XIII
Los ojos de la verdad se pierden en la niebla
y el canto rodado de la noche
interroga el recodo del camino.
El junco envejecido
llama a la puerta del viento
y el silencio cicatriza el pequeño milagro de
la voz.
Un bosque iluminado
busca la luz amarga del olvido.
XIV
El árbol de la verde claridad
araña por un instante el corazón del agua
y la sombra del pino se transforma en rumor,
se pierde en claro desconcierto
y entra en la maleza del otoño.
Su sombra se agranda cada día
confundida con los antiguos muertos
que fraternizan en el silencio de la lápida,
tratados con dureza por el mito,
extraña debilidad de la leyenda
cercada por incrédulas memorias,
separadas del tiempo por una lengua
corrompida.
XXIII
He comenzado a ver la historia
como un muerto indeseable.
Regresamos a la casa donde se encuentra la
simiente
y la reja del arado derriba la caverna oscura
del ayer.
El tiempo determina la fatiga de los árboles
y los días lastiman el corazón del alma
solitaria.
El hombre se desplaza entre imágenes
y busca el ritual de la noche,
pero nuestra morada está en el luto,
mesas vacías,
ventanas devastadas
que sólo ven la muerte y el exilio.
Nuestra vida se esfuma sin retorno,
sin gloria,
la misma sombra frente a nuestros ojos,
el mismo pan amargo.
XXV
Los ángeles se pudren
en el ala quebrada de la espera.
Ellos vigilan atentos
a cualquier visión esperanzada,
a cualquier rencor que pueda superarlos.
Los ojos regresan al pasado
y sienten el dolor que puebla las espinas.
Las grises arañas de la melancolía
oyen el susurro de la niebla,
principio y fin de la palabra
que aquieta las heridas.
Un ángel reza y su voz se levanta,
ociosa, seductora,
sobre el frío de los sentimientos.
XXVI
El ritual de los hombres es azuzar al viento
y abandonar su propia mansedumbre.
El sol refleja las palabras vacuas
y la lluvia comparte la soledad de las
espinas.
Los sueños se precipitan al vacío
y un trago de veneno nos invade
mintiendo a la fidelidad de los sentidos
como una lágrima en el ojo de la noche.
La memoria es un perro
que mastica las cuerdas del ayer
y acumulamos rencores que el tiempo
despojó de sus miserias.
Todo lo que avizoramos
es la tumba de un dios abandonado
regresando de una región que apenas conocemos.
Fuente: Pájaros oscuros,
Horacio Preler, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 2013.
Horacio Preler nació en La Plata en 1929. Es abogado.
Publicó los siguientes libros de poesía: Institución
de la tristeza (1966), Lo abstracto
y lo concreto (1973), La Razón
migratoria (1977), El ojo y la
piedra (1981), Lo real, nuestra casa
(1991), Oscura memoria (1992), Zona de entendimiento (1999), Silencio
de hierba (2001), Casa vacía
(2003), Aquello que uno ama (2006) y
La vida se interroga (2012). Poemas
suyos fueron incluidos en diversas antologías poéticas y publicados en
numerosos medios gráficos y electrónicos, como así también traducidos al
portugués y al italiano. Obtuvo, entre otras distinciones, la Faja de Honor de
la Sociedad Argentina de Escritores (1981), el Premio Consagración de la
Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (1996) y el
Premio de Poesía (trienio 2001/2003) de la Academia Argentina de Letras por Silencio de hierba. Según un comentario
publicado en el diario Los Andes de
Mendoza el 22 de noviembre de 1981, la poesía de Preler expresa “una verdad que
surge del enfrentamiento de la conciencia lúcida del autor con su mundo
circundante. Si nada tiene que ver esta poesía con la orientada por las pautas del realismo
histórico y, mucho menos, con lo que ha dado en denominarse ‘poesía social’, es
evidente que asume la gran circunstancia de espacio y tiempo en que le ha
tocado vivir al poeta. Su voz denuncia,
de modo tácito, la sombría desolación, la indigencia y la pesadumbre que vive
el hombre de este ‘aquí y ahora’, proyectando sus amargas reflexiones hacia un
orbe metafísico”.
Foto: Horacio Preler. Fuente: C. C.
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