. En su cuaderno de
memorias El aldabón gris, que permanece inédito, Barbieri
hace alusión a este hecho con exaltada gratitud: “Aquella quieta ciudad, el
alejamiento, la tranquilidad –por un tiempo– de tener comida todos los días y
una cama segura, ¡por Dios que me hacían mucha falta!” En La Plata, asimismo,
dirigió junto a Arturo Cambours Ocampo y Marcos Fingerit la revista de poesía
Hipocampo. Poco más tarde, en 1941, tras renunciar a su empleo, se instaló
definitivamente en Buenos Aires. Al año siguiente, contrajo matrimonio y, seis
meses después, enfermó de tuberculosis, dolencia que, a la postre, tronchó su
vida. En el breve período que va de 1939 hasta 1956, Barbieri publicó toda su
obra en prosa y en verso, que incluye estos libros: Fábula del corazón (poesía, 1939), Nacarid Glynor María (poesía, 1939), Árbol total (poesía, 1940), El
bosque persuasivo (poesía, 1941), Corazón
del Oeste (poesía 1941, reeditado en La Plata en 1949 por Ediciones del
Bosque), La columna y el viento
(poesía, 1942), Número impar
(poesía, 1943), El río distante
(prosa, 1945), Cabeza yacente
(poesía, 1945), Cuerpo Austral
(poesía, 1945), Anillo de sal
(poesía, 1946), Desenlace de Endimión (prosa, 1951), El bailarín (poesía, 1953) y Facundo
en la ciudadela (teatro, 1956).
Tras su muerte, aparecieron El intruso
(prosa, 1958) y Prosas dispersas (1970), artículos periodísticos publicados por
la Universidad Nacional de La Plata. Su Obra
poética, con prólogo de Carlos Mastronardi y epílogo de Juan Carlos Ghiano,
fue publicada en 1961. Por su parte, El Centro Editor de América Latina publicó
en 1981 Tareas tristes y otros poemas, con
selección de Juan Carlos Ghiano y notas de Alfredo Rubione. Hay también una
edición de 1957, con dibujos de Batlle Planas, de La balada del Río Salado, un extenso poema que, originalmente,
integró Corazón del Oeste. Cabe
agregar que Barbieri fue uno de los poetas neorrománticos más representativos
de la generación del 40, lo que lo hizo acreedor de importantes distinciones,
entre ellas, el Primer Premio Nacional de Poesía, otorgado póstumamente en
1957. Su obra, cuyos tópicos principales son la infancia, la conciencia
dolorida del tiempo y la vecindad de la muerte, posee un tono sosegado y
nostálgico, mediante el cual el poeta evoca los años de su niñez y su adolescencia, enmarcados en el paisaje
rural de su comarca albertiana, recorrida por el Río Salado. Su evocación, sin
embargo –como apunta Carlos Mastronardi–, “nunca codicia un modelo externo, una
realidad verificable, más bien se propone recobrar las tiernas experiencias de
su intimidad”, creando un mundo ilusorio y mítico. La adscripción de Barbieri a
las letras de La Plata ha sido y es motivo de controversia. Así, por ejemplo,
mientras Roberto Saraví Cisneros lo excluyó de la Primera antología poética platense, Guillermo Pilía le asigna un
lugar relevante en su Historia de la
literatura de La Plata. Los restos de Barbieri descansan hoy en su Alberti
natal, bajo una lápida que reproduce la primera estrofa de “La balada del Río
Salado”.
Foto: Vicente Barbieri. Fuente: Vicente Barbieri, José L.
Ríos Patrón, Editorial La Mandrágora, Buenos Aires, 1954.
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