lunes, 30 de mayo de 2016

Azucena Salpeter


Lo que no vemos nos ve

Descubre mis ojos y miraré las maravillas de tu luz
Salmo 119-18

De pronto
se abre una flor detrás del ojo,
un cuarzo
que nadie, ni Linneo, es capaz de describir.

Para papá, el constructor,
la flor es un puente con ventanas redondas
como las del barco que zarpó de Trieste.
Para mamá
es un idioma extraño
que le tocó develar pacientemente
entre sábanas y acordes de violín.
Y así para el resto del mundo que levanta vuelo en los andenes
cada uno, a su manera, con su flor.

Es así como Dios pasa por el hombre.


Afuera el mundo no es legible,
gente con paraguas nos mira desde la orilla

De vez en cuando
a mi padre se le escapaba una lágrima
y era una voz espesa
en la sopa

de vez en cuando veía a Dios

un albañil con la ropa manchada de cal
y manos fragantes
como la leche que bebíamos al pie de la vaca

sólo quiero saber
si mi abuelo David
tenía visiones tan inútiles y grandiosas

de vez en cuando a mí también
se me cae una lágrima


El poeta muere

El poeta muere sin rezar
como quien lleva a los chicos a la escuela

Muere de muerte imperceptible
como quien está de paso por el mundo
por fragmentos
sin ninguna certeza
delgadísimas láminas de un árbol de cristal
entre el Éufrates y Tigris
todo es transparente en esa franja
entre sus brazos ojos piernas
en la distancia entre una silla y una mesa
todo es transparente sin motivo y fugaz
como un beso
como pisadas en la arena que lleva y trae el mar

Así la arena vuelve al interior de sus pensamientos
las pisadas al interior del mundo
hecho de materia oscura y olvido

El poeta muere sin rezar
entre el Éufrates y Tigris
tierno y levitado como quien despierta y va a la escuela

cree firmemente que ésa es la Tierra Prometida.


Encuentro con Alfredo Veiravé

Fue un domingo al mediodía
de ésos en los que uno camina con el alma inacabada
Alfredo estaba sentado bajo los peces transparentes
del zamuú, yuchán o palo borracho
árbol originario de las estaciones ferroviarias y las despedidas
tecleaba en su máquina de escribir
una Remington altísima de los años 70
con letras recién emergidas del tóhu vabóhu
y eran soles en la voz de Chavela Vargas.
No me vio
de tanto en tanto despejaba las moscas del yuchán
los falsos rumores sobre el dólar y los levantamientos militares
disimulaba así, con su ojo de búho
cualquier duda sobre los cálculos de Copérnico
y los vestidos de seda de la muerte.
Por su hombro izquierdo marchaba la soledad de las hormigas
que “delicadamente transportan grandes piedras para las pirámides de los faraones”
de su hombro derecho subía el palo mayor del philodendron
-del griego philo: amar, dendron: árbol-
con su vela a barlovento
prueba de que nos salvaría a todos
a pesar de la caída de los grandes imperios.
De pronto, una de esas “flores ebrias de orquídeas”
le estampó un sonoro beso en la boca
y ya no lo vi más
o sí, al menos vi sus sombra de Orfeo:
se paró arriba de la silla y extendió los brazos
“estoy vivo”, dijo.


Marcas de lápiz en el marco de la puerta de la cocina

para Emilia

como esas patas de gallo que se hacen en las comisuras de los ojos
que demuestran que la vida es bella
así las rayas que trazamos
para crecer
el equivalente de un pergamino de versículos
enrollado en nuestro interior
y que intentamos deletrear:

aquí, cuando ibas al jardín de infantes
aquí, después de la fiebre
que fue como cruzar el Mar Rojo
aquí, a los 10 años
cuando curamos las heridas
de un dibujo mal hecho,
ésta, ahora, que me llegás a la cabeza, estamos iguales
vos con tu cabeza llena de flores
yo con mi cabeza llena de manos para cuidar tus flores.


Una taza de té a medio beber sobre la mesa

me recuerda al éxodo
un trozo de pan y siete granos de pimienta
me recuerda al borde cachado de la libertad

el son del andar de las jirafas
me recuerda el movimiento de los planetas
un séptimo color invisible
me recuerda el país de ninguna parte

en el borde de ninguna parte
gira un nómade en blanco y negro
con una fotografía entre los dedos
lee el rostro invierte la imagen desacomoda el nombre
la fecha y la taza de té sobre la mesa

al menos rescata el número Pi

el número de 216 dígitos
me recuerda que sólo los pastores
conocen el rugir del león.


La escala de Jacob

Bajan con grúas
alef escaleras cuerdas cristales de cuarzo ladrillos de la creación
no les prestamos atención
y olvidan lo que venían a decir

sólo el dedo de un niño pregunta
sigue el derrotero de rayas y manchas azules sobre la mesa del cielo de los olivos

ellos lavan y cepillan
suben las ruinas en grandes recipientes rotos
a la manera de alas
y el día se vuelve más claro
la mano en estrella del padre bendice
pregunta bendice
recuerda un momento y olvida

la rueda de la escala de Jacob gira
el mundo sigue siendo campo minado.

Fuente: gentileza de Azucena Salpeter.

Azucena Salpeter nació en Formosa el 9 de noviembre de 1942. Desde 1957 está radicada en La Plata. Es médica, poeta, narradora y pintora. Publicó: El pescador de sombras (poesía, 1979, sello de honor de la SADE), Y el cielo sonrió (poesía, 1989), Las puertas del cielo (poesía, 1996, premio bienal profesor Dr. Pedro Laín Entralgo) y La mitad del cielo (novela, 1998, premio Mercosur). Los poemas publicados en esta página son inéditos y fueron escritos en los últimos tiempos.

Foto: Azucena Salpeter. Fuente: Facebook.

3 comentarios:

  1. Gran contribución a la poesía es publicar a esta autora desconocida por mí, querido César. Felicitala de mi parte, decile que es una gran alegría haberla podido leer. Abrazo grande
    Raúl Artola

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    1. Gracias, Raúl, por el comentario. Ya le transmito a Azucena tus palabras. Un gusto tener noticias tuyas. Abrazo grande.

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  2. Buena poeta, buena pintora, mujer sabia

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