Las estrellas
Por las tardes Vismar venía para llevarnos a recorrer las blancas playas del sur. Esperábamos
el atardecer, cuando llegaban las barcazas de los pescadores y mirábamos la
ceremonia de su arribo. Extendían las redes en la orilla, y mi mente entera se
extendía también. Los amagues de las gaviotas eran como pequeños recuerdos,
picotazos leves que sacudían el lienzo espumoso del agua. Luego, los ruidos
se iban apagando de a poco y, con el caer de la noche, los hombres se perdían
en las barracas débilmente iluminadas, allá arriba, en las laderas del morro. Entonces volvíamos en silencio, bajábamos por la carretera atravesada de
camiones. Imaginaba los rostros de los conductores.Ser uno de ellos. Cualquiera de ellos. Al volante de un gran Scania bajo el
cielo negro, agujereado de minúsculos puntos luminosos. El camino todo el tiempo delante.
Viajar siempre hacia ningún lugar.
El extranjero
Por fin llegan las
cartas. Las estampillas tienen diseños de pájaros, y de mamíferos, y de reptiles.
Otras en cambio muestran los volcanes de Guanacaste.
Por fin un lugar adonde
pensarlo.
La pintura
Las tardes en el
taller de Manuel suceden cerca del río.
El Maestro ha
pasado los sesenta y está enamorado de Alexandra que cumple treinta.
Alexandra pronto se
divorcia y se va a vivir con Manuel a la casa de la ribera, ésa de los grandes vitraux y los
pasantes de quebracho.
La siesta se
extiende en las galerías, sobre los pisos de ladrillo y las puertas con
banderolas.
Manuel sirve té
negro y recita versos de Éluard y de Block, mientras hacemos retratos en
carbonilla del pequeño Daniel.
Luego dibujamos
naturalezas muertas que pintamos con pasteles.
A veces, cuando la
tarde es serena bajamos hasta el río y trabajamos allí, sobre bastidores que
nosotros mismos preparamos. Manuel nos ha enseñado a hacerlo.
Los sauces se
recuestan sobre el agua, y cuando cae el sol y el río se apaga, la mezcla de
colores es bella y triste.
Las telas vuelven
al taller y se quedan por allí, secándose, despidiendo ese olor a aguarrás
vegetal que nos persigue por un tiempo.
Los bocetos, en
cambio, suelen volver a casa. Enrollados como recuerdos de un pasado que se
vuelve hacia dentro.
La identidad
Cuelgan geranios
rojos de los balcones.
Inevitables
geranios rojos en todos los balcones.
Maravillosos
geranios rojos cuando estallan las bombas.
Ancianos con boina
y bastón, caminando despacio por la orilla del Kadagua. Los carteles
denunciando el apaleo a los jóvenes de Geñe. El puente viejo y la ropa blanca
tendida, flameando sobre el río.
Ancianos con boina
y bastón, sentados en los bancos de la parroquia de San Severino, bajo la torre
tardía del Barroco.
Ancianos con boina
y bastón, hablando en una lengua que les viene desde el fondo de la historia.
Ningún filólogo rozará el origen de su lengua, ni su gran secreto.
Testigos serenos de
un tiempo ido, protagonistas de un pasado remoto que siempre vuelve.
Un duelo mudo es el
que viene del encierro, lejos de casa, un silencio a gritos que brota en los balcones.
Los rostros en
blanco y negro están en todas partes. Como la lengua
primitiva, un clamor sordo, intraducible.
Inevitables, los geranios rojos, cada año florecen.
Azpitik doa ura, murmuran.
Inevitables, los geranios rojos, cada año florecen.
Azpitik doa ura, murmuran.
El agua va por
debajo, cantan.
Los trenes
Cada mediodía, se
detienen con el niño cerca del cruce de los trenes para verlos pasar. Son
fabulosos. Los trenes. El sol, dando de lleno sobre el hierro oscuro del viejo
puente. Ese chirriar obsceno que parte el aire, a la hora de la siesta.
Un magnífico animal de
humo que todavía atraviesa las noches de mi infancia, llevando y trayendo rostros que
nunca pude nombrar, mapas y fotos de países lejanos, lugares exóticos, mujeres increíbles y
hombres con miradas de fuego.
El trópico
Cruzamos el Trópico de Cáncer mientras el sol atraviesa el vidrio y horada
mi costado izquierdo. Un estado semifebril me lleva a ver todo lo que veo como
si fueran imágenes de una película muda. Nubes espesas que se recortan en el
cielo, la superficie en sombra de los cerros, el nopal, y los cuervos que
sobrevuelan. Y luego están los camiones. Fantasmales figuras escupiendo humo y
mezcal en ambas direcciones de la carretera cincuenta y siete. Sólo camiones y
pequeños santuarios, como una aparición, sobre el camino. Cruces y vírgenes, y unos pocos ranchos abandonados por los cazadores furtivos.
Cada tanto, animales resecos que reptan
bajo el sol.
A poco llegaremos a Real de Catorce dice, como quien dicta una
sentencia, y su aliento a tequila corta la espesura de esta tarde de piedra.
El manzano
Finalmente mandé sacar el manzano de la huerta. Como un amor que nace
enfermo y no puede dar frutos, debía terminar y salir de mi vida.
Dirán que fui cruel, sabrán que no. Le di oportunas primaveras a sus
flores blancas. Las manzanas prometían ser dulces y crecer enteras como una
persona que se precie y decida ser feliz. Pero al llegar el verano caían sin
fuerza antes de la cosecha. Entonces, se llenaba de palomas y cotorras que, al
igual que los cuervos, venían por los restos.
Confieso que era bella la luna sobre las ramas del manzano enfermo y
yo solía pegarme al cristal frío sólo para admirar su plenitud, su circular
blancura en dirección opuesta. Imaginaba un pájaro que atraviesa la noche o el
último avión que abordé para cruzar de un continente a otro.
Siempre con la esperanza a cuestas, lloraba sobre el hombro de un
futuro cercano y volvían a nacerle flores blancas, crecía el entusiasmo y la
indulgencia de otro otoño sin hacha.
No hubo nada que hacer. El jardinero no aceptó cavar la tierra para
quitar la enorme raíz que el manzano ha dejado en mi huerta.
Dijo que un pozo semejante sería triste y se llevó los troncos y las
ramas.
Todo parece más vacía ahora, aunque el sol da de lleno sobre el
limonero.
Como un amor que nace enfermo y esperamos que cure, lo regué cada día,
cada estación del año.
Cuando un amor así brota de la tierra, todos los males y todos los
bienes se desparraman. Guardamos la esperanza en la caja de Pandora.
Fuente:
La vida leve, libro inédito. Gentileza de Norma
Etcheverry.
Norma Etcheverry nació en
Ranchos, Provincia de Buenos Aires, en 1963. Desde sus años de estudiante
universitaria reside en La Plata. Es periodista. Publicó tres libros de poesía:
Máscaras del Tiempo (1998), Aspaldiko (2002) y La ojera de las vanidades y otros poemas (2010). Con el título Lo manifiesto y lo latente, incluido
dentro de la colección “Cuadernos orquestados”, dirigida por Abel Robino, dio a
conocer en 2011 sus nuevos poemas. Los textos publicados en esta página
pertenecen a La vida leve, libro
inédito en el que la poesía y el relato breve conviven sin dificultad.
Formalmente, Etcheverry apela a la prosa –a veces, se trata de versos
entrelazados con líneas más extensas a modo de versículos– para exteriorizar
sus vivencias y conflictos existenciales, mientras permanece atenta a las voces
–y los silencios– que le llegan desde el
fondo de la historia y de la lengua. Su palabra sensible, su discurso
fluido y sus imágenes de límpida factura, hacen que los textos se dejen leer de
manera ágil y amena.
Foto: Norma Etcheverry en el Museo Franz Kafka de
Praga. Fuente: Gentileza de Norma Etcheverry.
Comentar a Norma, se hace difícil por el gran cariño que le tengo. Pero cada palabra que entrelaza, moviliza lo más profundo de mi alma. Sé que todo nace desde su corazón, de sus experiencias, de sus pasiones, una transparencia, a veces oscura por el dolor...Me encanta que tenga este espacio para darse a conocer. Muchas gracias!!!
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