Cuadernos del agua
Yo me escudriñé a mí mismo.
Heráclito
1
Entrar al mar dejar
a la orilla
los restos del mundo
las formas de lo pequeño
tanto ruido,
crecer con el oleaje
llegar hasta el fondo del tiempo
silenciar los detalles que hacen a los hombres
diferentes
las miserias el olvido
entrar al mar
dejar afuera lo corrupto
la carne las ideas los deseos
llevarse sólo la impronta
del animal acuático que fuimos
alguna vez
volver
a ser de agua flotar
como si fuera latir
eternamente.
2
Debí quedarme en casa no salir
al camino la tierra se partía en dos
bajo la mesada el fuego
donde las cacerolas crepitaban
¿era un pequeño infierno o era
el lecho de Ariadna?
No debí jamás espiar por la mirilla y ver el mundo
aunque eso sucedió mucho antes
del enigma
algo sucedió entre las carnes del océano
que resultó
asfixiante
hice un tajo consciente con mis uñas de feto y rasgué
el velo oscuro
y vi todo
y ya no pude volverme ciega
y quise ahogarme
y no pude
dejé de respirar y aun así la vida
me aspiró desesperadamente
a causa de la muerte.
Elegí las palabras como un maleficio
“me quedaré en tu abrazo para siempre
ciega para siempre” pero ella me expulsó
de la tibieza
entornado el ojo en la curiosa desfachatez
del lenguaje
volvió a enhebrar filosas palabras en mi lengua.
Su abrazo me dolía y sin embargo eran mis propias uñas
escarbándome el alma.
Debí quedarme al calor de las hornallas
cocinar con especias sabores de este mundo
ordenar mi cabeza con tinturas fosforescentes
y flores
amar la luz artificial
pero no pude
no pude ser más fuerte que yo misma y me lastimé
las manos y los pies hasta saltar el cerco de la superficie
y caer
hace tanto tiempo que caigo en la cuenca ilusoria
lo deshabitado me rodea
un soplo de materia me retiene en este laberinto
adonde
nunca
doy con el fondo de mí.
3
Si vas a nadar que sea en aguas profundas
no golpear en la vana superficie
sí flotar de cara al mundo
saber exactamente en qué punto lanzarse a pique
aventurar el cuerpo en medio del espasmo
apartarse en la cresta de la ola
y disfrutar a pleno la marea
del acto y su contorno.
Es imprescindible fundirse al sol en la profunda
noche
y regresar de cualquier modo más tarde hasta
la playa.
Nadar, nadar... ¡qué plenitud!
nadar, nadar… ¡qué tristeza!
Si vas a nadar
que sea en aguas profundas
y hasta no poder más,
hasta tenderse
a la orilla del mundo y acabar
liquidado.
4
Kay
(a Ignacio Martín)
Enterramos al viejo perro negro una tarde de marzo.
Llueve ahora sobre ese montículo de nada
caen gotas como esquirlas que salpican fotos donde la casa
era una casa en construcción. En el retrato,
se ve al niño, pequeño, colgar en un extremo del brazo de su
padre.
Al otro lado, un cachorro de pelo renegrido luce un flamante
collar
de color rojo. Atrás, el níspero y el manzano crecen en la
espiral del tiempo.
Hojas vecinas del otoño temprano se doran en el suelo del
parque, al calor
del hogar en crecimiento.
Olores de comida,
guisados del invierno, parrillas del verano, los amigos,
el niño que juega mansamente, detalles más, detalles menos, se escabullen
del cuadro.
El perro negro y manso que acató las tormentas duerme allí,
en larga sombra las noches del silencio. El perro negro que
tuvo
un nombre pequeño: “¿Cai
eso mamá?” Eso era el perro negro.
y eso fue Cai, o Kay.
El perro.
¿Qué es esto? debería preguntar yo ahora frente a este pozo
adonde han
ido a dar sus huesos.
El cachorro, como el amor de la vida entera, ya no es nada y cada nueva
lluvia
lo aleja de todo lo que ha sido. La historia, la lluvia, nos
hacen, nos deshacen.
Así el perro negro se diluye en el parque.
Pero ha dejado un flamante collar rojo
lleno de recuerdos que se echan a mis pies.
Su espíritu deambula por el patio
vigila que el niño se haga hombre,
custodia que la casa esté clara, y sobre todo,
que yo no pierda la memoria.
5
No querer saber.
Ya no querer saber.
Terminé de copiar los deberes
sobre el último punto,
el de la resolución contra la muerte.
Un frágil equilibrio
hace que las cosas mundanas
y la lucidez
permitan ver
lo pequeño humano y su belleza.
No querer saber,
Ya no querer saber más
sobre lo verdadero que yace
en el corazón del lenguaje.
No querer saber
ya no querer saber más nada.
Hay
un delicado puente entre el conocimiento
y la ignorancia
un detalle mínimo y mudo
a los pies de la palabra.
6
El Círculo Polar
Sabés que estoy cuando la luna llena
pero la nada.
Minä ollen
Sinä ollet
pero nada.
Viajaré a Finlandia.
Aprendo ese extraño idioma
para extrañar todo de mí cuando viaje a Finlandia.
Näkemiin.
De alguna forma siempre
lo blanco me persigue.
Moikka será, entonces,
la palabra.
pero la nada.
Minä ollen
Sinä ollet
pero nada.
Viajaré a Finlandia.
Aprendo ese extraño idioma
para extrañar todo de mí cuando viaje a Finlandia.
Näkemiin.
De alguna forma siempre
lo blanco me persigue.
Moikka será, entonces,
la palabra.
Menos mi mente
todo lo demás
vuelve a estar en blanco
cada viaje cada vez
todo lo demás
vuelve a estar en blanco
cada viaje cada vez
el mismo
círculo polar.
7
La Habana ocho aeme
Me despierto en La Habana ocho aeme,
hora local.
Malditos gallos que entraron a mi sueño desde la madrugada
y no he vuelto a cerrar los mismos ojos que ahora abro
definitivamente.
Adivino en las sombras las piezas de bronce
que penden sobre mi cabeza. La araña desde el techo
da una pista sobre el sitio del mundo
en donde estoy.
En La Plata –deduzco–, serán las diez de la mañana
y el celular ha muerto.
En la casa de Patria respira Rogelio,
viejo General de la Revolución. Entro a la cocina
con privilegios de clase
ganados a la Historia: horno eléctrico, variadas hornallas,
lavarropas automático, y sobre todo,
generosos frascos de azúcar de la buena,
plátanos abundantes,
pan.
Con el café humeante subo a la terraza
por la escalera roja de caracol,
arriba me espera la ciudad somnolienta… los gallos…
los automóviles
con sus pequeños rugidos de gasoil
los bidés-maceteros me miran desde el borde
y se burlan de mí con sus ojos de ramas.
Cómo se me ocurre pensar (ahora mismo)
que no hay bidés en los baños de Cuba. Sí en los jardines,
las terrazas,
los rincones del arte (lo utilitario transformado en objeto artístico):
la palabra artefacto me examina cuando el formalismo ruso
despunta la
mañana.
El café, la sal marina, el sol, detalles que se mezclan
de cara al Malecón. (Otro sí digo: “ostranenie”, amigo Víctor,
palabra fundamental en cualquier caso que uno despierte
lejos de casa, lejos
de los objetos amados).
Desde la terraza de Patria apuro el último trago,
espío los tendederos obscenos,
las intimidades de los vecinos de El Vedado.
Por primera vez soy consciente de los límites,
de la “terrible circunstancia” del mundo entero
en otra parte que no es acá.
Miro bajo de mí: la oficina municipal con su gentío agobiante,
el murmullo que no cesa, el mismo
que ha subido temprano hasta mi cuarto
cuando los gallos dejaron de cantar.
Un cansancio físico me invade, años de revolución y de bloqueo
me obnubilan
¿cómo se sobrevive en la nada? ¿cómo se sobrevive todos estos años?
“Recreándonos”...
la voz de Tania vuelve desde ayer, en su casa de Mantilla,
entre el arroz y las mariquitas.
Le he dicho que me encantan las mariquitas,
¡ah, plátano generoso!
“si hasta hemos hecho paté con su cáscara… ¿te lo imaginas?”
dice, y luego ríe, y luego canta.
El cielo de La Habana en la terraza de Patria cae
pesadamente sobre mí…
un ligero mareo me gana, tal vez el mar…los dientes del Caribe…
el avión que me trajo hasta perderme.
En La Plata mientras tanto serán las diez aeme,
otro día más sin conexión.
Los gallos, la distancia, todo lo que en los viajes
se gana o se pierde
todo lo que en los viajes queda
para siempre
en algún lugar.
hora local.
Malditos gallos que entraron a mi sueño desde la madrugada
y no he vuelto a cerrar los mismos ojos que ahora abro
definitivamente.
Adivino en las sombras las piezas de bronce
que penden sobre mi cabeza. La araña desde el techo
da una pista sobre el sitio del mundo
en donde estoy.
En La Plata –deduzco–, serán las diez de la mañana
y el celular ha muerto.
En la casa de Patria respira Rogelio,
viejo General de la Revolución. Entro a la cocina
con privilegios de clase
ganados a la Historia: horno eléctrico, variadas hornallas,
lavarropas automático, y sobre todo,
generosos frascos de azúcar de la buena,
plátanos abundantes,
pan.
Con el café humeante subo a la terraza
por la escalera roja de caracol,
arriba me espera la ciudad somnolienta… los gallos…
los automóviles
con sus pequeños rugidos de gasoil
los bidés-maceteros me miran desde el borde
y se burlan de mí con sus ojos de ramas.
Cómo se me ocurre pensar (ahora mismo)
que no hay bidés en los baños de Cuba. Sí en los jardines,
las terrazas,
los rincones del arte (lo utilitario transformado en objeto artístico):
la palabra artefacto me examina cuando el formalismo ruso
despunta la
mañana.
El café, la sal marina, el sol, detalles que se mezclan
de cara al Malecón. (Otro sí digo: “ostranenie”, amigo Víctor,
palabra fundamental en cualquier caso que uno despierte
lejos de casa, lejos
de los objetos amados).
Desde la terraza de Patria apuro el último trago,
espío los tendederos obscenos,
las intimidades de los vecinos de El Vedado.
Por primera vez soy consciente de los límites,
de la “terrible circunstancia” del mundo entero
en otra parte que no es acá.
Miro bajo de mí: la oficina municipal con su gentío agobiante,
el murmullo que no cesa, el mismo
que ha subido temprano hasta mi cuarto
cuando los gallos dejaron de cantar.
Un cansancio físico me invade, años de revolución y de bloqueo
me obnubilan
¿cómo se sobrevive en la nada? ¿cómo se sobrevive todos estos años?
“Recreándonos”...
la voz de Tania vuelve desde ayer, en su casa de Mantilla,
entre el arroz y las mariquitas.
Le he dicho que me encantan las mariquitas,
¡ah, plátano generoso!
“si hasta hemos hecho paté con su cáscara… ¿te lo imaginas?”
dice, y luego ríe, y luego canta.
El cielo de La Habana en la terraza de Patria cae
pesadamente sobre mí…
un ligero mareo me gana, tal vez el mar…los dientes del Caribe…
el avión que me trajo hasta perderme.
En La Plata mientras tanto serán las diez aeme,
otro día más sin conexión.
Los gallos, la distancia, todo lo que en los viajes
se gana o se pierde
todo lo que en los viajes queda
para siempre
en algún lugar.
Fuente: Cuadernos del agua, libro
inédito. Gentileza de Norma Etcheverry.
Norma Etcheverry
nació en Ranchos, Provincia de Buenos Aires, en 1963. Desde 1981 reside en La
Plata. Es periodista. Publicó cuatro libros de poesía: Máscaras del Tiempo (1998), Aspaldiko
(2002), La ojera de las vanidades y
otros poemas (2010) y La vida leve
(2014). A ellos debe sumárseles el cuadernillo Lo manifiesto y lo latente (2011), incluido dentro de la colección
Cuadernos Orquestados, dirigida por Abel Robino. Además de haber participado en
numerosos festivales de poesía, dentro y fuera del país, este año estuvo en la
Feria Internacional del Libro de La Habana, donde presentó La isla escrita (2015), una antología de 35 poetas cubanos que preparó
a la vuelta de su anterior viaje a Cuba. Poemas suyos fueron traducidos al
francés, portugués y euskera. Figura en varias publicaciones compartidas.
Foto: Silvia Montenegro, el poeta cubano Pierre Bernet Ferrand y Norma
Etcheverry en La Habana, 2015. Fuente:
Gentileza de Norma Etcheverry.
Palabras como tajos y olas, las de Norma.
ResponderEliminarGracias, Alfredo! Abrazo!
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