lunes, 11 de julio de 2022

Leandro López

Kurt Cobain, el hombre que tomó el desvío
 
I
 
El 20 de febrero de 1967 nació, en Aberdeen, Washington, Kurt Cobain. Ese día una llaga se encendió en la boca del infinito; el mar abierto cantó su despojo de musgo en remolinos.
Ignoro si su destino ya estaba grabado en su primer llanto. Ignoro la primera imagen que sus ojos claros rescataron de esta vorágine sin retorno. Ignoro si un hálito azul rozó su piel virgen. Tal vez su madre, entre sonrisas selladas, lágrimas y caricias, acunó en sus brazos su inevitable orfandad. Quizá su padre, con orgullo de arrecifes, ensayó frente a él un gesto lento de mimo inexperto.
El 20 de febrero de 1967 corrió por las calles de Aberdeen un viento mareado que desorientó las débiles luces del invierno. Una pareja de amantes se hizo raíz y tronco. Los bares, nunca postrados, juraron eternidad en el choque de vasos llenos. La canción por siempre fugitiva insinuó en el puente su hora intacta.
Tal vez solo los subsuelos adivinaron la presencia de su futuro mártir. Quizá una baldosa resquebrajada ofició de bautismo. Quizá un charco impasible fue demasiado naufragio para su propio vaho.
20 de febrero de 1967. Ese día la ausencia supo de su hondura, masticó una dignidad nueva, tempestad arrebolada. Había nacido Kurt Cobain.
 
 
XIV
 
El escenario está dominado por una luz mortecina que traspasa y ausenta. Música como un delirio de jaurías. Ojos rojos nacidos de precipicios con uñas de nácar. Bocas que liberan langostas ígneas. Cuerpos como signos de exclamación –trance de rieles y maleza, islas semihundidas en la cabellera de una mujer sin nombre, eco deshilachado y feroz como soles grises del alba.
¡A cantar, a aullar la travesía mugrienta y el destino partido! ¡A espesar el aire y a desatar la intemperie como moscas ebrias! ¡A crear con la destrucción como ley, a escarbar en las cicatrices! ¡A tajear la luna, a vomitar abismos como tendones!
Kurt Cobain se arroja del escenario al público, que lo recibe con los brazos en alto –lenguaje de agonía y erupción, rompiente de sueños coagulados, contraposición de nubes y estacas. Kurt Cobain, remoto, se pierde en un trance bastardo.
 
 
XVII
 
Sumérgete, sumérgete, sumérgete en mí.
Necesidad humana de comprensión. Rezo pagano que se incrusta en las horas-pleamar. Cuerda sobre un abismo que une el fuego con el fuego.
Necesidad humana de ser habitado. Como un mausoleo y sus velas extenuadas, como una isla atravesada por la flecha del salvajismo y del abandono, como una gruta profunda que oculta la identidad dionisíaca del océano.
Necesidad humana de exhibir las ostras y el barro, el cristal y la bruma, lo exacto y la deriva.
Necesidades nunca satisfechas. Piedra donde despunta un alba dubitativa. Agua que chorrea y se pierde en un mareo de cuervos. Cielo que decanta en un espejismo de sí mismo.
Sumérgete, sumérgete, sumérgete en mí.
 
 
XXVII
 
Alta soledad de las mañanas taciturnas –voces como piras que desconocen todo margen, mirada imposible de gato castrado, piel en estremecimiento de espuma contra las rocas de la negación.
¿Qué pasos en qué campo virgen? ¿Qué ámbar de qué árbol sometido? ¿Qué ancho delirio como una sed de brazos y desprendimiento?
Alta soledad de las tardes abandonadas –luz que se contrae en las redes del abismo, luz estacionada en el nunca de las promesas, luz que aísla hacia franjas de ceniza en las que tiembla la certeza de lo no-cierto.
¿Desde qué melancolía encender un rumbo? ¿Qué religión ofrendar a las ojeras del vacío? ¿Cómo romper la costra del desasosiego?
Alta soledad de las noches hipnóticas –símbolos inconexos esparcidos en la conciencia desgajada: una botella a los pies de un altar, el torso sucio de la luna, el lenguaje torpe de lo inadvertido, una esquina verde tenue donde se rinden los axiomas de la carne.
En lo profundo, lo ignoto, hambriento, cópula y gleba.
 
 
XXVIII
 
El 4 de marzo de 1994, en Roma, Kurt Cobain sufrió una sobredosis, a raíz de la ingesta de hipnóticos y champaña.
Oye la muerte, los pasos firmes de la muerte. Sobre las calles de tu ser, sobre las viñas de tu ser, sobre la arena leve de tu ser. Oye la muerte, la vagabunda.
Oye la muerte, la voz perenne de la muerte. En la hierba desordenada de tu ser, en la fuente de mármol de tu ser, en las nubes en reposo de tu ser. Oye la muerte, la transparente.
Oye la muerte, el roce profundo de la muerte. Donde confluyen las cascadas de tu ser, donde abrevan las lentas bestias de tu ser, donde vacila el dios amputado de tu ser. Oye la muerte, la furtiva.
Oye la muerte, el desgarro infinito de la muerte. Cuando arden los pájaros cautivos de tu ser, cuando se desbordan las partituras como encías sangrantes de tu ser, cuando se escalonan hacia el magno espacio los precipicios de tu ser. Oye la muerte, la desequilibrada.
Y sin embargo regresar, como de un bautismo pagano, entre los muros descascarados de la confusión. Regresar para decir o para ocultar. Altísimo privilegio de los incoherentes, de los que adivinan en el agua constelaciones de larvas, de los que intuyen en los astros la transgresión de toda herencia.
 
 
XXXIV
 
Quedan las canciones de mandíbulas apretadas, de paradojas irresolutas que lastiman la esencia de lo permanente. Desgarro que se bebe del azul pálido de las horas. Libertad de cicatrices. Fuga a los escalones eternos de la apatía. Valles hacia lo hondo.
Quedan las canciones de sexo abierto, de apetitos inéditos que rivalizan con dioses pardos. Éxtasis que hace de la fiebre una bandera desflecada por el primer suspiro del alba. Perturbación de islas como piras en la conciencia, de cielos arcaicos profanados por lo inmediato, de ritos dispersos alrededor de una medalla de niebla.
Quedan las canciones de pasos erráticos, de versos que hablan cuando lo dicho se quiebra. Lengua ávida por explorar el aire y el polvo. Cede lo intraducible en una multiplicación de enjambres contra un eco lábil, la lógica nauseabunda en un mareo de delfines, el despojo del chacal nutrido por la carroña del crepúsculo.
Quedan las canciones como astas en el páramo, como planetas revueltos en el alcohol del infinito, como ruinas erguidas de un esfuerzo paria, como intermitencias rojas entre el follaje de piedra.
Quedan las canciones. Simplemente, totalmente, las canciones. Trozos de pan, denso vino. Para hoy.
 
Fuente: Kurt Cobain, el hombre que tomó el desvío, Leandro López, Proyecto Hybris Ediciones, La Plata, 2022.
 
Leandro López nació en La Plata en 1978. Es Profesor de Lengua y Literatura y corrector literario (posee la Diplomatura Internacional para Correctores de Textos). Como integrante del taller de Ana Emilia Lahitte, dio a conocer algunos de sus poemas en Hojas de Sudestada Nº 288 (2000). Actualmente, su obra poética publicada incluye Caídas sobre caídas (Sudestada, 2001), Postales anacrónicas (Hespérides, 2007), El reino paralelo (El Mono Armado, 2013), Mitología de la noche (detodoslosmares, 2018) y Kurt Cobain, el hombre que tomó el desvío (Proyecto Hybris Ediciones, 2022). Sobre este último libro, explica el autor en el prólogo:

Este trabajo es una aproximación a la personalidad y a la obra de Kurt Cobain. Datos biográficos y citas de canciones sirven de apoyo para interpretaciones personales.
Pero también es un homenaje para un artista que permanece vigente, como un obelisco en la niebla, y cuya influencia, desde su prematura muerte, no ha hecho más que acrecentarse.
Aclaro que, al bucear en la vida de Kurt Cobain, me he encontrado con diferentes versiones sobre hechos puntuales que marcaron su existencia. En consecuencia, es posible que alguna información sea inexacta. Sin embargo, el objetivo de estos textos es ir más allá de los datos biográficos y capturar el pulso, errático y certero, desmesurado, de un hombre que se condenó a sí mismo y, al hacerlo, sacudió nuestras vidas. ¿Valió la pena? Estoy seguro de que valió la pena.

Foto: Leandro López. Ph by Daniel De Bona.