lunes, 2 de diciembre de 2024

Diego Roel


Waldau
 
Sobre papel de desecho, sobre
recortes de diarios y revistas,
escribo a lápiz –con una letra
minúscula– poemas y relatos.
 
El mundo se olvidó de mí.
Yo me olvidé del mundo.
 
Ahora todo me parece
infinitamente mágico.
 
 
Vida solitaria
 
Lejos del camino, encerrado
en esta habitación, leo y releo
el libro de Silesius.
 
¿Acaso mi alma es límpida
como un cristal?
¿Mi cuerpo nació del barro?
 
Benévolo lector:
el animal mira un trozo de tierra
y no comprende que en toda forma
habita una plegaria silenciosa.
 
Yo sólo anhelo llegar a ser
luz que se expande hasta morir.
 
 
Was vorüber ist, nicht mehr vorüber
 
Es poco lo que necesito y deseo,
y es mi voluntad, desde ahora,
procurármelo yo solo:
la cálida luz del sol, el agua del arroyo,
bajo mis pies el firme o inestable suelo.
Eso, un refugio tranquilo.
No necesito nada más.
 
 
Ante la pintura
 
Mi hermano cuando pinta transforma
en imágenes vivas todo lo que ve.
 
En sus cuadros el sol se mezcla con el mar
y el negro se aparta siempre del cielo.
 
Él sabe muy bien que en los colores
resuenan melodías, que en toda dicha
hay un atisbo de dolor.
 
Paso muchas horas en su estudio
observando cómo mezcla los pigmentos,
cómo su ojo capta fugazmente la belleza,
cómo luchan sus sentidos para fijar
lo disperso en algo estable.
 
 
Carta a Kaspar Hauser
 
Leí en la novela de Jakob Wassermann
que te daban asco la carne y la leche,
que sólo te alimentabas con agua y pan,
que un niño moribundo te arrebató
la cuna y el nombre.
 
¿Recuerdas las mazmorras de Laufenburg?
 
Hermano, yo también quise ser un jinete.
Yo también amaba los caminos del bosque,
los pájaros negros, el verdor del follaje.
 
Pero mi escondrijo no está bajo tierra.
A mí no me robaron un reino.
 
Algún día me gustaría visitar
el lugar donde yaces.
 
Te escribo estas líneas para decirte
que te espero en otro verano, en otro
jardín, en otra curva del sueño.
 
 
Iglesia Románica de Amsoldingen
 
El agua del embalse
se llenó de flores.
 
Me sumergí buscando
las luces del otoño.
 
Y soñé con peces de niebla,
con la huella indistinguible
de blanquísimos caballos.
 
 
Cielo dormido
 
El sol no es un halcón de vidrio.
 
La luz no cabe en un vaso.
 
Miren: soy un pequeño guijarro.
Mejor: una mota de polvo.
No: aquella sombra en el río.
 
Soy aquella sombra
en el fondo del río.
 
 
Diario de Berna
 
A los cuarenta y cinco años,
como si fuera un niño, aprendí
a escribir de nuevo.
 
Tardarán décadas en descifrar
esta intricada red de signos.
 
Mi mano busca ahora la progresiva
disolución de la letra.
 
El lápiz es un pincel y un cuchillo.
 
 
Sanatorio mental
 
Los animales del bosque profundo
saben lo que se esconde
detrás de los muros de hiedra.
 
No dicen nada.
 
 
Torre de Tubinga
 
Amo las flores y el aroma de las flores.
Amo los árboles, la madera y la viruta
de la madera.
Amo la luminosa calle y sus faroles,
este apacible camino rural.
 
Pero sobre todo y más que todo
amo el color de las vocales.
 
A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde.
 
También me jacto yo de poseer,
como aquel alquimista del verbo,
todos los paisajes posibles.
 
 
El estanque
 
Me mantengo siempre en el borde.
 
Me quedo ahí, donde un abismo
llama a otro abismo.
 
Mi nombre nunca fue
una casa sólida.
 
La nieve, que todo lo borra,
me borrará del mundo.
 
 
Winterreise
 
Voy a caminar hasta encontrar
las huellas del corzo.
 
Mi bastón no me llevará mucho más lejos.
 
Durante más de veinte años
vagué errabundo por las colinas del sueño.
 
Pronto termina mi viaje:
que no ladren los perros, que las hojas del olmo
no toquen el suelo.
 
Gute Nacht, Gute Nacht.
 
Las puertas están cerradas.
  
Fuente: Los cuadernos perdidos de Robert Walser, Diego Roel, Visor, Madrid, 2024.
 
Diego Roel nació en Temperley, Provincia de Buenos Aires, en 1980. Vivió en distintos momentos en La Plata, donde estudió Historia de las Artes Visuales (UNLP) y creó y coordinó el ciclo de poesía denominado Cendra. Actualmente, reside en Posadas, dicta cursos de escritura creativa y colabora con publicaciones de la Argentina y del exterior. Publicó catorce libros de poesía: Padre Tótem / Oscuros umbrales de revelación (Libros de Tierra Firme, 2004, reeditado por Ediciones El Mono Armado en 2013), Diario del insomnio (Libros de Tierra Firme, 2005, reeditado por detodoslosmares en 2013), Cuaderno del desierto (Libros de Tierra Firme, 2007), Las variaciones del mundo (Ediciones El Mono Armado, 2010, reeditado por detodoslosmares en 2014), Los Jardines del Aire (Ediciones El Mono Armado, 2012), Dice Jonás (Ediciones El Mono Armado, 2015), Vía Lucis (Ediciones del Dock, 2015), Kyrios (detodoslosmares, 2016), Las intemperies del mar (detodoslosmares, 2017), Shibólet (Griselda García editora, 2018), Kadosh (detodoslosmares, 2019) El infierno es una bestia callada y triste (detodoslosmares, 2020), Andréi Rubliov (Premio Alegría 2020 del Ayuntamiento de Santander, Ediciones Rialp, colección Adonáis, 2020) y Los cuadernos perdidos de Robert Walser (Visor, 2024). Este último libro recibió el “Premio Internacional Loewe de Poesía 2023”, otorgado por un jurado presidido por Víctor García de la Concha e integrado por los poetas y narradores Gioconda Belli, Antonio Colinas, Aurora Egido, María Negroni, Juan Antonio González Iglesias, Carme Riera, Jaime Siles, Luis Antonio de Villena y Reiniel Pérez Ventura. Poemas suyos fueron incluidos, además, en diversas antologías, entre ellas: Desorbitados. Poetas novísimos del sur de la Argentina (Fondo Nacional de las Artes, 2009), Si Hamlet duda le daremos muerte (Libros de la Talita dorada, 2010), Antología Federal de Poesía. Provincia de Buenos Aires (CFI, 2019), Poesía. Varios Autores, La Plata (La Comuna Ediciones, 2019) y Roberto Juarroz baja en Temperley. Un mapa posible de la poesía en el conurbano sur (Leviatán, 2021). El texto que sigue a continuación fue escrito por Horacio Castillo (h) y leído por éste en la presentación de Los cuadernos perdidos de Robert Walser, acto que tuvo lugar en el teatro Orfeó Gracienc de Barcelona:
 
Aproximación a Los cuadernos perdidos de Robert Walser
 
Para los que desde hace muchos años conocemos la obra de Diego Roel, la edición de este libro es un momento de celebración, celebración de su poesía y de su persona. La publicación de los Cuadernos perdidos de Robert Walser a través de la prestigiosa colección Visor, es el resultado de haber obtenido el 1° Premio de Poesía de la Fundación Loewe en su XXXVI edición. Permítanme decir que es un merecido reconocimiento. Es que Roel ha logrado algo que no resulta fácil en la poesía. No me refiero a los premios, hablo de haber construido, y tempranamente (ya desde su primer libro Padre Totem), una personalísima voz poética. Voz poética de la cual Diego jamás ha claudicado. 
    Pero antes de continuar hablando del autor y su libro, me surge una objeción, o una duda: ¿cuánto debemos saber de Roel para leer su poesía?
   T.S. Eliot, en un conocido ensayo sobre Dante, decía que: “En la apreciación de la poesía, la experiencia adquirida me ha hecho siempre ver que entre menos supiera del poeta y su trabajo antes de leerlo, mejor”. Y agregaba luego: “una elaborada preparación de conocimientos históricos y biográficos [sobre el autor] siempre me ha parecido una barrera”.
   Intuimos, claro está, que la afirmación de Eliot apuntaba a que el acercamiento a un poeta y su obra estuviera libre de toda interferencia que pudiera obstaculizar su lectura. Dicho de otra manera, prefería acercarse al lenguaje en sí mismo, al lenguaje poético, a la palabra incontaminada de referencias. Lo que sea necesario leer estará en el poema, no fuera de él.
   Creo que Roel suscribiría esta afirmación. Ahora bien, esto nos coloca en una situación paradojal: estamos presentando un libro de Diego Roel, y si tenemos en cuenta las afirmaciones de Eliot, nos preguntamos entonces: ¿es necesario saber algo de Robert Walser, o acaso de Roel mismo, para acceder a la lectura de este libro?
    En principio podríamos decir que no es necesario saber nada más. Que la poesía debe dejarse leer en sí misma y que la palabra poética realice su cometido, si en ella está ese poder de convocar al lector.
  Pero no podemos escapar de este dilema, a pesar de las recomendaciones de Eliot, de forma que trataremos de señalar unas breves coordenadas sobre el presente libro y sobre la poesía de Diego con la intención de crear, al menos, una cierta disposición a su lectura.
    La escritura de Walser tenía por objetivo alumbrar una realidad muy particular (quizás la de la locura) y ello a través de métodos de escritura muy singulares: la micrografía, escribir sobre pedazos y deshechos de papel, en calendarios. Pero sobre todo intentaba hablar sobre aquello que, siendo visible para él, era invisible para el resto de los hombres. Al escritor suizo, como sabemos, la afectación de su salud mental en las últimas décadas de su vida lo alejó de la escritura y lo sumergió en la soledad, internado en instituciones psiquiátricas hasta su muerte.
    Asumiendo la voz de Robert Walser, dice Roel en el poema El paseo:
 
Veo en lo pequeño y en lo débil
cosas que nadie se atreve a vislumbrar.
 
     En este camino se instala el libro de Diego, en esa experiencia vital y poética. El mecanismo creativo que presenta el libro de Roel, es entonces el de encarnarse en la voz de otro, en este caso en la voz de Robert Walser. Es un procedimiento que Roel ha empleado a lo largo de muchas de sus producciones poéticas anteriores: ser la voz del profeta Jonás, el portador de las visiones místicas de Hildegard von Bingen, el ojo de Andrei Rubliov, pintor de íconos. Estos son algunos de sus alter ego, sus múltiples yoes, a partir de los cuales su lenguaje poético intenta acercase a una realidad huidiza, que se manifiesta de forma callada, y en la que el poema (voz encarnada en un personaje que habla) aspira a iluminar la experiencia de lo real.
   Pero, ¿cómo es entonces esa realidad que habita el mundo de Walser? O bien, ¿cómo es esa realidad que Roel nombra a través de la voz de Walser?
     He aquí el misterio, el misterio de la creación poética, donde a pesar de este límite mismo que la realidad y el lenguaje imponen, Roel logra una aproximación fugaz a esa realidad huidiza y callada: el poema.
 
A los cuarenta y cinco años,
como si fuera un niño, aprendí
a escribir de nuevo.
 
Tardarán décadas en descifrar
esta intricada red de signos.
 
Mi mano busca ahora la progresiva
disolución de la letra.
       
El lápiz es un pincel y un cuchillo.
 
    Ciertos hitos vitales y biográficos son retomados para la elaboración de cada poema. Su lectura produce el efecto de una silenciosa plegaria, de una visión. Los Cuadernos perdidos de Robert Walser muestran de manera acabada la exquisita orfebrería poética de Roel. No hay sentimentalismos ni hay palabras superfluas, hay sobriedad y una búsqueda consciente de la precisión del lenguaje. Y esto justamente porque la realidad que trata de nombrar Roel (o sus alter egos) es, como dijimos, una realidad huidiza:
 
Traduzco voces, tañidos, palabras
que nadie dijo aún.
 
    Podemos decir que incluso desde la estructuración misma del libro, dividido en dos partes (Los cuadernos perdidos y Escrito a lápiz) se observa la meticulosidad del trabajo creativo. Vida y lenguaje se encaminan de la mano hacia la disolución, la fragmentación, la expresión mínima. La escritura a lápiz es el signo de la volatilidad de la escritura, acaso del Ser.
     Dice Roel en el fragmento XVII de la segunda parte:
 
Estirado hasta el cansancio el borde del lenguaje.
 
   Es decir, un único verso para mostrar el límite exacto en que la palabra se detiene para nombrar lo real.
    Ojalá la lectura de este libro se transforme para muchos en la puerta de entrada a la obra de Diego. Obra que, sin dudas, nos revela una singular voz poética, construida y creada con belleza y precisión.
 
Horacio Castillo (h)
 
Ilustración: Tapa de Los cuadernos perdidos de Robert Walser, Diego Roel, Visor, Madrid, 2024. 

viernes, 16 de agosto de 2024

Rafael Felipe Oteriño

Amanecer en la estación de tren
 
En la estación hay siempre un crucifijo,
montañas de papel, un ciego, alguien dormido;
dos manos que se buscan y se lloran, un diario,
una valija, las vísperas, el viaje.
La estación nos llama desde adentro, de muy atrás
nos grita, nos desnuda:
hoy es mañana, ayer es nunca.
Y hay ruedas, altavoces, tristes árboles, un reloj
gigante, prodigioso;
palabras que son humo, siluetas que son cielo
y resplandor y despedida;
tabaco, tos, licores rancios.
¿Es posible
preguntar por qué?
La estación es siempre madrugada, telón de fondo,
carrusel, escalofrío;
una llama que llama y estrangula. Lo más hondo,
la primavera,
las flores que vendrán, una plaza, un lugar
recién nacido.
 
 
Cuando regreses
 
Cuando regreses a la ciudad donde naciste, no te detengas frente a las ventanas. No mires las puertas entreabiertas ni el umbral de las casas. No leas los números de bronce, no los descifres. Ni amistad en las escaleras ni comercio en los pasamanos.
 
Y no hagas preguntas a las personas que pasan. No las involucres en la intimidad de balcones que tal vez sean balcones sólo en tu cabeza.
 
Ellos son condescendientes, pero ninguno responde. Confunden el antes y el ahora, el potencial y el después. Bajan un telón rápido sobre el volcán de la memoria y vuelven a su presente perfecto.
 
Los picaportes giran –parecen hechizados– haciendo entrar y salir a los fantasmas.
 
Mejor, observa las cornisas: la rama solitaria que ha crecido allí. Repite: brevitas, varietas, tenuitas: repítelo muy lentamente. Con grandes silencios entre una palabra y otra.
 
a Manuel Justo
 
 
Arroyo Carnaval
 
No era un río,
no era el mar donde los compañeros del aula veraneaban;
yo lo atravesaba sobre troncos atados.
 
La otra orilla no era un país,
ni siquiera una región diferente
donde la curvatura del mundo fuera más visible.
 
Allí nos emboscábamos y cazábamos.
Cegados por la claridad,
disparábamos perdigones que no daban en el blanco.
 
No era un río ni una región ni un país,
las cortezas disputaban a las mañanas sus geografías de luz,
las arañas caminaban sobre el agua sin dejar rastros.
 
Era lo verdadero,
todo lo demás es una historia que se empeña en retroceder.
 
 
Fotografía
 
En esa placa de veinte por diez soy un sobreviviente.
La cámara se detuvo en un punto distante
que puede ser el horizonte y que sin duda no lo es.
Los que me acompañan ya dieron el paso,
pero se los ve nítidos en el marco que los retiene.
Debo dar cuenta de ellos al filo de mis labios,
cambiar la letra firme de las vocales por el río manso
de las consonantes, todas mis certezas por la duda.
 
Y aun así no puedo ver a través de sus cuerpos.
Están confinados en el glaciar de la memoria.
Si existe otra vida, ahí están ellos: saciados.
Con ademanes fijos dejan lugar a los que llegan
y a los rezagados les confían una paz sin retorno.
La colmena permanece igual, en brazos del sol,
acunada por derrotas y alguna lejana victoria.
A cada instante, malherida, la vida sobrevive a la vida.
 
 
Vuelves a la ciudad
 
Vuelves a esa ciudad que te llama detrás del humo.
 
En las rutas, en los peajes,
en las salas de los aeropuertos y en las filas de embarque,
adonde quiera que vayas, vuelves a ella.
 
Y en cada regreso
retorna su aroma, la feria de los jueves,
el tren de las 5pm.
 
Ciudad recurrente en la que confluyen todas tus edades,
aunque tu cuerpo no esté allí para alcanzarla.
 
Como un trozo de tela que guarda el color de la infancia,
como una piel que no se puede ver ni tocar
si no es con el monólogo de los ojos cerrados.
 
Los teléfonos siguen sonando, las jarras se llenan solas.
En ella obran la perspectiva, no la distancia;
los tazones humeantes, no los inviernos.
 
Ciudad tuya, mía,
sin coordenadas fijas en el mapa,
reaparecida en todos los rincones.
 
Ciudad en la que te adivinas como ante un espejo,
que te sigue con su penitencia y su lágrima.
 
(Yo buscaba extraerle palabras
y las palabras estaban escritas en los cuadernos escolares,
en las cartas extraviadas y en el interior de los libros.
No eran palabras para conversar,
sino para permanecer abstraídos, sin mover los labios).
 
Ciudad de puertas entornadas,
de secretos hundidos como galeones.
 
Ciudad que te persuade a mantenerte en pie,
bajo el diluvio de las hojas caídas,
haciendo muescas en los árboles,
hablándole a los hijos con retazos.
 
En el océano de los días, dejando señales.
 
Fuente: Ciudad platónica, Rafael Felipe Oteriño, Proyecto Hybris Ediciones, La Plata, 2024.
 

Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó catorce libros de poesía: Altas lluvias (Cármina,1966), Campo visual (Cármina, 1976), Rara materia (Cármina, 1980), El príncipe de la fiesta (Cármina, 1983), El invierno lúcido (El Imaginero, 1987), La colina (Ediciones del Dock, 1992), Lengua madre (Grupo Editor Latinoamericano, 1995), El orden de las olas (Ediciones del Copista, 2000), Ágora (Ediciones del Copista, 2005), Todas las mañanas (Ediciones del Copista, 2010), Viento extranjero (Ediciones del Dock, 2014), Y el mundo está ahí (Libros del Zorzal, 2019), Lo que puedes hacer con el fuego (Editorial Pre-textos, 2023), Ciudad platónica (Proyecto Hybris Ediciones, 2024). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997), Cármenes (Editorial Vinciguerra, 2003), En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009) Eolo y otros poemas (Editorial Brujas, 2016) y Antología personal (Libros del Zorzal, 2024). Tiene en su haber, además, dos libros de ensayo: Una conversación infinita (Ediciones del Dock, 2016) y Continuidad de la poesía (Ediciones del Dock, 2020). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio Esteban Echeverría (2007), Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009), Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional (2014), Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (2019), Premio Dámaso Alonso de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras de Madrid (2023) y Premio del Instituto Literario y Cultural Hispánico de Estados Unidos (2024). Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y codirige, en Ediciones del Dock, la colección Época de ensayos sobre poesía. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y ejerció la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Con respecto a Ciudad platónica destaca Marcelo Ortale en la “Introducción” a los poemas:
 
Para Rafael la ciudad en la que nació y creció es, a la vez, una y trina. Una es la ciudad de su infancia y juventud. La segunda es la actual, a la que vuelve para ver si sigue siendo ella. Y la tercera es la ciudad platónica, su verdadera patria, la necesaria que va con él. La ciudad espiritual en la que se asila y emociona. Caminar con Rafael por el boulevard de 53, por la avenida 7 bajo su eternidad de tilos es como hacerlo con un visitante íntimo y feliz. O con un emigrado que vuelve a respirar el aire suyo. 
Los poetas siempre jóvenes de aquella ciudad, los bohemios, los estudiantes luminosos de ideales y de ansias de saber, el aura de la Escuela Anexa y del Colegio Nacional en cuyas aulas creció, el arquetipo del platense sencillo que paraba en la París, en la Bristol, en el Cabildo o el Parlamento de aquella ciudad protegida por árboles, sembrada de palacios imaginados por Rocha y Benoit, el ser platense simple, de controlada ambición personal, interesado en valores, integrante de una sociedad amistosa, cercano de las ciencias y las artes, el arquetipo nada ostentoso, ese habitante añorado también camina invisible a su lado cuando Rafael viene a la Plata a recuperar identidad.
Y en esos sitios se lo puede encontrar, en cada lugar en donde anide el amor luminoso. En el ágora de las plazas cada seis cuadras, en el mágico retiro del Bosque y también, algo más lejos, en las íntimas llanuras y potreros que aún se extienden y persisten en City Bell, donde sus padres tuvieron una quinta con un molino, con árboles frutales, un caballo y arroyos a pocas cuadras.
 
Por su parte, agrega Ángela Gentile en el “Epílogo”:
 
Al finalizar la lectura de “Ciudad platónica” me he preguntado: –¿Este es un momento Kairós? Y la respuesta inexorablemente estaba asociada al tiempo. No me adjudico esta idea que pertenece a Agamben. Me pareció oportuna traerla hasta aquí porque este libro reúne esos dos conceptos en el mismo corpus. Leí e interpreté una ciudad que parece haber llegado a nosotros y no viceversa. Todo el recorrido poético convierte este locus en algo aprehensible, en la vigilia donde alguien nos abre una puerta para continuar. El tiempo cronológico percibido entre versos, lleva a un tiempo de resurrección. El recuerdo quizá, en mi lectura, completó un futuro que a fuerza de presente habita el libro. El título se convierte en una metáfora de la psique humana. Esta es la ciudad de la mente que alberga atemporal al poeta. Hacia el final de la lectura, encuentro respuesta a mi pregunta inicial sobre el kairós: es esta posibilidad que ofrece Oteriño de acceder a un tiempo donde la realidad se eterniza y el sentir se encuentra con la poesía.
 
Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: Facebook.