Preludio
Que bajen, cautelosas, a su lecho
por un hilo invisible las arañas,
que corten con minúsculas guadañas
las fibras más sensibles de su pecho.
Que la música interna de mi canto
sus vibraciones íntimas suscite,
que beba el vino amargo del convite,
que beba el agua amarga de mi llanto.
Que se sienta pequeña y desvalida,
que en el mar y el tumulto de la ola
halle el símbolo exacto de la vida.
Que sufra del dolor lo más horrendo:
el dolor de vivir callada y sola...
para que sepa lo que estoy sufriendo.
Fuente: Versos de otoño, Juan Carlos Mena, Imprenta López, Buenos Aires, 1941.
Olvido
Feliz del que vivió desmemoriado
pues, siempre, del pretérito abomina
quien empaña el cristal de la retina
para no ver el tiempo iluminado.
Dichoso si, también, enamorado,
ignora que los pasos encamina
hacia el mismo lugar donde la encina
retiene el monograma entrelazado.
Dichoso si la planta que circula
alrededor del árbol, cuando cierra,
abraza el corazón y lo estrangula.
Dichoso, sí, porque el olvido allana
el último camino de la tierra
para la muerte que vendrá mañana.
Fuente: Poemas,
Juan Carlos Mena, Imprenta López, Buenos Aires 1942.
Juan Carlos Mena nació en La Plata
el 1° de mayo de 1898 y murió en la misma ciudad el 22 de agosto de 1949. Se
recibió de abogado y, poco tiempo después, ingresó en la magistratura, desempeñando
sucesivamente los cargos de secretario, asesor de menores, juez de primera
instancia y camarista. Como poeta, suele incluírselo en la “Generación del 30”
o “Intermedia”, caracterizada por una diversidad de voces que, en algunos
casos, continúan la línea trazada por la “Escuela de La Plata” y, en otros,
anticipan el neoromanticismo del 40.
Publicó seis libros de poesía: Versos
(1939), Versos de otoño (1941), Poemas (1942), Múltiple canción (1943), El
sueño de Ariadna (1945) y Soledades
(1948). Para Lázaro Seigel “Su verso no obró como instrumento de evasión. Sí
como agudo escalpelo con el que extrajo de su raíz doliente la sustancia vital
para sí propio... Verso sencillo, preciso, rítmicamente traslúcido, de sobria mesura;
suave, carente de toda cargazón barroca y amaneramiento efectista; sin
alborotos de insustancial preciosismo ni orgías adjetivales, lleno de tibieza
afectiva, de amorosa sinceridad. Trasciende, sí, un sabor amargo, una hondura
aflictiva, grave, dolorosa: la de un espíritu obliterado por la adversidad. De
ahí esa aura de melancolía que nos alcanza”. Y agrega más adelante: “En la
soledad –ámbito en el que el hombre pone a prueba su dimensión espiritual, en
que la esperanza, adormida en sus raigones, sabe recobrarse de su yacencia–
encontró la estoicidad para superar su dolor y la exactitud lírica con que
traducirlo poemáticamente. Y un registro expresivo de diáfana sencillez. Como
su claro y sencillo existir”. Tras la muerte prematura de su única hija, Mena
no pudo sobrellevar la tristeza y se dejó morir. Tan sólo tres meses
transcurrieron entre una muerte y otra. “Vivió por lo que amaba. Murió por lo
que había amado...”, termina diciendo Lázaro Seigel en su artículo “Juan Carlos
Mena y la paternidad dolida”, incluido en Polymnia,
evocaciones poéticas de mi ciudad
(1982). Para conocer más acerca del autor y su obra puede consultarse Valoración humana y poética de Juan Carlos
Mena, de María de Villarino, ensayo publicado en 1950 por Ediciones
Mensaje.
Imagen: Juan Carlos Mena. Fuente: Primera antología poética platense, Roberto Saraví
Cisneros, Ediciones Antonio Zamora, Buenos Aires, 1956. Gentileza de Enrique
Sureda.
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