Tú alargas los cabellos
Tú alargas los
cabellos como un brumoso río
hacia bosques de
lunas y serpientes despiertas,
cuando aúlla en tu
sangre como un perro el hastío
y oyes pasar el
tiempo en tus noches desiertas.
Yo también estoy
triste y te amaré, oh impura,
y beberé en tus
labios un fuego vivo y fuerte:
no buscaré tu alma
ni tendré tu ternura
pero amaré tu carne
para olvidar la muerte.
A. H. G. oye risas desde su balcón
Arturo Horacio Ghida, tenaz meditabundo,
a la luz de la lámpara, con libros y papeles,
sueñas en tu cartuja, silencioso y profundo,
pero en la calle estallan risas como
claveles.
¿En qué piensas ahora, mirando el calendario
que marca un ilusorio tiempo que ya no
existe?
Tu vida es como un blanco día de aniversario
y corre igual que un agua lenta, cansada y
triste.
Aquí, sobre la mesa, humea el cigarrillo
cerca de un ceniciento remanso de tinteros;
arriba, el cielo raso, paternal y sencillo,
contempla los paisajes de polvo en los
roperos.
La araña, fiel Penélope, visita los rincones,
condolida, sin duda, de verlos tan desiertos,
con la atroz soledad que invade los figones
después de los nocturnos bullicios de los
puertos.
La biblioteca estira bostezos doctorales
abriendo la honda boca de su molicie austera:
primaveras e inviernos pasan por los
cristales
sin conmover la oscura carne de la madera.
Desde la silla ensaya, pausadamente, un guiño
la corbata enlutada que acaricia el respaldo,
envuelta en la pereza de ese gran desaliño
que luce en las solapas medallones de caldo.
Como un espantapájaros, estéril y tedioso,
sobrevive en la percha la cruz del traje
viejo:
tiembla en la indiferente luna de su reposo
la claridad inmóvil que duplica el espejo.
Y un cielo de bazar o de juguetería
finge la cal pintora que por los muros sube:
barriletes y estrellas dan su vocinglería
y se enreda, entre flores, el candor de una
nube.
Arturo Horacio Ghida: amontonas tus horas
para quemarlas juntas, con fantástico empeño,
en la hoguera que encienden implacables
auroras
mientras vas persiguiendo la hojarasca de un
sueño.
Pero las risas dicen –¿las oyes?– que es
preciso
retornar a lo cierto y emprender con firmeza
la marcha por la tierra de orondo vientre
liso
sin soñar en la rosa vana de la belleza.
A lo lejos las voces que entre la sombra
cantan
esparcen raudos fuegos de artificio en el
viento
y las llamas alegres que las risas levantan
estremecen la noche con su deslumbramiento.
Habla el fantasma de Jean Arthur Rimbaud
De noche yo me acerco al mar de los remeros,
bajo cielos tristísimos cruzo los corredores,
y veo entre los brazos de oscuros pescadores
nacer el mar cantando con sus altos veleros.
Me lleva el grito azul que dan los marineros
a remotas penínsulas con olor de alcanfores,
envuelto en torbellinos surco los
resplandores
y regreso escoltado por los vientos ligeros.
Mi sonora alegría en los abismos zumba
como el sol iracundo que al morder una tumba
llena de luz las lámparas y despierta a los
muertos.
Con sus manos de espuma el mar me condecora,
salitres y monzones a mi pecho incorpora
y mi voz tempestuosa gira sobre los puertos.
Ritual de los Cornudos
A la memoria ejemplar del
señor de Montespan,
súbdito de Luis XIV
Cuando hay mujeres tristes y palomas de
llanto
cuyos pechos se cubren de rosales velludos,
con ojos amarillos y cabellos de espanto
recorren las alcobas los profundos Cornudos.
Detrás de sus orejas se alarga como un canto
la risa de las sábanas de afilados embudos
que atraviesan la noche con su furor, en
tanto
que al cielo se levantan los dos cuernos
desnudos.
La risa, igual que el viento, sacude las
alcobas,
arrastra por los muebles insidiosas escobas
y llama a las ciudades, gritando en el
balcón.
Entonces, gravemente, se acercan las vecinas,
los Cornudos explican su caso en las esquinas
y en un enorme cuerno clavan su corazón.
Fuente: Arturo Horacio Ghida, Luis de Paola,
Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1965.
Arturo Horacio Ghida nació en Buenos Aires en 1907 y murió en Florida,
Provincia de Buenos Aires, en 1988.
Estudió Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de La
Plata. En esta ciudad vivió poco más de veinte años y su obra adquirió un
carácter definido. A su casa, ubicada en diagonal 77 entre 5 y 6, solían
concurrir numerosos escritores locales y también porteños; entre ellos, Joaquín
O. Giannuzzi, que lo calificó como “poeta secreto”. Trabajó en el diario El Argentino, de La Plata, donde fue
secretario de redacción y editorialista. Ya entrada la década del 50, pasó a
integrar el cuerpo diplomático argentino, desempeñándose como cónsul en La Paz
(Bolivia), para, luego, terminar recalando en la Secretaría de Cultura de la Municipalidad
de Buenos Aires. Publicó tan sólo El
poeta y el resplandor (1943), minúscula plaqueta de textos fantásticos a
los que subtituló “Verídicas historias”. Si bien colaboró con numerosas
revistas literarias (Megáfono, Fábula, Huella, Contrapunto, La Libertad Creadora, Teseo, Cultura, Testigo, etc.) y diarios del
país, la mayor parte de su producción poética permaneció inédita durante mucho
tiempo. Aun así, Roberto Saraví Cisneros lo incluyó en Primera antología poética
platense (1956) y Ana Emilia Lahitte en Veinte poetas platenses contemporáneos (1963). Poco después, en
1965, Ediciones Culturales Argentinas dio a conocer Arturo Horacio Ghida, título que reúne poemas, textos de El poeta y el resplandor y algunos
ensayos breves, cuya selección y prólogo estuvieron a cargo de Luis de Paola.
Por su parte, Luis Alberto Ballester, Rogelio Bazán y Carlos Velazco recogieron
una docena de sus creaciones líricas en el volumen colectivo Poesía de un tiempo indigente, publicado por Plus Ultra en
1981. Meses antes, más precisamente el domingo 31 de agosto de 1980, el diario La Opinión le dedicó dos páginas a su
obra inédita en verso y en prosa con sendos comentarios de Joaquín O. Giannuzzi
y Luis Alberto Ballester. Dueño de una inteligencia y una cultura prodigiosas
–según cuenta Enrique Sureda, que fue compañero de tareas en El Argentino y amigo suyo– Ghida aportó
a la generación del 40, a la cual se lo adscribe, una voz sumamente personal.
En su poesía, deudora del romanticismo, el simbolismo y el surrealismo, es posible
reconocer dos instancias creadoras: una, lindante con los sueños y la
alucinación, que puebla los poemas de “cosas mágicas y de trasmundo”, como apuntó
Alberto Ponce de León; y otra, donde la claridad expositiva y cierto orden
clásico prevalecen sobre lo onírico y lo fastuoso.
Imagen: Arturo Horacio Ghida, dibujo de Daniel
Ponce. Fuente: Diario “El Día”, de La Plata, domingo 12 de abril de 1981.
Gracias a Enrique Sureda por el material bibliográfico suministrado para la publicación de esta entrada.
ResponderEliminar