viernes, 18 de noviembre de 2016

Rafael Felipe Oteriño


Epígrafe

Quisiera que este viento no terminara nunca
y que nunca nada tuviera fin,
que el amor fuera un río que no cesa
y yo me internara en él
como los peces que creen nadar en la corriente
y son llevados por el agua.


La casa

Crees que al volver la encontrarás decrépita:
la humedad victoriosa en sus paredes,
sin el horizonte tibio que los cuerpos le daban.
Pero no: la casa vive entera,
engendra diálogos, crea otra intimidad
más honda que los besos, no alcanzada
por el ligero resplandor de la luz,
ya para siempre externa.
Las arañas reinventan las rutinas,
el metafísico rolido del tiempo.
Tal vez el óxido haya comido los metales,
pero todo está igual: eres tú el que se ha ido.


El nadador

El ágil golpe de piernas, la zambullida, los brazos
girando acompasados mientras la orilla queda atrás,
demostrarían, a primera vista, felicidad,
triunfo sobre lo natural estable;
sólo que el cuerpo ignora
setenta metros de oscuras aguas debajo
y peces que ríen del esfuerzo torpe, sin dirección,
y barcos que se bambolean repitiendo: “todo vuelve
a sus legítimos dueños”,
y líquenes ganados por una pereza fantasmal,
y la estrella, por fin, en el lecho que tanto buscó,
mientras en la superficie el nadador nada, nada.


La poesía

a Valerio Magrelli.
en Guanajuato, México

La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.

Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.

Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e idea.

El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.

O, cuanto menos,
occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.

Pues,
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?

Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.

Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio


Ante una tumba con nombre

a mi madre

Esta piedra escrita con su nombre
lo dice todo muy claro: la vida concluye
sin profundidad y sin extensión.
Las tibias manos terminan aquí,
las mañanas e incluso el mar
aquí se adelgazan hasta convertirse
en una breve línea de polvo y sombra.

Ahora soy yo quien no tiene consuelo:
todavía abrazado a la tierra
observo las pequeñas flores amarillas
que se inclinan hacia donde aún queda sol.
Entiendo su miedo: sujetaba mi libertad
para que no viera estas imágenes fijas.
Para que yo no empezara a morir.


Los grandes Maestros

Los grandes Maestros
sintieron predilección por los grandes temas:
Papas, Anunciaciones, Madonnas y Desnudos.
Se detuvieron en abrigos, collares,
rostros de mirada fija y escenas de martirio,
que luego la obra inmortalizó.

Algunos deslizaron en un ángulo de la tela
su cabeza de intrusos, entre calaveras;
o dibujaron tenazas junto a los pies del anciano,
y a su lado, un poliedro excedido de escala.
En ello, los discípulos vieron muestras
de patético humor.

Lo que no vieron los discípulos
es lo que los Maestros habían dibujado con horror:
su propia carne desgranándose de a poco,
como los frutos de caza que también solían pintar,
mientras el pincel introducía bellotas,
granadas de pulpa roja y porcelana celeste.

Sabían, mejor que nadie,
por eso eran grandes y eran Maestros,
que Papas, Anunciaciones y Madonnas
eran estaciones, no arribos.

Un derrumbe de espejos: eso pintaban.
Rostros que, en el trajín de los cuerpos, serían sombras;
sombras que escaparían de los cuerpos
para sobrevivir.


Ningún poema

Este año no escribí ningún poema.
Recogí semillas del árbol rojo y las puse a secar.
Podé las ramas leñosas del ligustro
para que crecieran con fuerza las del vástago.
Había abejas en el techo
y recogí miel con mis manos.
Podé, sembré, coseché:
de la noche a la mañana, de un domingo al otro.
Separé lo húmedo de lo seco y a lo seco
le di otra oportunidad: que renaciera.
Enjuagué los brazos y las manos
y después descansé.
Descansé viendo a la noche empujar al invierno,
al invierno, como un venado,
elevarse sobre los techos y desaparecer,
a la niebla con su amortajado reloj.
Tomé fuerza de ellos para encaminarme,
también yo, al invierno.
De un domingo a otro domingo,
de una estación a otra.
No escribí ningún poema:
el invierno los escribió por mí,
la niebla
los escribió por mí.


Las mariposas

Volaban de Oeste a Este.
A través de campos de bronce,
sobre espejos de agua
en los que flotaba la burbuja de un pez.

Su vida entera estaba cifrada en ese vuelo:
nacimiento, cópula, otra vez nacimiento.

Y a cada metro, la amenaza de ser arrojadas
contra los cercos de tuna,
contra los alambrados de seis hilos,
contra la parrilla de los automóviles lentos.

Hacia el Este,
por el promontorio de la casa vacía,
por la hondonada de los árboles altos,
por el paraje del que partían dos caminos.

Siempre hacia el Este,
con su elegía amarilla, con su aletear temprano,
inventando la claridad, la oscuridad
y esa mañana invisible, fugitiva.


Todos, alguna vez, estuvimos en el paraíso

El que observó a medianoche la espuma blanca del cielo,
el que oyó un galope prolongado en la estepa de la mañana,
los que presintieron la lluvia y se refugiaron en ella,
el pescador que aguarda el próximo pez que prenderá esa tarde,
el que recuerda el olor a café detrás de una puerta que no existe,
quien siente en la boca la primera palabra de un verso.

Todos, alguna vez, estuvimos en el paraíso,
las manos lo tocaron y el pecho aspiró su aroma,
el Paraíso cedió por un instante –se detuvo allí–
alzó un vivac en el que cada fragmento coincidió con su parte:
las sombras con el árbol, el árbol con el camino,
el río de Heráclito con el río a secas.


Los más viejos

1

Acostumbrados a caminar por la orilla,
los más viejos tienen conductas extravagantes:
van al mercado, cultivan flores,
como si la muerte no fuera un telón sino un reto.

Guardan la moneda de hoy para el concierto de mañana,
mantienen una conversación con los difuntos
disimulando las ofensas para que no parezcan excesivas,
anotan, con tinta gruesa, los números de teléfono,

Dicen que fueron felices,
aunque las pruebas demuestran lo contrario,
hablan de los hijos como si los vieran a diario,
comienzan un tejido y aprenden computación.

No hay en ellos señales de alarma
ni sueños malos que los persigan,
no se sienten hostigados ni piden auxilio,
sus relojes no marcan las horas a menos que se rompan.

Maestros de lo improbable,
pasan muchas horas con las ventanas abiertas,
están y no están en sus sillas caldeadas, son y no son.

Barren la vereda como si nada estuviera a punto de estallar,
como si los cuatro puntos cardinales
no se hubieran fundido, para ellos, en uno solo.

Rompen el mito de la muerte,
sumando un anillo más al árbol que los cobija.

Dicen que fueron felices.


Dos fotografías

1. Fuera de foco

a Horacio Castillo

En esa fotografía estamos los dos fuera de foco.
Quien la obtuvo no fue hábil o un alma lo rozó por detrás.
Quizás se distrajo por la inminencia de nuestros próximos pasos.

Sí, tal vez esto último fue lo que ocurrió.
Porque yo iba a regresar, esa misma tarde, a casa
y vos emprenderías el viaje hacia una orilla desconocida.

Es una imagen sabia, sin duda: una anticipación.
La lente captó lo que todavía no había ocurrido,
pero que estaba, en el orden de las cosas, por suceder.

La luz nos conduce desde muy lejos.
Insomne, quebradiza, desciende un telón rápido,
que parte en dos la tierra y a nosotros con ella.

Los dos, es cierto, permanecemos fuera de foco,
en una bruma que es una anticipación
y que, para esta cabeza descarnada, es todo y nada a la vez.


Pedí que este viento

Pedí que este viento no terminara nunca
y eso es imposible:
las cosas nacen para sucederse, no para durar.
Es lo que marcan las estaciones,
los cambios en la piel
y esta misma página a través de los años.

No permanecen igual: se suceden.
Incluso la propia imagen del viento
lo dice claramente:
lo que hay es cambio y nada lo frena.
De lo más cálido a lo frío
y del frío a la frialdad extrema.

El viento desprende las hojas,
que siempre son otras, otras.
Contagiadas por esta lección,
las manos se sueltan de las manos.
Nada permanece:
ningún trabajo sobre la superficie calma del mar.

Fuente: Eolo y otros poemas, Rafael Felipe Oteriño, Editorial Brujas, Córdoba, 2016.

Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó once libros de poesía: Altas lluvias (Cármina,1966), Campo visual (Cármina, 1976), Rara materia (Cármina, 1980), El príncipe de la fiesta (Cármina, 1983), El invierno lúcido (El Imaginero, 1987), La colina (Ediciones del Dock, 1992), Lengua madre (Grupo Editor Latinoamericano, 1995), El orden de las olas (Ediciones del Copista, 2000), Ágora (Ediciones del Copista, 2005), Todas las mañanas (Ediciones del Copista, 2010) y Viento extranjero (Ediciones del Dock, 2014). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997), Cármenes (2003), En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009) y Eolo y otros poemas (Editorial Brujas, 2016). Tiene en su haber, además, un libro de ensayos sobre poesía titulado Una conversación infinita (Ediciones del Dock, 2016). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio Esteban Echeverría (2007), Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009) y Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional (2014). Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y codirige, en Ediciones del Dock, la colección Época de ensayos sobre poesía. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y ejerció la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Sobre Oteriño y su obra, señala Cristina Piña en el prólogo de Eolo y otros poemas:

(...) Ante todo, cabe reparar en ciertas características a las que siempre ha sido fiel. En primer término, la economía verbal, que no ha permitido ningún desfallecimiento y que nos hace experimentar lo que, para mí, es el rasgo central de la verdadera poesía: que no haya palabras que sobren ni que falten, que en su trabajo con el lenguaje el autor haya conseguido alcanzar la forma propia de cada poema, sin traición o disonancia alguna, pero, también, sin que la perfección formal ahogue la emoción.
Porque en la poesía de Oteriño, junto con esa sobriedad en el lenguaje que revela un intelecto alerta, está siempre presente la emoción, que según los temas que aborde puede ir de la nostalgia a la celebración, la elegía o la comprobación más o menos dolorosa. Pero una emoción que nunca cae en extremos, ya que si algo ha logrado a lo largo de los años es desplegar una mezza voce llena, a la vez, de equilibrio y modulaciones, una distancia privilegiada respecto de lo que habla el poema.
A esta sensación de continuidad que establecen el trabajo formal y el lenguaje austero contribuyen asimismo la recurrencia de ciertas figuras que se reiteran en su poesía –con las variantes lógicas que implica el paso del tiempo– como las de la familia y las dos ciudades de su pertenencia, presentes casi infaliblemente a partir de la mediación de objetos o circunstancias que en su poesía adquieren un lugar primordial como condensaciones de la memoria o metáforas concretas de instancias subjetivas.
(...) Pero si los objetos y situaciones cotidianas son fundamentales, así como la presencia de la naturaleza –en la que se destaca el mar, de singular peso en la poesía de Oteriño–, tiene también especial importancia el diálogo que establece con figuras literarias –Ahab, Robinson, Fausto–, el arte plástico –“Fondamenta degli incurabili”, “Los grandes Maestros”, “Mosaico bizantino”- y, en especial, con poetas y escritores de quienes se siente próximo –Joseph Brodsky, Gustave Flaubert, Wislawa Symborska– o de quienes fue amigo, los poetas Raúl Gustavo Aguirre, Horacio Castillo, Néstor Mux, Javier Adúriz. Un diálogo que nos remite tanto a cercanías de la sensibilidad como –en el caso de las obras de arte– a su capacidad de despertar asociaciones que conectan directamente con sus interrogantes existenciales.
(...) Por cierto que en el caso de un poeta de sus características no podían faltar las reflexiones directas sobre la poesía, y en los poemas dedicados a hacerlas surge una convicción profunda, que da su sentido más hondo a su labor de cincuenta años: la certidumbre de que la poesía, lejos de ser algo impráctico, como pretendía el adusto Platón, es una tarea imprescindible.
(...) Se podría decir mucho más sobre esta voz que ha sabido crear un tono personalísimo que se pliega por momentos a la musicalidad  y en otros prescinde de ella, bajo cuya modulación se vuelven significativas desde las pequeñas mariposas de la infancia hasta las obras maestras de la pintura, desde la rememoración del pasado hasta la madurez de una bellota, y que detrás de cada uno de sus poemas resuena una pregunta sobre el sentido de la vida.

Más poemas de Oteriño en este mismo blog, pinchando el siguiente enlace: Rafael Felipe Oteriño

Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: gentileza de Rafael Felipe Oteriño.

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