Lo que no vemos nos ve
Descubre mis ojos y miraré las maravillas de tu luz
Salmo 119-18
De pronto
se abre una flor detrás del ojo,
un cuarzo
que nadie, ni Linneo, es capaz de describir.
Para papá, el constructor,
la flor es un puente con ventanas redondas
como las del barco que zarpó de Trieste.
Para mamá
es un idioma extraño
que le tocó develar pacientemente
entre sábanas y acordes de violín.
Y así para el resto del mundo que levanta vuelo en los
andenes
cada uno, a su manera, con su flor.
Es así como Dios pasa por el hombre.
Afuera el mundo no es legible,
gente con paraguas nos mira desde la orilla
De vez en cuando
a mi padre se le escapaba una lágrima
y era una voz espesa
en la sopa
de vez en cuando veía a Dios
un albañil con la ropa manchada de cal
y manos fragantes
como la leche que bebíamos al pie de la vaca
sólo quiero saber
si mi abuelo David
tenía visiones tan inútiles y grandiosas
de vez en cuando a mí también
se me cae una lágrima
El poeta muere
El poeta muere sin rezar
como quien lleva a los chicos a la escuela
Muere de muerte imperceptible
como quien está de paso por el mundo
por fragmentos
sin ninguna certeza
delgadísimas láminas de un árbol de cristal
entre el Éufrates y Tigris
todo es transparente en esa franja
entre sus brazos ojos piernas
en la distancia entre una silla y una mesa
todo es transparente sin motivo y fugaz
como un beso
como pisadas en la arena que lleva y trae el mar
Así la arena vuelve al interior de sus pensamientos
las pisadas al interior del mundo
hecho de materia oscura y olvido
El poeta muere sin rezar
entre el Éufrates y Tigris
tierno y levitado como quien despierta y va a la
escuela
cree firmemente que ésa es la Tierra Prometida.
Encuentro con Alfredo Veiravé
Fue un domingo al mediodía
de ésos en los que uno camina con el alma inacabada
Alfredo estaba sentado bajo los peces transparentes
del zamuú, yuchán o palo borracho
árbol originario de las estaciones ferroviarias y las
despedidas
tecleaba en su máquina de escribir
una Remington altísima de los años 70
con letras recién emergidas del tóhu vabóhu
y eran soles en la voz de Chavela Vargas.
No me vio
de tanto en tanto despejaba las moscas del yuchán
los falsos rumores sobre el dólar y los levantamientos
militares
disimulaba así, con su ojo de búho
cualquier duda sobre los cálculos de Copérnico
y los vestidos de seda de la muerte.
Por su hombro izquierdo marchaba la soledad de las
hormigas
que “delicadamente transportan grandes piedras para
las pirámides de los faraones”
de su hombro derecho subía el palo mayor del
philodendron
-del griego philo: amar, dendron: árbol-
con su vela a barlovento
prueba de que nos salvaría a todos
a pesar de la caída de los grandes imperios.
De pronto, una de esas “flores ebrias de orquídeas”
le estampó un sonoro beso en la boca
y ya no lo vi más
o sí, al menos vi sus sombra de Orfeo:
se paró arriba de la silla y extendió los brazos
“estoy vivo”, dijo.
Marcas de lápiz en el marco de la puerta de la cocina
para Emilia
como esas patas de gallo que se hacen en las comisuras
de los ojos
que demuestran que la vida es bella
así las rayas que trazamos
para crecer
el equivalente de un pergamino de versículos
enrollado en nuestro interior
y que intentamos deletrear:
aquí, cuando ibas al jardín de infantes
aquí, después de la fiebre
que fue como cruzar el Mar Rojo
aquí, a los 10 años
cuando curamos las heridas
de un dibujo mal hecho,
ésta, ahora,
que me llegás a la cabeza, estamos iguales
vos con tu cabeza llena de flores
yo con mi cabeza llena de manos para cuidar tus
flores.
Una taza de té a medio beber sobre la mesa
me recuerda al éxodo
un trozo de pan y siete granos de pimienta
me recuerda al borde cachado de la libertad
el son del andar de las jirafas
me recuerda el movimiento de los planetas
un séptimo color invisible
me recuerda el país de ninguna parte
en el borde de ninguna parte
gira un nómade en blanco y negro
con una fotografía entre los dedos
lee el rostro invierte la imagen desacomoda el nombre
la fecha y la taza de té sobre la mesa
al menos rescata el número Pi
el número de 216 dígitos
me recuerda que sólo los pastores
conocen el rugir del león.
La escala de Jacob
Bajan con grúas
alef escaleras cuerdas cristales de cuarzo ladrillos
de la creación
no les prestamos atención
y olvidan lo que venían a decir
sólo el dedo de un niño pregunta
sigue el derrotero de rayas y manchas azules sobre la
mesa del cielo de los olivos
ellos lavan y cepillan
suben las ruinas en grandes recipientes rotos
a la manera de alas
y el día se vuelve más claro
la mano en estrella del padre bendice
pregunta bendice
recuerda un momento y olvida
la rueda de la escala de Jacob gira
el mundo sigue siendo campo minado.
Fuente: gentileza de Azucena Salpeter.
Azucena Salpeter
nació en Formosa el 9 de noviembre de 1942. Desde 1957 está radicada en La
Plata. Es médica, poeta, narradora y pintora. Publicó: El pescador de sombras (poesía, 1979, sello de honor de la SADE), Y el cielo sonrió (poesía, 1989), Las puertas del cielo (poesía, 1996,
premio bienal profesor Dr. Pedro Laín Entralgo) y La mitad del cielo (novela, 1998, premio Mercosur). Los poemas
publicados en esta página son inéditos y fueron escritos en los últimos
tiempos.
Foto: Azucena Salpeter. Fuente: Facebook.
Gran contribución a la poesía es publicar a esta autora desconocida por mí, querido César. Felicitala de mi parte, decile que es una gran alegría haberla podido leer. Abrazo grande
ResponderEliminarRaúl Artola
Gracias, Raúl, por el comentario. Ya le transmito a Azucena tus palabras. Un gusto tener noticias tuyas. Abrazo grande.
EliminarBuena poeta, buena pintora, mujer sabia
ResponderEliminar