jueves, 28 de noviembre de 2013

Rafael Felipe Oteriño





















Líneas de la mano

Líneas de la mano, líneas de la vida,
puntos cardinales extraviados en la piel,
les ruego que no digan toda la verdad:
si la vida será corta en extremo
afirmen que la mirada miente
y que una lectura más atenta
podría revelar
cuánto recorrerán los pies,
cuánto rogarán los labios todavía.

Fuente: Rara materia, Rafael Felipe Oteriño, Carmina, Buenos Aires, 1980.


Visitante de la noche

Toda la noche hemos estado velando,
los cerrojos están a punto de estallar
de tantas vueltas que hemos dado a las llaves;
la ropa fue recogida y guardada en los cajones
y nada ha quedado afuera, sólo una luz encendida
para aventar sospechas.
Y ahora que amanece,
¿qué forma tendrá aquello que aguardábamos?,
¿quién nos puede decir
que no estuvo la noche entera al pie de nuestro lecho?

Fuente: Rara materia, Rafael Felipe Oteriño, Carmina, Buenos Aires, 1980.


Robinson

I

Me apena verte, Robinson,
me apena ver tu silla de entretejido cordel,
la hidalguía de oír correr las horas y no sentir desvelo por los que están del otro
lado del mar,
pero tampoco urgencia en volver.
Me apena verte ordenar la ración del día: el grano justo, la incisión justa en la
rama del árbol,
la obediencia de Viernes.
Me apena tu sombrilla, tu casco de piel cruda, tu bota salvaje,
porque fueron hechos para eternizarte aquí,
donde eres rey solo en reino solo,
donde dices la ley y la haces cumplir,
y hasta el pico del loco repite tu nombre como una coronación.
Me apena tu entereza para durar: más que fuerza es obstinación,
más que fatalidad, soberbia.

La mañana es bella, es cierto,
las hojas son anchas como para albergar el recuerdo y no dejarlo ir,
el mar es transparente, igual al olvido.
Pero no estás bajo estos árboles ni bajo este cielo sólo por su color,
ni caminas toda la extensión de la playa
por la sola amistad con las olas.

Cada día es nuevo para ti, confiésalo,
porque no es ésta tu prisión: tu prisión eres tú mismo,
tu imposibilidad de compartir el pan con otro,
de dar gracias a otro señor.

Me apena verte sin sueño detrás de una tabla rescatada del mar,
un remo, la ceniza dura de un cabo de vela,
porque son señales de un mundo que se deshace,
y eso no es cierto: las manos construirán otro y otro,
con fuerza irresistible y la misma unción.

Me apena tu voluntad: es demasiado ciega para estar de regreso en una calle de
Londres,
oyendo el repiquetear de yunques ajenos
o la caída de la tarde en un reloj que no sea el tuyo.

Me apena verte en la isla desierta,
porque es tan extraña y sola como extraño y solo es el mundo entero para ti,
y eso no tiene remedio en ninguna comarca de la tierra.

Fuente: El invierno lúcido, Rafael Felipe Oteriño, El Imaginero, Buenos Aires, 1987.


Lengua madre

Lengua madre, ven. Desciende
de la mano de quien más gustes:
de Rimbaud, el ladrón; de Pasternak,
el traidor; de San Juan de la Cruz.
Ellos son mis amigos, me ayudan a ver;
en la oscuridad, me guían.
Me dan señas claras de que existes,
y que un día vendrás –también a mí–
a tomarme de la mano.

Fuente: La colina, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 1992.


Las cosas

Estas estrellas no existen: proyectaron
su luz hace más de mil años
y se extinguieron. Este río no llegará
al mar: será un hilo de agua
y, después, tierra seca. Este camino
no lleva a ninguna parte: los que tomaron por él
partieron hace mucho tiempo
y ya no regresan. Estas armas no son
para que las uses: hablan de una lucha anterior
que no es la tuya. El escritorio, los papeles, el lápiz,
están entintados por otras manos
y por otros sueños.
No sabemos
si eligieron nuestra mesa o si son una invención
de Dios para llevarnos más alto
y más lejos. Si yacen o si derivan
de otro cielo, tardamos años
en ponernos de acuerdo. Nos hablan
de la rotación de la Tierra, pero sólo percibimos
el movimiento de las hojas, en otra rotación
casi amiga, que tampoco entendemos.
Lo frío,
lo caliente, el punto
justo en que se derrama el agua, ¿quién lo conoce?
¿Y las mareas? Ah, el mar es algo muy misterioso
y grave, sobre todo, momentos antes
de la tormenta.
¿Están ellas adentro
o afuera de esta cabeza?; ¿Viven en mí
o en sí? Cierro los ojos, y el mundo permanece
en calma. Los abro,
y ya no está más la estrella que miraba.
Nos sobrevivirán.
A grandes zancadas recorren la distancia
entre su obstinación y mi asombro;
sombras de la memoria: no bastan
para calmar la sed.
Incorruptibles, solas
–dientes de león o alas de mariposa–
siguen perteneciéndose a sí mismas:
en su continuo hacerse, en la hermética
sombra, junto a esta vieja lámpara
que se apaga.

Fuente: Lengua madre, Rafael Felipe Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.


Lo mínimo

Tardamos años en comprender lo mínimo:
el golpe de la piedra en el agua,
la espuma desvaneciéndose en la orilla,
la hoja que se revela al trasluz
y así danza. Su abstracto jardín.
También en ellos está la mano de Dios:
más íntima, menos dolorosa, sin el peso
de guardar el abismo, libre
de su lección moral. Dios sabe por qué.

Fuente: Lengua madre, Rafael Felipe Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.


Fondamenta degli Incurabili

Hay, en Venecia, un sitio: "Fondamenta degli Incurabili",
al que eran llevados los enfermos de peste para morir:
última estación de los que no tenían cura en Palacio.
Apartados del mundo, los incurables esperaban el mundo
en el que no habría querellas de tiempo ni lugar.

No hay ninguna forma de belleza en todo eso,
pero hoy, "Fondamenta degli Incurabili",
acunado por sus vocales abiertas,
suena tan dulce como decir: "Casa de Descanso".

Hoy, incurables somos nosotros:
prisioneros de una peste que nos separa del mundo,
bajo la excusa de permitirnos ver más claro y más lejos;
buscando abrigo en el oleaje,
canción en el rayo de sol que nos despierta,
la historia de nuestras vidas en la costilla reescrita de Adán.

Fuente: El orden de las olas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.


El orden de las olas

Hemos permanecido muchos años en silencio
sin que el silencio dejara oír su plegaria.
En días iguales, mientras el caballo
balanceaba su cabeza de derecha a izquierda,
y en la sucia calle comenzaba el verano.
En cuartos cerrados, desplegando mapas
para conocer la geografía oculta del mundo,
hasta que el horizonte se abría
sobre la cabellera larga de las palmeras,
insomnes y remotas. ¿Qué portaban?

Porque hemos visto y esperado
todo cuanto un hombre puede ver y esperar,
y sólo vimos que lo más fuerte se adelgazaba
hasta desaparecer; que lo más sólido
se derrumbaba sin estrépito
y era cubierto por una fina luz agonizante;
que la sombra trazaba el arabesco
en el que todos nos extraviábamos,
sin destejer su trama. ¿Qué decían?

La Forma, la forma del mundo,
desintegrada también entre los dedos
apenas pretendíamos apresarla, comulgar con ella,
acercar nuestra súplica para su resurrección.
Una máscara le cubría el rostro,
y era esa máscara lo que veíamos. ¿Qué veíamos?

En la playa,
los cangrejos esperando la caída del sol
para iniciar su cabalgata en la arena y morir;
en la colina, entre las piedras calcinadas
de una ciudad desconocida,
las lagartijas cruzando junto a los pies
como latiguillos, instándonos
para que siguiéramos; allá en casa,
el invisible océano delante,
vestido de pétalo o de araña,
de arena fina o pez. ¿Hacia dónde íbamos?

Fuente: El orden de las olas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2000.


Visible, invisible

Miraba a través de las ventanas
y nunca era lo mismo:
el paso de los hombres y los ganados,
las nubes por encima de la cabeza:
todo era distinto cuando lo miraba por segunda vez.

Lo que a la mañana era dardo o trigo o bola de billar,
a la noche era fósforo
y permanecía encendido como el mismo sol.
La propia sombra era una figura desconocida,
recortada en el suelo.

También la lluvia era otra, ¿quién podía reconocerla
por sus largos silbidos?,
¿qué la mantenía unida a la infancia?,
¿qué hizo que fuera consuelo y no abrigo?
¿Qué hay, fuera de foco, entre el presente y el pasado?

La vida toma de la vida su insistencia.
Todavía aturdida por la oscuridad,
no cesa de sustituir lo visible por lo invisible,
y de dar a lo invisible
forma de pájaro, de pez, de lirio joven: de rostro.

Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.


Baba del diablo

Un dictum biológico
nos lleva a creer que el mundo
se cierra tras de nosotros, y que no hay nada nuevo
bajo el sol. Mentira,
mentira de viejos que no quieren oír
el crepitar de las llamas
cerca de ellos. Por suerte, el mundo es más joven
e impredecible
que sus huéspedes. Y todo es
una cuestión de perspectiva: lo accesorio
viola la suerte de lo principal,
el accidente  modifica el conjunto,
los meandros son y no son el río,
su espejo depende
de la corriente que pueda haber
aguas abajo. El futuro
es la gran incógnita y no está
en nuestras manos predecirlo. Menos aún
afirmar que no habrá futuro. La pervivencia –si la hay,
porque bien puede ser una baba
del diablo que se enreda en el cabello–
es liviana y ágil como un globo
de gas, en cuya barquilla estamos
solos e indefensos.
Lo que ha aprendido esta cabeza
es a echar lastre
y a no controlar el rumbo.

Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.


Artes

Primero, el arte de ser derrotado;
luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aun viéndolo todo.

Cuánto tuvo que aprender esta cabeza
para ser calva, enteramente calva
–por dentro y por fuera–,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.

Fuente: Todas la mañanas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.

Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó once libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora (2005) y Todas las mañanas (2010). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997) y En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996) y Premio Esteban Echeverría (2007). Es miembro de la Academia Argentina de Letras. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y donde ejerce actualmente la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. “Desde sus primeros libros –escribió Guillermo Pilía–, Oteriño ha manifestado una constante vocación hacia la interrogación metafísica. Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del mundo y los que apuntalan nuestra existencia es la misma cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí que su poesía esté pudorosamente llena de humanidad. Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más abisales no lo ha apartado –como a otros poetas de su generación– de la transparencia. Al igual que Eneas, que al fin de su viaje al inframundo no encuentra las tinieblas, sino la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad: de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en este viaje: la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y el arte de no ver nada / aun viéndolo todo”. 

Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: Gentileza de Pablo Cipolla.

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