jueves, 14 de febrero de 2019

Natalia Geringer


BUTALÓ


I

El médano que mi madre
había guardado para después
hierve al borde de los labios
junto a la sémola.
Soplamos y vuelvo del destierro
a la casa azul.


IV

Sufríamos la ictericia de los focos
y el miedo de caer
en la boca estrellada y fría de la loba.
Las luces de las calles
pintaban de lavandina
nuestros caparazones.
Entre los postes de luz
bandada de bichitos grises
de fulgores prestados.


VII

Mis cementerios infantiles
tienen crucecitas de palo.
y montoncitos de hojas
para cubrir a los recién caídos.

Una comunidad de hormigas
trabaja en la siesta del campito,
oxidadas y grises
como las camisas de las fábricas.


IX

Cuando todo duerme
sólo tu paladar es luminoso
tu lengua de cuatro caras
tu hambre cetácea.

Allende, la molicie de un rincón
tu  aliento me enhiesta
el desamparo y el olvido,
esos nervios nadadores.

En este ínfimo cuarto de playa,
donde soñamos con crímenes y con ángeles
me duermo cerca de tu hocico húmedo:
el yodo de tu lengua torna a una niña paloma.


XV

A Mahún

Desde hoy
con un árbol plantado
en el centro de mi cuarto
o aurícula izquierda,
no tendré más que mariposas
deletreándome armonías.
Más que mariposas
para encontrarme en el espejo.

No sanaré de este árbol plantado
en el centro de mi cuarto
ni de las pinturitas en sus alas
para atraer la luz.


MAQUINALES

A mi madre

I

Le crecían nuevos los cabellos
a la niña
a la intemperie.
Le crecían duros y puros
sobre las latas del invierno.
La comida de los pájaros
el maíz de su canto
su piel nueva y tiznada,
le crecía
en la muda boca de su taza.


II

¿Qué acechaba aún de tu animal
de ese animal original
de ese animal abundante
de tu sonrisa y melena?
¿Qué hiciste para dejarlo tibio y manso
justo antes de la fotografía,
la emancipada fotografía de alguien
feliz y domesticado?


V

Fui ilesa de la luz
y de tu miedo al bisturí.
De la rotura de tu fuente
comencé a beberme la luz
y tus secretos.
Limpiaron todo antes de mí,
pero quedaron pedacitos.


IX

Mis hermanos y yo
usamos el tambor animal
que nos legaste.

Tocamos sin ritmo
este animal
este regalo de los dioses
esta maldición de origen.

Aullamos,
pero ya no, desolados.
El animal que nos legaste
se estremece.


XI

SONÁMBULA

Esa noche te dejó
la falda y los puños húmedos
una limpieza que olía a miedo
un sol moribundo a los pies de la cama
igual de amarillo y muerto
como la yema de tu secreto.

Un estertor de aguja y durmiente
cada vez que sobrevino el sueño.
Un tren de repliegue
con su lluvia de piedrecitas
derredor de los ojos.

Años más tarde,
me dibujabas una cunita
tapabas mi muñeco con un trapo.
Para cada una de tus madrecitas rotas
canturreo una nana
para esos bebés de mentira,
disuelta la yema de tu día.


INTEMPÉRICA


II

Mi padre proyecta
la resina de su pipa
su humo sucio
en las manchas de mi cuerpo.
Este animal rechina.
Este animal rechina
y va muriendo.
Este animal como una estrella
está ya, muerto
en las manchas de mi cuerpo.


III

Que ninguna mañana se demore con la muerte de mi madre.
Que la triste noticia de un frío supremo sobre el mundo
me quite de la habitación a oscuras.


V

Nunca emprendí un viaje, así.
A escondida del buen tiempo
distraída de presagios y estrellas.
Dentro de un limbo helicoidal
de cajas y bolsas
y palita para las cenizas.
La ilusión puede ser
tan práctica y doméstica
como un carbón apagado.
En cualquier palma o destino
puede reanudar su invierno.


VII

Venís del sur,
llenás mis ojos de arena.
Ahora, dibujás
círculos en mi espalda.
Nadie te dijo
que eras un zorro
que desenterrabas
huesos, por gusto nomás.
Por desparramarlos
como mojones en el desierto
montoncitos centellantes
para perderme en la búsqueda.


VIII

Cuando vuelva a casa
será hacia mí
y de noche.
Cuando vuelva a casa
será de noche,
tendré por luna
la arena encendida
el silencio de la arena.
Y su salitre
una sed de luz rasgada.


XIII

Me alcanzan los ladridos
de tu rencor por la espalda.
Qué manera de ser fiel y valiente
de mezclarte en la madrugada
y amedrentarme.
Qué manera de mostrar los dientes
cuando todo ya es ido
lastimado y en el suelo.
Estás atado a una correa corta.
Tenés hambre.


XX

El mundo es un animal caído.
Sobre el arco de su carroña,
veo, dibujo armonías.

A la luz de sus huesos
me abandono.

La muerte vendrá.
Intempérica, me beberá el agua.

Fuente: gentileza de Natalia Geringer.

Natalia Geringer nació en Santa Rosa, Provincia de La Pampa, el 29 de diciembre de 1981. Reside en Ignacio Correas, pequeña localidad rural situada en la zona sur del Partido de La Plata. Es poeta y profesora de Letras. Entre otras actividades,  intervino en los ciclos de lectura realizados en la casa natal de la poeta Olga Orozco, en la ciudad de Toay, en 2015 y 2016, y dio a conocer una ponencia sobre la obra de dicha poeta en la Universidad Nacional del Comahue y la Escuela de Artes Alcides Biagetti, en la ciudad de Viedma, durante octubre de 2015. Participó, asimismo, en el Festival Itinerante de Poesía El Rallador, en las jornadas llevadas a cabo en las ciudades de San Juan y Santa Rosa, en julio y septiembre de 2016, respectivamente. En la actualidad, coordina El mordisco, taller literario que recorre las distintas estéticas y poéticas del siglo XX y sus correlatos clásicos. Publicó: Miniturios, antología poética (Nada Ediciones, Santa Rosa, 2016), y Pedernal alado, en coautoría con Martín Raninqueo (Ediciones Hybris, La Plata, 2018). Los poemas incluidos en esta página fueron tomados de tres libros inéditos: Vitriada fosa, Maquinales e Intempérica.

Foto: Natalia Geringer. Fuente: gentileza de Natalia Geringer.

martes, 5 de febrero de 2019

Luis Maggiori


Miedo

Miedo a los teléfonos,
a los carteros, a las palomas mensajeras,
a que estés detrás
de cada puerta,
a la vuelta de la esquina,
en la universidad,
entre mis papeles.
Miedo a no saber de vos.
Miedo a saber de vos.
Miedo a seguir escuchando
muchas voces y nunca la tuya.
Miedo a morirme esta noche
y no volver a verte.
Miedo a sobrevivirme
y poder con todo el dolor
y que aparezcas
y ya sea tarde.
Miedo a que todo haya sido
un malentendido
y vos sonrías mientras yo
escribo sobre el miedo.


La aparición

El colectivo se detiene. Es otoño, fin de abril. Afuera, una acuarela en distintos tonos de ocre: un sol, que de tan tibio ya no puede sostener un puñado de hojas que se  terminan suicidando en las baldosas de una calle cualquiera de Buenos Aires, en donde una señora, empuñando una escoba, parece que se dispone a barrer el universo. Dentro, tristeza, resignación, indolencia: un hombre, apoyados los codos en sus muslos, no ha dejado en todo el viaje de tomarse la cabeza; una señora, a la que le duelen las piernas, hojea recetas de farmacia y no deja de pensar que la culpa de su dolencia la tiene otro; dos señores, de estricto traje y corbata, llevan, como una prolongación de sus manos, lo que Facundo Cabral ha llamado “el portafolios de pedir limosna”; un hombre harapiento y de barba hirsuta tiene los ojos rojos porque ha bebido todo el insomnio y cree que, en cualquier momento, subirá la hija que le han negado, ya hace muchos años, y le dirá que la pesadilla ha terminado; el resto duerme y los que parecen estar despiertos también están dormidos. Entonces, en el umbral de esos dos otoños, aparece Ella. Yo no la veo subir los escalones, la veo ascender, como lo haría un ángel.
Pequeña, elegante, con los ojos altos. Se dirige hacia mí, que la espero quién sabe desde hace cuántas vidas. Todo se ha vuelto quietud y silencio: el universo todo está reducido a su imagen. El pelo corto; un pañuelo de gasa le envuelve el cuello, un pañuelo de gasa que en el cuello de otra mujer sería una vulgaridad pero en el de Ella es una joya; los pechos, mínimos, interrogantes; un vestido humilde, lo suficientemente corto como para demorar sin pecado, el encuentro de sus zapatos de almendra. Suena, como a lo lejos, una milonga que solo escuchamos nosotros dos: es Payadora, de Julián Plaza. Y sus pasos son una epifanía que solo a mí se me revela, una danza: flirt criollo, entre los pasajeros, que acabará en mis pies. Porteña, rioplatense, diosa pagana que instaura en mis ojos una nueva mitología, no pide permiso, solo sonríe y se sienta a mi lado.
Yo tiemblo y espero un milagro, pero Ella no va a decir palabra. Estoy sordo, mudo, mínimo, avergonzado, de rodillas. Tengo un corazón nuevo en un cuerpo viejo y me siento extraño, ajeno, adánico. ¡Cuánto cuesta decir la primera palabra!


Rosa de Laredo

Rosa de Laredo
venciendo al tiempo y al espacio.
Rosa irrepetible y siempre la misma.
Tu destino se reparte generoso
entre las manos que te requieren
y yo no puedo asegurar que has sido mía.
Rosa de Laredo,
nunca sabré tu secreto, tu magia.
Para retenerte he debido acuñarte en una palabra
pero solo Dios ha accedido a tu belleza.


En algún lugar encima del Arco Iris

Viajamos en el micro rantifuso que va por Avenida de Mayo. El sonido es casi insoportable: gente que habla, se queja, gases, dióxido de carbono, tempestivas frenadas, empujones, timbres que no paran de sonar, ochenta kilómetros por hora en pleno centro de Buenos Aires, autos, camiones, todos manejados por suicidas, smog. Pero nada de eso escuchamos porque nos estamos acariciando con los ojos. Ella me mira y me conjura: “Este es mi hombre”. Acerca su boca a mi oído, fingiendo que el sonido exterior va a perturbar sus palabras y, cuando estamos tan cerca que es casi imposible vernos, sus labios entonan: “When all the world is a hopeless jumble/ And the raindrops tumble all around/ Heaven opens a magic lane/ When all the clouds darken up the skyway...” (Cuando todo el mundo es un desorden desesperado/ Y las gotas de lluvia caen por todas partes/ El cielo abre un camino mágico...). Ha comenzado a llover: se escucha el crepitar de las gotas sobre la ventanilla. Yo siento que su aliento me humedece la mejilla y que está bien, y cierro mis ojos para poder ver el color de su alma melodiosa. Ella, ahora, apenas me toca con sus labios y me coloniza. Las gotas de lluvia se escuchan a lo lejos. Y estando a ocho centímetros de su boca siento que una mano me desabrocha los botones de la camisa, a la altura del pecho, se mete, amablemente, entre mis carnes y me extrae el corazón. Quiero mirar y no mirar.
Ella hace una pausa y sonríe. El sol comienza a salir entre las butacas: la lluvia ha quedado abajo. Con la otra mano, se quita el pañuelo de gasa (que en el cuello de otra mujer sería una vulgaridad pero en el de Ella es una joya), lo rodea en el silencio de mi garganta y lo sostiene fuerte. Su voz entona: “En algún lugar encima del Arco Iris los cielos son azules/ Y los sueños que te atreves a soñar/ Se convierten en realidad...”. Ella se aleja. Yo abro mis ojos y me giro para besarla pero ya no estamos en el micro y Ella, demasiado lejos: sentada sobre el arco iris, ha soltado uno de los extremos del pañuelo y yo, sin entender el lenguaje de los pájaros, estoy cayendo, inexorable. Y me sucede algo peor que morir: despertar.


La certeza de tu carne

1

Yo amo tu carne elemental:
la que no toca mi literatura,
la carne sin civilización
y sin juicio final,
la carne sin ambages
ni amagues,
la carne indispensable
que nunca es otra cosa.

2

Las águilas del sueño alzan vuelo,
queda tu carne.

Escucho el ladrido del Cerbero,
no queda nada.

Fuente: Siempre. Poesía amorosa, Luis Maggiori, Ediciones Hybris, La Plata, 2018.

Luis Maggiori nació en Tandil, Provincia de Buenos Aires, el 24 de febrero de 1964. Reside en La Plata, ciudad en cuya Universidad Nacional se recibió de Profesor en Letras. Actualmente, se desempeña como docente en las facultades de Bellas Artes y Periodismo y Comunicación Social de la UNLP y en colegios de enseñanza media. En 1997, fue distinguido con el Premio “Joaquín V. González” a la excelencia académica. También es poeta, narrador y ensayista. Su obra publicada comprende los siguientes libros: La partida (poesía, U.N.C.P.B.A., 1997), El amor navegante (novela, Hespérides, 2005), El sofista (novela, Hespérides, 2007); Los frutos del Árbol  Real. Diez ensayos sobre literatura y Kabaláh (ensayo, edición del autor, 2010), Los días y las flores. Canto espiritual para la Cuenta del Omer (poesía, Hespérides, 2016) y Siempre. Poesía amorosa (poesía, Ediciones Hybris, 2018). Algunos de sus poemas fueron incluidos en diversas antologías; entre ellas: Poesía Argentina de Fin de Siglo (Editorial Vinciguerra, 1996) y Poesía, 36 autores (La Comuna Ediciones, 1999).

Foto: Luis Maggiori. Fuente: Gentileza de Luis Maggiori.