Memento
Al este y al
oeste, muros bajos y puertas entornadas,
en las pupilas,
la orilla sin fondo del horizonte,
un reguero de
plumas y no el pájaro ni el canto del pájaro,
fuegos en las
plazas por los festejos de San Juan,
una abuela y en
su tejido la costura negra del duelo,
sonar de llaves y
mutismo en las cerraduras,
páginas a medio
escribir en cuadernos de hule,
los libros
alineados en los estantes
a la espera de un
nuevo lector,
un humo espeso
llena el vacío entre las cosas,
convirtiendo lo
real en irreal y lo irreal en mística,
la efigie del
padre, la respiración de la madre,
una sombra que
pregunta por un cielo donde hubiera caballos,
frío en los
cuartos y tres ascuas tibias rodeadas de ceniza,
en el mercado
pregonan olivas verdes y anchoas en sal,
...botellas
vacías, hierro y zinc, demandan más
lejos
–la prosa del mundo
en un viento huracanado–,
el ojo claro de
la luna, la copa tiesa de los árboles.
Entre esas
paredes nacía yo.
Las hamacas
a Pilar
Las hamacas que
visitábamos de noche nos interpelan,
el bosque que
recorrimos juntos nos interpela:
hablan de nosotros
y repiten nuestros nombres.
No es todo lo que
quisiéramos oír
pero su voz se
oye clara en cuanto apoyamos la cabeza.
Dicen sí y no,
dicen claridad y
oscuridad, siempre de a pares;
de dos en dos, no
se cansan de repetirnos.
Hablan de lo que
llega limpio y no tarda en desvanecerse,
de lo que se
eclipsa y regresa cuando ya no lo buscas.
En el vaivén está
su secreto,
en el soplo y en
la brasa, en la aparición y en la desaparición.
Por su
abundancia, la luz tiene necesidad de repetirse,
hace nido en la
piel y se transforma en memoria.
Dispuestos a
partir –no una, sino mil veces–, regresamos;
regresamos porque
no hay otro lugar y el mundo es éste
y aceptar la vida
es el lugar.
Tu estatura no
era elevada como para escuchar esa voz
que se abalanzaba
desde las sombras,
pero juntos,
tomados de la mano, formábamos una columna
más fuerte que tu
miedo y el mío.
Las hamacas nos
enseñaron a escribir sobre el agua,
a dibujar grandes
círculos en la arena
y a confiar en el
bosque del que no hemos salido.
Gallo ciego
Buscamos la forma
verdadera de las cosas.
Manos aviesas nos
hacen girar tres veces
e iniciamos la
búsqueda por un extremo.
Avanzamos,
tropezamos, ceñimos el aire,
y otras manos nos
apuran
hacia un fondo
que no está en nuestra alma.
Reiniciamos la
búsqueda por otro extremo.
Un paso, otro
paso, una avalancha de sombras
y el mundo entero
que se deshace.
Hasta que el
juego termina, arrojamos la venda
y sólo esas manos
y el miedo eran lo real.
Soñar con agua y con fuego
Volverse sabio:
decir dos
palabras en lugar de ninguna
y una sola
cuando se escucha
más fuerte la voz del abismo.
Recibir el día
como una propiedad
y de inmediato
devolver esa propiedad
a los que todavía
no despertaron.
Observar el río
correr dentro del río,
rápido como las
nubes, persuasivo como las olas.
Sentir la dureza
de la piedra y la docilidad del viento
y saber que ambos
son argumentos de Dios.
Porque el viento
sube a los techos,
y las ráfagas son
montañas
y el cuerpo es
una ráfaga que se deja llevar.
Volver al lago
donde se hundió la infancia
y ver que en su
bosque anegado está tu imagen.
Quizás el polvo
sea una maniobra de purificación
en cuyo puente
estamos solos, suspendidos.
Dar señales de
cuál es el lugar
y al instante
borrarlas
porque no son
claras ni precisas
y todas conducen
a un sitio que no es el lugar,
pero que lo
anuncia.
Buscar abrigo en
lo invisible y en lo callado,
soñar con agua y
con fuego.
Andante
1
Puedo dejar que
la hoja amarillee antes de caer,
que el gato
continúe su siesta indolente,
que la pared se
desgrane como una imagen del tiempo.
Comenzaron antes
y seguirán después,
urdiendo combates
sobre secas laderas.
Lo que no puedo
es dejar de observarlos
y de unirme a
otra alianza que no sea la suya.
Cautivo de galas
que se cumplen sin reparar en mí,
yo las recibo
como si hubieran nacido para mí.
No puedo
rehusarme: mi deber es decirlo con palabras.
2
Hablo de “nieve”
pero en mi país no hay nieve,
escribo “montaña”
pero no he subido a ninguna,
menciono “grifo”
y no hay hilo de agua
ni animal
fabuloso bajo los pies.
Porque las
palabras son fuentes, avenidas, excesos.
Dicen carbón y,
al mismo tiempo, diamante,
dicen viajero y
en su hospitalidad dicen agua.
“Relámpago” es mi
palabra preferida.
Libra a la noche
de la noche y a la hoja de reverdecer,
cruza el río,
atraviesa el puente,
trae la llave
aunque la luz derrame oscuridad.
3
Palabras que se
aproximan como un rebaño.
Vienen de luchar
con palabras de acero que dejaron atrás.
Yo estaré aquí
para protegerlas,
pero sólo por un
tiempo.
Porque no es posible
establecer la paz definitiva.
Son necesarios el
laúd y la pólvora para vivir.
Segunda naturaleza
El amanecer
comienza como siempre, en voz baja.
Lo acompaña un
trino que, con el paso de las horas, se apaga.
Entonces entran
los grandes autobuses,
palas mecánicas y
grúas a reinar sobre el planeta.
Un taladro
anuncia que el mundo ya está en marcha.
En el silencio de
la habitación continúa aquel trino,
aunque sólo esta
página lo escucha.
Levanto la vista
y sobre la pared
cuelgan fotografías de familia.
Cuadriculan el
tiempo, lo fijan: es su modo de reinar en el silencio.
Pero padre,
madre, abuelo, hermana, no están allí.
Son como esos
pájaros del amanecer
que una luz, casi
dorada, despierta.
Hojas de papel,
paredes blancas: escudos contra la desaparición.
Adiós a Symborska
Murió
Symborska.
Quedaron más solos los gatos, las semillas y las cucharas.
Los traductores se verán en aprietos
para completar su “Poesía no completa”.
No podrán localizar la ironía que escapa por los márgenes
y corre a refugiarse en el silbido de un tren.
Pero también en la letra sucia de los periódicos
y en la borra de los cafés de la ciudad barroca.
Sin metáforas ni metonimias, rimas ni ecos,
porque no hubo tiempo para tallar diamantes,
aunque los diamantes, con su silencio, dijeran toda la
verdad.
También los críticos deberán cuidarse
de censurar sus diálogos de feria.
Son escenografías en las que el cosmos se adelgaza
para hablar al oído.
Confesiones de una persona alegre
que pone los platos sobre la mesa y da de comer a los
fantasmas.
Tienen años de elaboración y comparaciones traviesas,
nacen de una boca que
adoptó el lenguaje de las hormigas
hasta que los gendarmes dejaron de pasar por su puerta.
Así es su poesía:
un juego irónico plagado de sobreentendidos,
en parte puestos en acto, en parte crónica viva.
Vuelo de saetas que fueron dando en el blanco.
Fuente: Viento extranjero, Rafael
Felipe Oteriño, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014.
Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945.
Publicó doce libros de poesía: Altas
lluvias (1966), Campo visual (1976),
Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El
orden de las olas (2000), Cármenes (2003),
Ágora (2005), Todas las mañanas (2010) y Viento
extranjero (2014). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de
las Artes, 1997) y En la mesa desnuda
(Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo
Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto
Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las
Ciencias (1983), Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura
de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993),
Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio
Esteban Echeverría (2007) y Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para
la Poesía (2009). Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y
codirige, en Ediciones del Dock, la colección Época de ensayos sobre poesía. Reside en Mar del Plata, donde fue
Magistrado y donde ejerce actualmente la docencia en la Facultad de Ciencias
Jurídicas y Sociales. “Desde sus primeros libros –escribió Guillermo Pilía–,
Oteriño ha manifestado una constante vocación hacia la interrogación
metafísica. Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del mundo y
los que apuntalan nuestra existencia es la misma cosa. Ser uno con la flor, con
el agua, con la piedra: de ahí que su poesía esté pudorosamente llena de
humanidad. Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más abisales
no lo ha apartado –como a otros poetas de su generación– de la transparencia.
Al igual que Eneas, que al fin de su viaje al inframundo no encuentra las
tinieblas, sino la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente
poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad: de la dérvica
sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en este viaje: la derrota, el hablar a
solas, la indiferencia; y el arte de no
ver nada/ aun viéndolo todo”.
Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente:
Tuerto
Rey
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