lunes, 19 de agosto de 2019

Horacio Castillo (h)


Compasión

Ahí arriba, en el techo blanco y aséptico
hay una mancha de humedad.
Parecen las alas de un pájaro, tal vez de un ángel.
Alas desplegadas que inclinarán una balanza
hacia un lugar que desconozco.
La urgencia me impide pensar
y acomodo media docena de tubos y sondas
que registran el fluir interior,
monitorean que nada se detenga, que nada se dañe.
Soy un cuerpo escaneado con amor,
que mueve un pie, flexiona una pierna,
que inclina la cabeza hacia el misticismo.
Ejemplo concreto y fracasado del colapso de la materia.


Insistencia

A la poesía le repugna la piedad y la debilidad
y a la muerte la insistencia en arrancarle palabras.
Entonces hablo conmigo mismo de la compasión,
de la profanación del cuerpo,
de la extracción de la materia,
del tumor irreparable,
del perdón que anida dentro,
de la extirpación del perdón, de la resurrección,
de la división entre el cuerpo y el alma,
del gran cuchillo que rebana el pensamiento,
de lo imprescindible y necesario.


La culpa

Cuando desperté me sentí encadenado:
fijo, en un cama hospitalaria, quizás salvado.
Reconocí de a poco en mi cuerpo
el frágil cordón umbilical que me conectaba a la realidad.
Ahí es cuando todo empezó a confundirse:
morir siempre había sido una posibilidad abstracta.
Luego, un muro cae sobre la cabeza
y el hombre entero que no se derrumbará,
termina entre los escombros:
el futuro a los pies de la cama, porque es demasiado pesado,
el pasado, como siempre, junto al orinal.
Y piensa: el mar podría secarse cuando salga de acá.
La enfermera inyecta algo, ajusta monitores
y acomoda la almohada que sostiene el último pedazo de mí mismo
mientras el tiempo se escurre gota a gota a través de una sonda.
Lo absurdo es lo más deseado cuando viene el aturdimiento.
Anestesio la sangre de mi cobardía,
esa que mantuvo durante años la corteza indestructible
que ahora se parte en pedazos como una cáscara.
Queda entonces todo ese caos de uno mismo,
tendido en la cama de un hospital,
con la leve intuición de que la culpa
duerme al lado nuestro como un ángel o un demonio.


El mecanismo de la salvación

Parecía la imagen de una mala y repetida película:
las luces del pasillo pasaban sobre mi cabeza, una tras otra,
mientras escuchaba el ruido oxidado de la camilla.
Horizontal, pero envuelto en un sudario invisible,
tal vez sin saberlo, viajaba hacia el cadáver,
–porque son preguntas que uno se hace–.
Luego entré al quirófano y me quedé solo, casi desnudo.
Era un cuerpo entregado.
Nadie me saludó ni me miró a los ojos.
No había necesidad.
Es otro instante decisivo en que el tiempo se detiene
y en la morgue de la cabeza pasan muchas cosas.
Me colocaron una mascarilla, cerré los ojos
y llegó el sueño.
Algunos creen que es falta de humanidad
pero hay que entender el mecanismo de la salvación.
De la nuestra, y la de ellos.
Es necesario que tu humanidad no entre,
que espere, como todos, allá afuera.
Es necesario que hagan su trabajo sobre ese cuerpo desnudo,
sobre órganos y tejidos que no sienten nada o que hablan otro idioma,
porque así funciona la anestesia de la palabra.
Algunos tal vez no logren comprender
lo que sólo puede comprenderse después.
Porque cuando uno despierta –ahora sí–
con el cuerpo y la humanidad formando parte nuevamente de lo mismo
y escucha decir que podría haber muerto, pero no,
porque lograron sacar el tumor y el pus que te hubiera matado,
se quiere agradecer.
Se quiere agradecer que nos hayan visto sólo como un cuerpo,
como un objeto solo y desnudo, órganos y tejidos,
cuerpo que tiembla, entregado, a punto de derrumbarse.
Entonces viene el llanto, como si recién hubiéramos nacido,
porque eso es lo que sucedió:
un nacimiento.


Oxaliplatino

Hay un sillón muy cómodo donde sentarse
y una ventana, que deja ver más allá, afuera,
otra ventana en la pared de una casa vieja.
Un televisor habla cosas que a nadie le importan.
Somos seres anónimos, sentados en sillones
y no me sorprende lo que sucede,
pero el cuerpo va registrando la incomodidad,
como si las células estuvieran en alerta.
Esa mujer frente a mí, mañana podría no estar.
Aquel hombre que habla, mañana podría callar.
Las personas a mi alrededor,
cada una con su propio miedo,
hablan el mismo idioma de lo mismo,
de lo callado.
Me envuelvo en mi mente y participo a mi modo de este simulacro.
Entonces entra un líquido frío en las venas.
Tomo agua. Leo algo. Cuento los minutos.
Hablo conmigo mismo de lo que a nadie le importa.
Cierro los ojos mientras espero que el líquido frío haga su trabajo.
Abro la ventana que está en la pared de una casa vieja,
miro hacia afuera para ver más allá un mar que no existe.
Y con eso me alcanza.


La Perra

Me despertó el ladrido por la noche,
el lamento de los animales que huían en la calle.
Después llegó el silencio, ese silencio,
el que sólo llega ante el alfa y el omega.
Luego, las patas rasgando la puerta.
Un sollozo como de gato, o de niño,
porque hasta podría disfrazarse de canción de cuna
–y cuántas veces lo habrá hecho–
Pero sabía que era la Perra.
No me engañó la transformación, la mutación,
la corrupción de su cuerpo.
Su hocico olfateando lo que da náuseas,
su pata putrefacta, paralítica.
Y esos ojos, sí, esos ojos que rebalsaban espuma
y que espantarían a tu padre y a tu madre
y al mismísimo dueño de la tierra y al infierno.
Pero por un instante dudé:
sus ojos se dieron vuelta hacia la compasión,
hacia la piedad,
y mi mano abrió la puerta
–no es que yo lo hubiera querido,
sólo caí en el engaño, en la debilidad–.
Lo otro, lo que vino después,
ni mi perro muerto lo hubiera hecho:
levantar una pata como en una cacería final,
mirarme como si fuera su presa
y luego escapar como lo hizo,
con esa risa de hiena entre los dientes.


Cartesiana

Igual que Descartes, he puesto todo en duda:
la res extensa y la res cogitans.
Dudé de aquel día y de aquel otro,
de lo que me contó mi madre y de lo que calló mi padre,
del beso de Judas, de la mordedura de la serpiente,
del No que recibí y del Sí que ofrecí.
Y dudé con mayor seguridad todavía
de mi más profunda convicción:
del mar que toqué aquella vez y nunca dejé de escuchar.
No es que sea un procedimiento riesgoso
o que incorpore alguna novedad al mundo.
Pero contrariamente al filósofo,
llegué a una conclusión distinta, no clara:
él, a través de la duda, afirmó la existencia,
yo, en cambio, con el mismo dudoso procedimiento,
concluí que el ancla oxidada que nos tiene atados a este mundo
acabará por disolverse.

Descartes ha muerto hace mucho tiempo
y es probable que cuando yo salga de esta burbuja solipsista
me suceda lo mismo.
Llegará cuando tenga que llegar a pesar de mis esfuerzos
y del baldazo de agua fría que es esta enfermedad.


En la puerta de una capilla cerrada

No te olvides de echar luz: es tu obligación.
La vida te lo devolverá.
                                                                                                                           Rafael Felipe Oteriño

No es que espere que el rayo todopoderoso de Dios
ilumine mi existencia.
Pero este ser contradictorio, humano y animal,
todavía de pie en la puerta de una capilla cerrada,
quiere darse compasión, encontrar una pregunta para hacerse.
La luz muestra el estallido del interior cerebral
y oculta la redención.
Una cabeza que abomina de las certezas,
un yo que espera un motivo a pesar de sí mismo,
algo bajo las tibias hojas que caen de los árboles,
la piedad en el rostro del sol.

Fuente: El instante decisivo, libro inédito.

Horacio Castillo (h) nació en La Plata en 1968. Es psicoanalista egresado de la Universidad Nacional de La Plata. En 2016, Ediciones El Mono Armado dio a conocer su primer libro de poesía: Ánima cruda. Actualmente, cuenta con varios poemarios inéditos; entre ellos, El instante decisivo, que será publicado muy pronto.

Foto: Horacio Castillo (h). Fuente: Gentileza de Horacio Castillo (h).

2 comentarios:

  1. Hubo que atravesar la selva más oscura para llegar a tanta claridad, tanta contundencia. Poesía sin "verso", sin sanata ni canchereada intelectual. Celebro y felicito al entrañable amigo. Gracias, César, por esta publicación. Abrazo enorme.
    Gustavo Caso Rosendi

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    1. Gracias a vos por pasar, por leer, por comentar. Sin duda, se trata de muy buenos poemas; lúcidos y dramáticos al mismo tiempo. Abrazo grande, Gustavo.

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