Compasión
Ahí arriba,
en el techo blanco y aséptico
hay una
mancha de humedad.
Parecen las
alas de un pájaro, tal vez de un ángel.
Alas
desplegadas que inclinarán una balanza
hacia un
lugar que desconozco.
La urgencia
me impide pensar
y acomodo
media docena de tubos y sondas
que
registran el fluir interior,
monitorean
que nada se detenga, que nada se dañe.
Soy un
cuerpo escaneado con amor,
que mueve un
pie, flexiona una pierna,
que inclina
la cabeza hacia el misticismo.
Ejemplo
concreto y fracasado del colapso de la materia.
Insistencia
A la poesía
le repugna la piedad y la debilidad
y a la
muerte la insistencia en arrancarle palabras.
Entonces
hablo conmigo mismo de la compasión,
de la
profanación del cuerpo,
de la
extracción de la materia,
del tumor
irreparable,
del perdón
que anida dentro,
de la
extirpación del perdón, de la resurrección,
de la
división entre el cuerpo y el alma,
del gran
cuchillo que rebana el pensamiento,
de lo
imprescindible y necesario.
La culpa
Cuando
desperté me sentí encadenado:
fijo, en un
cama hospitalaria, quizás salvado.
Reconocí de
a poco en mi cuerpo
el frágil
cordón umbilical que me conectaba a la realidad.
Ahí es
cuando todo empezó a confundirse:
morir
siempre había sido una posibilidad abstracta.
Luego, un
muro cae sobre la cabeza
y el hombre
entero que no se derrumbará,
termina
entre los escombros:
el futuro a
los pies de la cama, porque es demasiado pesado,
el pasado,
como siempre, junto al orinal.
Y piensa: el
mar podría secarse cuando salga de acá.
La enfermera
inyecta algo, ajusta monitores
y acomoda la
almohada que sostiene el último pedazo de mí mismo
mientras el
tiempo se escurre gota a gota a través de una sonda.
Lo absurdo
es lo más deseado cuando viene el aturdimiento.
Anestesio la
sangre de mi cobardía,
esa que
mantuvo durante años la corteza indestructible
que ahora se
parte en pedazos como una cáscara.
Queda
entonces todo ese caos de uno mismo,
tendido en
la cama de un hospital,
con la leve
intuición de que la culpa
duerme al
lado nuestro como un ángel o un demonio.
El mecanismo de la salvación
Parecía la
imagen de una mala y repetida película:
las luces
del pasillo pasaban sobre mi cabeza, una tras otra,
mientras
escuchaba el ruido oxidado de la camilla.
Horizontal,
pero envuelto en un sudario invisible,
tal vez sin
saberlo, viajaba hacia el cadáver,
–porque son
preguntas que uno se hace–.
Luego entré
al quirófano y me quedé solo, casi desnudo.
Era un
cuerpo entregado.
Nadie me
saludó ni me miró a los ojos.
No había
necesidad.
Es otro
instante decisivo en que el tiempo se detiene
y en la
morgue de la cabeza pasan muchas cosas.
Me colocaron
una mascarilla, cerré los ojos
y llegó el
sueño.
Algunos
creen que es falta de humanidad
pero hay que
entender el mecanismo de la salvación.
De la
nuestra, y la de ellos.
Es necesario
que tu humanidad no entre,
que espere,
como todos, allá afuera.
Es necesario
que hagan su trabajo sobre ese cuerpo desnudo,
sobre
órganos y tejidos que no sienten nada o que hablan otro idioma,
porque así
funciona la anestesia de la palabra.
Algunos tal
vez no logren comprender
lo que sólo
puede comprenderse después.
Porque
cuando uno despierta –ahora sí–
con el
cuerpo y la humanidad formando parte nuevamente de lo mismo
y escucha
decir que podría haber muerto, pero no,
porque
lograron sacar el tumor y el pus que te hubiera matado,
se quiere
agradecer.
Se quiere
agradecer que nos hayan visto sólo como un cuerpo,
como un
objeto solo y desnudo, órganos y tejidos,
cuerpo que
tiembla, entregado, a punto de derrumbarse.
Entonces
viene el llanto, como si recién hubiéramos nacido,
porque eso
es lo que sucedió:
un nacimiento.
Oxaliplatino
Hay un
sillón muy cómodo donde sentarse
y una
ventana, que deja ver más allá, afuera,
otra ventana
en la pared de una casa vieja.
Un televisor
habla cosas que a nadie le importan.
Somos seres
anónimos, sentados en sillones
y no me
sorprende lo que sucede,
pero el
cuerpo va registrando la incomodidad,
como si las
células estuvieran en alerta.
Esa mujer
frente a mí, mañana podría no estar.
Aquel hombre
que habla, mañana podría callar.
Las personas
a mi alrededor,
cada una con
su propio miedo,
hablan el
mismo idioma de lo mismo,
de lo
callado.
Me envuelvo
en mi mente y participo a mi modo de este simulacro.
Entonces
entra un líquido frío en las venas.
Tomo agua.
Leo algo. Cuento los minutos.
Hablo
conmigo mismo de lo que a nadie le importa.
Cierro los
ojos mientras espero que el líquido frío haga su trabajo.
Abro la
ventana que está en la pared de una casa vieja,
miro hacia
afuera para ver más allá un mar que no existe.
Y con eso me
alcanza.
La Perra
Me despertó
el ladrido por la noche,
el lamento
de los animales que huían en la calle.
Después
llegó el silencio, ese silencio,
el que sólo
llega ante el alfa y el omega.
Luego, las
patas rasgando la puerta.
Un sollozo
como de gato, o de niño,
porque hasta
podría disfrazarse de canción de cuna
–y cuántas
veces lo habrá hecho–
Pero sabía
que era la Perra.
No me engañó
la transformación, la mutación,
la
corrupción de su cuerpo.
Su hocico
olfateando lo que da náuseas,
su pata
putrefacta, paralítica.
Y esos ojos,
sí, esos ojos que rebalsaban espuma
y que
espantarían a tu padre y a tu madre
y al
mismísimo dueño de la tierra y al infierno.
Pero por un
instante dudé:
sus ojos se
dieron vuelta hacia la compasión,
hacia la
piedad,
y mi mano
abrió la puerta
–no es que
yo lo hubiera querido,
sólo caí en
el engaño, en la debilidad–.
Lo otro, lo
que vino después,
ni mi perro
muerto lo hubiera hecho:
levantar una
pata como en una cacería final,
mirarme como
si fuera su presa
y luego
escapar como lo hizo,
con esa risa
de hiena entre los dientes.
Cartesiana
Igual que
Descartes, he puesto todo en duda:
la res
extensa y la res cogitans.
Dudé de
aquel día y de aquel otro,
de lo que me
contó mi madre y de lo que calló mi padre,
del beso de
Judas, de la mordedura de la serpiente,
del No que
recibí y del Sí que ofrecí.
Y dudé con
mayor seguridad todavía
de mi más
profunda convicción:
del mar que
toqué aquella vez y nunca dejé de escuchar.
No es que
sea un procedimiento riesgoso
o que
incorpore alguna novedad al mundo.
Pero
contrariamente al filósofo,
llegué a una
conclusión distinta, no clara:
él, a través
de la duda, afirmó la existencia,
yo, en
cambio, con el mismo dudoso procedimiento,
concluí que
el ancla oxidada que nos tiene atados a este mundo
acabará por
disolverse.
Descartes ha
muerto hace mucho tiempo
y es
probable que cuando yo salga de esta burbuja solipsista
me suceda lo
mismo.
Llegará
cuando tenga que llegar a pesar de mis esfuerzos
y del
baldazo de agua fría que es esta enfermedad.
En la puerta de una capilla cerrada
No te olvides de echar luz: es
tu obligación.
La vida te lo devolverá.
Rafael Felipe Oteriño
No es que
espere que el rayo todopoderoso de Dios
ilumine mi
existencia.
Pero este
ser contradictorio, humano y animal,
todavía de
pie en la puerta de una capilla cerrada,
quiere darse
compasión, encontrar una pregunta para hacerse.
La luz
muestra el estallido del interior cerebral
y oculta la
redención.
Una cabeza
que abomina de las certezas,
un yo que
espera un motivo a pesar de sí mismo,
algo bajo
las tibias hojas que caen de los árboles,
la piedad en
el rostro del sol.
Fuente: El instante decisivo,
libro inédito.
Horacio Castillo (h) nació en La Plata en 1968. Es psicoanalista
egresado de la Universidad Nacional de La Plata. En 2016, Ediciones El Mono Armado dio a conocer su primer libro de poesía: Ánima cruda. Actualmente, cuenta con
varios poemarios inéditos; entre ellos, El
instante decisivo, que será
publicado muy pronto.
Foto: Horacio Castillo (h). Fuente: Gentileza de
Horacio Castillo (h).
Hubo que atravesar la selva más oscura para llegar a tanta claridad, tanta contundencia. Poesía sin "verso", sin sanata ni canchereada intelectual. Celebro y felicito al entrañable amigo. Gracias, César, por esta publicación. Abrazo enorme.
ResponderEliminarGustavo Caso Rosendi
Gracias a vos por pasar, por leer, por comentar. Sin duda, se trata de muy buenos poemas; lúcidos y dramáticos al mismo tiempo. Abrazo grande, Gustavo.
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