Epígrafe
Quisiera que este
viento no terminara nunca
y que nunca nada
tuviera fin,
que el amor fuera
un río que no cesa
y yo me internara
en él
como los peces
que creen nadar en la corriente
y son llevados
por el agua.
La casa
Crees que al
volver la encontrarás decrépita:
la humedad
victoriosa en sus paredes,
sin el horizonte
tibio que los cuerpos le daban.
Pero no: la casa vive
entera,
engendra
diálogos, crea otra intimidad
más honda que los
besos, no alcanzada
por el ligero
resplandor de la luz,
ya para siempre
externa.
Las arañas reinventan
las rutinas,
el metafísico rolido
del tiempo.
Tal vez el óxido
haya comido los metales,
pero todo está
igual: eres tú el que se ha ido.
El nadador
El ágil golpe de
piernas, la zambullida, los brazos
girando
acompasados mientras la orilla queda atrás,
demostrarían, a
primera vista, felicidad,
triunfo sobre lo
natural estable;
sólo que el cuerpo ignora
setenta metros de
oscuras aguas debajo
y peces que ríen
del esfuerzo torpe, sin dirección,
y barcos que se
bambolean repitiendo: “todo vuelve
a sus legítimos dueños”,
y líquenes
ganados por una pereza fantasmal,
y la estrella,
por fin, en el lecho que tanto buscó,
mientras en la
superficie el nadador nada, nada.
La poesía
a Valerio
Magrelli.
en
Guanajuato, México
La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque
vacío
un amanecer de
invierno.
Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra
memoria.
Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e idea.
El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.
O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de
papel
que debes
conducir
a un puerto
seguro.
Pues,
salvo la Musa,
¿quién puede
decir
que esto
es un poema?
Cuando, en
verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.
Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio
Ante una tumba con
nombre
a mi madre
Esta piedra escrita con su nombre
lo dice todo muy claro: la vida concluye
sin profundidad y sin extensión.
Las tibias manos terminan aquí,
las mañanas e incluso el mar
aquí se adelgazan hasta convertirse
en una breve línea de polvo y sombra.
Ahora soy yo quien no tiene consuelo:
todavía abrazado a la tierra
observo las pequeñas flores amarillas
que se inclinan hacia donde aún queda sol.
Entiendo su miedo: sujetaba mi libertad
para que no viera estas imágenes fijas.
Para que yo no empezara a morir.
Los grandes Maestros
Los grandes Maestros
sintieron predilección por los grandes temas:
Papas, Anunciaciones, Madonnas y Desnudos.
Se detuvieron en abrigos, collares,
rostros de mirada fija y escenas de martirio,
que luego la obra inmortalizó.
Algunos deslizaron en un ángulo de la tela
su cabeza de intrusos, entre calaveras;
o dibujaron tenazas junto a los pies del anciano,
y a su lado, un poliedro excedido de escala.
En ello, los discípulos vieron muestras
de patético humor.
Lo que no vieron los discípulos
es lo que los Maestros habían dibujado con horror:
su propia carne desgranándose de a poco,
como los frutos de caza que también solían pintar,
mientras el pincel introducía bellotas,
granadas de pulpa roja y porcelana celeste.
Sabían, mejor que nadie,
por eso eran grandes y eran Maestros,
que Papas, Anunciaciones y Madonnas
eran estaciones, no arribos.
Un derrumbe de espejos: eso pintaban.
Rostros que, en el trajín de los cuerpos, serían sombras;
sombras que escaparían de los cuerpos
para sobrevivir.
Ningún poema
Este año no escribí ningún poema.
Recogí semillas del árbol rojo y las puse a secar.
Podé las ramas leñosas del ligustro
para que crecieran con fuerza las del vástago.
Había abejas en el techo
y recogí miel con mis manos.
Podé, sembré, coseché:
de la noche a la mañana, de un domingo al otro.
Separé lo húmedo de lo seco y a lo seco
le di otra oportunidad: que renaciera.
Enjuagué los brazos y las manos
y después descansé.
Descansé viendo a la noche empujar al invierno,
al invierno, como un venado,
elevarse sobre los techos y desaparecer,
a la niebla con su amortajado reloj.
Tomé fuerza de ellos para encaminarme,
también yo, al invierno.
De un domingo a otro domingo,
de una estación a otra.
No escribí ningún poema:
el invierno los escribió por mí,
la niebla
los escribió por mí.
Las mariposas
Volaban de Oeste a Este.
A través de campos de bronce,
sobre espejos de agua
en los que flotaba la burbuja de un pez.
Su vida entera estaba cifrada en ese vuelo:
nacimiento, cópula, otra vez nacimiento.
Y a cada metro, la amenaza de ser arrojadas
contra los cercos de tuna,
contra los alambrados de seis hilos,
contra la parrilla de los automóviles lentos.
Hacia el Este,
por el promontorio de la casa vacía,
por la hondonada de los árboles altos,
por el paraje del que partían dos caminos.
Siempre hacia el Este,
con su elegía amarilla, con su aletear temprano,
inventando la claridad, la oscuridad
y esa mañana invisible, fugitiva.
Todos, alguna vez,
estuvimos en el paraíso
El que observó a medianoche la espuma blanca del cielo,
el que oyó un galope prolongado en la estepa de la mañana,
los que presintieron la lluvia y se refugiaron en ella,
el pescador que aguarda el próximo pez que prenderá esa
tarde,
el que recuerda el olor a café detrás de una puerta que no
existe,
quien siente en la boca la primera palabra de un verso.
Todos, alguna vez, estuvimos en el paraíso,
las manos lo tocaron y el pecho aspiró su aroma,
el Paraíso cedió por un instante –se detuvo allí–
alzó un vivac en el que cada fragmento coincidió con su
parte:
las sombras con el árbol, el árbol con el camino,
el río de Heráclito con el río a secas.
Los más viejos
1
Acostumbrados a caminar
por la orilla,
los más viejos tienen
conductas extravagantes:
van al mercado, cultivan
flores,
como si la muerte no fuera
un telón sino un reto.
Guardan la moneda de hoy
para el concierto de mañana,
mantienen una conversación
con los difuntos
disimulando las ofensas
para que no parezcan excesivas,
anotan, con tinta gruesa,
los números de teléfono,
Dicen que fueron felices,
aunque las pruebas
demuestran lo contrario,
hablan de los hijos como
si los vieran a diario,
comienzan un tejido y
aprenden computación.
No hay en ellos señales de
alarma
ni sueños malos que los
persigan,
no se sienten hostigados
ni piden auxilio,
sus relojes no marcan las
horas a menos que se rompan.
Maestros de lo improbable,
pasan muchas horas con las
ventanas abiertas,
están y no están en sus
sillas caldeadas, son y no son.
Barren la vereda como si
nada estuviera a punto de estallar,
como si los cuatro puntos
cardinales
no se hubieran fundido,
para ellos, en uno solo.
Rompen el mito de la
muerte,
sumando un anillo más al
árbol que los cobija.
Dicen que fueron felices.
Dos fotografías
1. Fuera de foco
a Horacio
Castillo
En esa fotografía
estamos los dos fuera de foco.
Quien la obtuvo
no fue hábil o un alma lo rozó por detrás.
Quizás se
distrajo por la inminencia de nuestros próximos pasos.
Sí, tal vez esto
último fue lo que ocurrió.
Porque yo iba a
regresar, esa misma tarde, a casa
y vos emprenderías
el viaje hacia una orilla desconocida.
Es una imagen
sabia, sin duda: una anticipación.
La lente captó lo
que todavía no había ocurrido,
pero que estaba,
en el orden de las cosas, por suceder.
La luz nos
conduce desde muy lejos.
Insomne,
quebradiza, desciende un telón rápido,
que parte en dos
la tierra y a nosotros con ella.
Los dos, es
cierto, permanecemos fuera de foco,
en una bruma que
es una anticipación
y que, para esta
cabeza descarnada, es todo y nada a la vez.
Pedí que este viento
Pedí que este
viento no terminara nunca
y eso es
imposible:
las cosas nacen
para sucederse, no para durar.
Es lo que marcan
las estaciones,
los cambios en la
piel
y esta misma
página a través de los años.
No permanecen
igual: se suceden.
Incluso la propia
imagen del viento
lo dice
claramente:
lo que hay es
cambio y nada lo frena.
De lo más cálido
a lo frío
y del frío a la
frialdad extrema.
El viento
desprende las hojas,
que siempre son
otras, otras.
Contagiadas por
esta lección,
las manos se
sueltan de las manos.
Nada permanece:
ningún trabajo
sobre la superficie calma del mar.
Fuente: Eolo y otros poemas, Rafael Felipe
Oteriño, Editorial Brujas, Córdoba, 2016.
Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945.
Publicó once libros de poesía: Altas
lluvias (Cármina,1966), Campo visual
(Cármina, 1976), Rara materia (Cármina,
1980), El príncipe de la fiesta (Cármina,
1983), El invierno lúcido (El
Imaginero, 1987), La colina (Ediciones
del Dock, 1992), Lengua madre (Grupo
Editor Latinoamericano, 1995), El orden
de las olas (Ediciones del Copista, 2000), Ágora (Ediciones del Copista, 2005), Todas las mañanas (Ediciones del Copista, 2010) y Viento extranjero (Ediciones del Dock, 2014).
Su obra fue recogida parcialmente en Antología
poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997), Cármenes (2003), En la mesa
desnuda (Ediciones al Margen, 2009) y Eolo
y otros poemas (Editorial Brujas, 2016). Tiene en su haber, además, un
libro de ensayos sobre poesía titulado Una
conversación infinita (Ediciones del Dock, 2016). Recibió las siguientes
distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la
SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio
Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio Regional de
Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio
Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de
la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio Esteban Echeverría (2007), Gran
Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009) y Rosa de Cobre
de la Biblioteca Nacional (2014). Es miembro de número de la Academia Argentina
de Letras y codirige, en Ediciones del Dock, la colección Época de ensayos sobre poesía. Reside en Mar del Plata, donde fue
Magistrado y ejerció la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales. Sobre Oteriño y su obra, señala Cristina Piña en el prólogo de Eolo y otros poemas:
(...) Ante todo, cabe reparar en
ciertas características a las que siempre ha sido fiel. En primer término, la
economía verbal, que no ha permitido ningún desfallecimiento y que nos hace
experimentar lo que, para mí, es el rasgo central de la verdadera poesía: que
no haya palabras que sobren ni que falten, que en su trabajo con el lenguaje el
autor haya conseguido alcanzar la forma propia de cada poema, sin traición o
disonancia alguna, pero, también, sin que la perfección formal ahogue la
emoción.
Porque en la poesía de Oteriño,
junto con esa sobriedad en el lenguaje que revela un intelecto alerta, está
siempre presente la emoción, que según los temas que aborde puede ir de la nostalgia
a la celebración, la elegía o la comprobación más o menos dolorosa. Pero una
emoción que nunca cae en extremos, ya que si algo ha logrado a lo largo de los
años es desplegar una mezza voce
llena, a la vez, de equilibrio y modulaciones, una distancia privilegiada
respecto de lo que habla el poema.
A esta sensación de continuidad
que establecen el trabajo formal y el lenguaje austero contribuyen asimismo la
recurrencia de ciertas figuras que se reiteran en su poesía –con las variantes
lógicas que implica el paso del tiempo– como las de la familia y las dos
ciudades de su pertenencia, presentes casi infaliblemente a partir de la
mediación de objetos o circunstancias que en su poesía adquieren un lugar
primordial como condensaciones de la memoria o metáforas concretas de
instancias subjetivas.
(...) Pero si los objetos y
situaciones cotidianas son fundamentales, así como la presencia de la naturaleza
–en la que se destaca el mar, de singular peso en la poesía de Oteriño–, tiene
también especial importancia el diálogo que establece con figuras literarias
–Ahab, Robinson, Fausto–, el arte plástico –“Fondamenta degli incurabili”, “Los grandes Maestros”, “Mosaico
bizantino”- y, en especial, con poetas y escritores de quienes se siente
próximo –Joseph Brodsky, Gustave Flaubert, Wislawa Symborska– o de quienes fue
amigo, los poetas Raúl Gustavo Aguirre, Horacio Castillo, Néstor Mux, Javier
Adúriz. Un diálogo que nos remite tanto a cercanías de la sensibilidad como –en
el caso de las obras de arte– a su capacidad de despertar asociaciones que
conectan directamente con sus interrogantes existenciales.
(...) Por cierto que en el caso
de un poeta de sus características no podían faltar las reflexiones directas
sobre la poesía, y en los poemas dedicados a hacerlas surge una convicción
profunda, que da su sentido más hondo a su labor de cincuenta años: la
certidumbre de que la poesía, lejos de ser algo impráctico, como pretendía el
adusto Platón, es una tarea imprescindible.
(...) Se podría decir mucho más
sobre esta voz que ha sabido crear un tono personalísimo que se pliega por
momentos a la musicalidad y en otros
prescinde de ella, bajo cuya modulación se vuelven significativas desde las
pequeñas mariposas de la infancia hasta las obras maestras de la pintura, desde
la rememoración del pasado hasta la madurez de una bellota, y que detrás de
cada uno de sus poemas resuena una pregunta sobre el sentido de la vida.
Foto: Rafael Felipe Oteriño.
Fuente: gentileza de Rafael Felipe Oteriño.
Maestro!
ResponderEliminarMuy bueno! Gracias!
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